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La sombra del viento: Los libros son también personajes

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—por Luis Fernández-Zavala (*)—

Los libros son espejos:
sólo se ve en ellos
lo que uno ya lleva dentro.
La sombra del viento


Original tomada en Madrid por el afamado
fotógrafo español Francesc Català Roca
La sombra de viento (Vintage Español, 2009) del autor español Carlos Ruiz Zafón alcanzó la marca de los doce millones de copias vendidas y su traducción a cuarenta y cinco diferentes idiomas. Se dice que esta novela es la segunda más vendida en España, después de El Quijote. En la actualidad, La sombra del viento forma parte de una trilogía de novelas incluidas dentro de El cementerio de los libros olvidados: La sombra del viento, El juego del ángel y El prisionero del cielo. En esta trilogía, que tiene miles de seguidores, un libro es siempre el artefacto mágico que ordena y desordena las vidas de los que tienen contacto con él. En otras palabras, el libro, más allá de su material presencia de papel, signos en tinta y contenido, cobra vida. ¿No es acaso el sueño de todo escritor, ya sea que tenga doce millones de lectores o una docena?

En La sombra del viento Daniel Sempere, apunto de cumplir once años, va de la mano de su padre, de oficio librero, al cementerio de los libros olvidados, (“En este lugar, los libros que ya nadie recuerda, los libros que se han perdido en el tiempo, viven para siempre esperando llegar algún día a las manos de un nuevo lector, de un nuevo espíritu”) y tiene la oportunidad de escoger un libro. El lugar es no un simple depósito de libros viejos, tal como se le explica claramente su padre:

Este lugar es un misterio Daniel, un santuario. Cada libro, cada tomo que ves, tiene alma. El alma de quien lo escribió, y el alma de quienes lo leyeron y vivieron y soñaron con él.

Daniel escoge La sombra del vientode Julián Carax y asume la misión de adoptarlo y asegurarse que nunca desaparezca, que se mantenga vivo.

calles de Barcelona
A partir de este momento, la vida trágica del autor Carax y su obra poco conocida pero que impacta terriblemente al joven Sempere, se convertirán en el eje de una misteriosa carrera contra el tiempo para conocer más acerca del autor y evitar la destrucción de su obra. En la medida que Daniel Sempere se adentra a descubrir quién es Julián Carax  y por qué su obra está siendo destruida. Similitudes y tragedia envuelven su historia personal. La trama coge al lector y lo entrampa en una historia de espejos que se auto reflejan creando un rompecabezas enigmático. Es difícil para el lector dejar de transitar en el camino emprendido por Daniel Sempere, buscando la luz al final del túnel de desgracias y nostalgias.

Daniel Sempere, el joven detective literario y aspirante a escritor, criado sin su madre y en medio de muchos libros, tendrá como el Sancho de sus pesquisas, a Fermín Romero de Torres, espía caído en desgracia y devenido en mendigo. Fermín es una figura imprescindible para desenredar, con humor y sabiduría populachera y grandilocuente, el misterio que envuelve el laberinto de almas en pena que la vida de Carax y su obra han creado. Conforme se adentra en sus averiguaciones, Daniel encontrará varios personajes que sin proponérselo muchas veces, lo ayudarán o entorpecerán en la reconstrucción de la trayectoria sinuosa de Julián Carax. Tendrá aliados y enemigos, como su padre, una figura afable casi silenciosa y amorosa que lleva a cuestas el dolor de la pérdida de su esposa, el sofisticado librero Gustavo Barceló, Nuria Monfort, la amante eterna que conoció la totalidad de la tragedia de Julián Carax y el demoníaco inspector Francisco Javier Fumero y, el padre de su enamorada Bea, el ricachón Aguilar.

En La sombra del viento a todos los personajes les falta algo: una madre o esposa que se muere tempranamente, un padre no muy dedicado, un amante que es imposible de alcanzar. Estas circunstancias crearán emociones, reacciones diferenciadas y una búsqueda de satisfacción que no siempre es sana. Por ejemplo, el amor frustrado del inspector Fumero, su madre arribista y alharaquienta, que suele causar risas y burlas de sus compañeros de colegio, el rechazo de éstos, van a crear en Fumero un demonio de la venganza (“Las palabras con que se envenena el corazón de un hijo, por mezquindad o por ignorancia, se quedan enquistadas en la memoria y tarde o temprano le queman el alma”). En cambio, la temprana muerte de la madre buena de Daniel le compele a buscar en sus amantes algo de esa entrega amorosa que no siempre la encuentra, pero que existe en él y que no le permitirá caer en el lado oscuro de la vida.

La trama se desarrolla en los años de la post-guerra civil española. Son tiempos difíciles de tensión acumulada, tiempos de escasez material, de acomodos y reacomodos sociales y el surgimiento de los nuevos ricos y de los nuevos pobres. Tiempos de incertidumbre, donde los muertos aparecen tirados en las calles y nada puede sorprender al común de los habitantes de Barcelona.

La Barcelona gótica (“Esta ciudad es bruja ¿sabe usted, Daniel? Se le mete a uno en la piel y le roba a uno el alma sin que uno se dé ni cuenta.”), con su rebuscado velo arquitectónico, cobija las calles irregulares de esquinas de otros tiempos. Palacetes en decadencia, tranvías y plazas nostálgicas ayudando a mimetizar un clima enigmático y desolado que rodea a los personajes. Vientos fuertes soplaron durante la guerra civil sobre la ciudad, y ahora su sombra envuelve a los personajes y su paisaje urbano. El autor describe una Barcelona diferente a la que el turista moderno y casual pueda tener acceso. Sus calles de los años treinta al cincuenta se llenan de varias épocas: iglesias con perforaciones de balas en sus fachadas, la suntuosidad de las mansiones en decadencia que abren sus puertas de metal negro para develar sus secretos, a la vez que podemos visitar los cuartos húmedos y oscuros, pasillos largos y quejumbrosos ubicados en placitas rebuscadas y pacíficas de los menos afortunados. Si el lector cae en el hechizo de la novela, puede ir a un muy bien detallado Google Map (http://goo.gl/QD7OZf), y pasear por esas mismas calles que recorría Daniel en busca de la historia del escritor Carax.


el autor catalán Carlos Ruiz Zafón
(Photo by Mutari)
Ruiz Zafón es un hábil artesano del misterio y no deja sin explicación aun lo que pareciera más trivial; todo evento está perfectamente concatenado y tiene sentido conforme se avanza en la historia. La voz de Daniel, que narra los acontecimientos, tiene todo el ímpetu, frescura e inocencia de su juventud, pero las historias particulares de los otros personajes matizarán su vehemencia y candidez. La prosa de Carlos Ruiz Zafón es precisa y meticulosa y la acción tiene un ritmo envolvente. Las imágenes poéticas presentadas por el autor pueden mover hasta a las lágrimas al lector, cuando de amor, erotismo o soledades se trata o en caso contrario, empujarlo a sentir lo obscuro, mordaz y diabólico de personajes como el implacable inspector Fumero. De este personaje, sabemos por ejemplo, que todo demonio es una creación de circunstancias y no un edicto divino o alguien posesionado por los demonios etéreos. En el misterioso mundo de Carlos Ruiz Zafón, lo macabro es perfectamente humano y las casualidades son las cicatrices del destino.

La sombra del viento es una novela que encanta y es muy difícil de dejar de leer. El lector quiere siempre saber más, y cuando llega al final, desea que nunca hubiese terminado. Sus personajes, y prosa poética, no se quedan con el lector por varios días, sino para siempre. Afortunadamente, las puertas —no siempre evidentes— del cementerio de los libros olvidados, siguen abiertas para otras tantas visitas.



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(*) Luis Fernández-Zavala, Ph.D.,autor de El guerrero de la espumay otras tantas despedidas.







Cuento: Lo que sólo uno escucha, por José Revueltas Sánchez (México 1914-1976)

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Para Rosa Castro

José Revueltas
La mano derecha, humilde, pero como si prolongase aún el mágico impulso, descendió con suma tranquilidad a tiempo de que el arco describía en el aire una suave parábola. Eran evidentes la actitud de pleno descanso, de feliz desahogo y cierta escondida sensación de victoria y dominio, aunque todo ello se expresara como con timidez y vergüenza, como con miedo a destruir algún íntimo sortilegio o de disipar algún secretísimo diálogo interior a la vez muy hondo y muy puro. La otra mano permaneció inmóvil sobre el diapasón, también víctima del hechizo y la alegría, igualmente atenta a no romper el minuto sagrado, y sus dedos parecían no atreverse a recobrar la posición ordinaria, fijos de estupor, quietos a causa del milagro.

Aquello era increíble, mas con todo, la expresión del rostro de Rafael mostrábase singularmente paradójica y absurda. Una sonrisa tonta vagaba por sus labios y se diría que de pronto iba a llorar de agradecimiento, de lamentable humildad.

—No puede ser, no es cierto; es demasiado hermoso —balbuceó presa de una agitación extraña y enfermiza. Apartó el violín de bajo su barbilla y oprimiéndolo luego con el codo, la mano izquierda libre y sin que la otra abandonase el arco, se puso a examinar ambas flexionando ridículamente los dedos, una y otra vez, como si los quisiera desembarazar de un calambre—. No puedo creerlo, es demasiado —repitió.

Después de las amargas incertidumbres, hoy era como si las tinieblas de la duda se hubieran disipado para siempre. Su mano izquierda se había conducido con destreza, seguridad e iniciativa extraordinarias; supo ir, de la primera a la séptima posiciones, no sólo por cuanto a lo que la partitura indicaba, sino sobre todo, por cuanto a la inquietud de descubrir nuevos matices y enriquecer el timbre mediante la selección de cuerdas que el propio compositor no había señalado. En esta forma periodos opacos cobraron una brillantez súbita; las frases banales, un patetismo arrebatador y todo aquello que ya era de por sí profundo y noble se elevó a una espléndida y altiva grandeza. Por lo que hace a los sonidos simultáneos —que fueron su más atroz pesadilla en el Conservatorio—, le fue posible alcanzar no sólo las terceras, sino todas las décimas de doble cuerda, aun cuando éstas siempre se le habían dificultado grandemente a causa de la torpe digitación. La mano derecha, a su vez, se condujo con exactitud y precisión prodigiosas al encontrar y obtener, cuando se requería para ello, el punto de la escala propio o el color más inesperado de la encordadura, ya aproximándose o alejándose del puente, ya con el uso del arco entero o sólo del talón o la punta, según lo pidiese el fraseo. O finalmente, con el ataque individual de cada sonido en el alegre y juvenil stacatto o con el brioso y reidor saltando. A causa de todo eso la impresión de conjunto resultó de una intensidad conmovedora y los sentimientos que la música expresaba, la bondad, el amor, la angustia, la esperanza, la serenidad del alma, surgieron libres, radiantes y jubilosos como un canto sobrenatural y lleno de misterio.

“Ahora cambiará todo —se dijo Rafael después de haberse escuchado—; será todo distinto. Todo cambiará.” Sonreía hacia algo muy interior de sí mismo y por eso su rostro mostraba un aire estúpido. Era imposible darse cuenta si un fantástico dios nacía en lo más hondo de su ser o si un oscuro ángel malo y potente se combinaba en turbia forma con ese dios.

Caminó en dirección de la mesa cubierta con un mantel de hule roñoso, y en el negro y deteriorado estuche que sobre ella descasaba guardó el violín después de cubrirlo con un paño verde. Llamaron su atención las figuras del mantel, infinita y depresivamente repetidas en cada una de las porciones que lo componían. “Todo cambiará, todo”, se repitió, y advirtió que ahora esa frase se refería al mantel. Cuántas veces no hubiera deseado cambiarlo, pero cuántas, también, no se guardaba ni siquiera de formular este deseo frente a su mujer, tan pobre, tan delgada y tan llena de palabras que no se atrevía a pronunciar jamás. Eran unas tercas figuras de volatineros sin sentido, inmóviles, inhumanos, que se arrojaban unos a otros doce círculos de color a guisa de los globos de cristal que los volatineros reales se arrojan en las ferias.

“Hasta esto mismo, hasta este mantel cambiará”, finalizó sin detenerse a considerar lo prosaico de su empeño —cuando lo embargaban en contraste tan elevadas emociones— y sin que la vaga y penosa sonrisa se esfumara de sus labios.

No quería sentirse feliz, no quería desatar, sacrílegamente, esa dicha que iluminaba su espíritu. Algo indecible se le había revelado, mas era preciso callar porque tal revelación era un secreto infinito.

Nuevamente se miró las manos y otra vez se sintió muy pequeño, como si esas manos no fueran suyas. “Es demasiado hermoso, no puede ser. Pero ahora todo cambiará, gracias a Dios.” Lo indecible de que nadie hubiera escuchado su ejecución, y que él, que él solo sobre la tierra, fuera su propio testigo, sin nadie más.

—Parece como si tuvieras fiebre; tus ojos no son naturales —le dijo su mujer a la hora de la comida. No era eso lo que quería decirle, sin embargo. Querría haberle dicho, pero no pudo, que su mirada era demasiado sumisa y llena de bondad, que sus ojos tenían una indulgencia y una resignación aterradoras.

—¿Estás enfermo? —preguntaron a coro y con ansiedad los niños. Rafael no respondió sino con su sonrisa lastimera y lejana.

“No les diré una palabra. Lo que me ocurre es como un pecado que no se puede confesar.” Y al decirse esto, Rafael sintió un tremendo impulso de ponerse en pie y dar a su mujer un beso en la frente, pero lo detuvo la idea de que aquello le causaría alarma.

Ella lo miró con una atención cargada de presentimientos. Ahora lo veía más encorvado y más viejo, pero con ese brillo humilde en los ojos y esa dulzura torpe en los labios que eran como un índice extraño, como un augurio sin nombre. “Es un anuncio de la muerte. No puede ser sino la muerte. Pero, ¿cómo decírselo? ¿Cómo darle consuelo? ¿Cómo prepararlo para el pavoroso instante?”

Hubiera querido, ella también, tomar aquella pobre cabeza entre sus manos, besarla y unirse al fugitivo espíritu que animaba en su cuerpo. Pero no existían las palabras directas, graves y verdaderas, sino apenas sustituciones espantosas mientras toda comunicación profunda entre sus dos ánimas se había roto ya.

—Descansa hoy, Rafael —dijo en un tono maternal y cargado de ternura—; no vayas al trabajo. Esas funciones tan pesadas terminarán por agotarte —lo dijo por decir. Otras eran las cosas que bullían dentro de ella. Pensaba en el tristísimo trabajo de su marido, como ejecutante en una miserable orquesta de cantina-restaurante, y en que, sin embargo, eso también iba a concluir. “Quédate a morir —hubiera dicho con todo su corazón—, te veo en el umbral de la muerte. Quédate a que te acompañemos hasta el último suspiro. A que recemos y lloremos por ti…”

Rafael clavó una mirada por fin alegre en su mujer, al grado que ésta experimentó una inquietud y un sobresalto angustiosos. “¿Podría entenderme —pensó Rafael— si le dijera lo que hoy ha ocurrido? ¿Si le dijera que he consumado la hazaña más grande que pueda imaginarse?”

Al formularse estas preguntas no pudo menos que reconstruir los extraordinarios momentos que vivió al ejecutar la fantástica sonata, un poco antes de que su mujer y sus hijos regresaran. Los trémolos, patéticos y graves, vibraban en el espacio con limpidez y diafanidad sin ejemplo, los acordes se sucedían en las más dichosas y transparentes combinaciones, los arpegios eran ágiles y llenos de juventud. Todo lo mejor de la tierra se daba cita en aquella música; las más bellas y fecundas ideas elevábanse del espíritu y el violín era como un instrumento mágico destinado a consumar las más altas comuniones.

“No puedo creerlo aún”, se dijo mirándose las manos como si no le pertenecieran. Se sentía a cada instante más menudo, más humilde, más infinitamente menor dentro de la grandeza sin par de la vida. Quiso tranquilizar a su mujer al mirarla aprensiva e inquieta:

—Todo será nuevo —exclamó—, hermoso y nuevo para siempre.

—Es la maldita bebida —dijo la mujer por lo bajo mientras un terrible rictus le distorsionaba la cara alargándole uno de los ojos—. El maldito y aborrecible alcohol. Tarde o temprano iba a suceder esto…

Condujo entonces a Rafael, sin que éste, al contrario de lo que podría esperarse, protestara, al camastro que les servía de lecho.

Luego hizo que los niños, de rodillas, circundaran a su padre, y unos segundos después, dirigido por ella, se elevó un lúgubre coro de preces y jaculatorias por la eterna salvación del hombre que acababa de entregar el alma al Señor.





(Cuentos Mexicanos, Antología; Santillana Ediciones Generales, S.A. de C.V., 2004; México, D.F.; © “Lo que sólo uno escucha”, en Dormir en tierra, José Revueltas, 1971, Ediciones Era, S.A. de C.V.; transcrito por John Montañez Cortez, New Haven, Connecticut, 7 de agosto de 2013.)




Las calaveras mexicanas de José Guadalupe Posada (1852-1913)

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“La muerte es democrática,
ya que a fin de cuentas,
güera, morena, rica o pobre,
toda la gente acaba siendo calavera.”
José Guadalupe Posada


Recientemente tuvimos la fortuna de asistir a la apertura de la exposición “José Guadalupe Posada: Master Mexican Printmaker” en el histórico edificio McNichols Civic Center de la ciudad de Denver. Este proyecto fue una colaboración del Denver Arts & Venues, el Consulado General de México y el Centro Cultural Mexicano de Denver.

Tariana Navas-Nieves, Gestora de Programas Culturales —Denver Arts & Venues—, escribió un interesante prólogo del cuál tomamos las siguientes notas:

La exposición presenta más de noventa grabados del ilustre artista. José Guadalupe Posada (1852-1913) ilustraba volantes producidos a bajo costo y fácilmente distribuidos en las esquinas y los mercados al aire libre. A través de su meticulosa técnica de dibujo, su ingenio y humor negro, Posada trajo a la vida noticias sensacionalistas de la época, farsas, cancioneros, eventos comunitarios populares e historias de santos y figuras históricas.
En La tierra se traga a José Sánchez por dar muerte a sus hijos y a sus padres, Posada representa la noticia de un hombre que asesinó a sus hijos y a sus padres. La interpretación del artista de esta historia verídica se convierte en una escena dinámica de una serpiente con cabeza de dragón amenazante atacando a José mientras es tragado por las profundidades del infierno.


Posada es particularmente conocido por el uso de la imagen de la calavera para burlarse de la existencia humana, representar la vida cotidiana y el destino común de los hombres. También utilizaba la figura del esqueleto como vehículo de comentario social y político, y con frecuencia ridiculizaba la cultura burguesa de la época. Tal vez la calavera más famosa de Posada es la Calavera Catrina, el esqueleto de una mujer aristócrata con un sombrero europeo ornamentado. A la vez representa a la gente mexicana que quería emular a la alta sociedad europea.

Como vehículos de comentario político, las calaveras brindaban atención sobre el reinado de Porfirio Díaz. El régimen dictatorial de Díaz en México —de 1876 a 1911—, fue un período de gran progreso para el país, pero muy pocos sintieron los beneficios. En Calavera Huertista, Posada representa a Victoriano Huerta (1850-1916) uno de los generales de mayor confianza de Porfirio Díaz, encargado de la represión de los levantamientos indígenas. Temido por su crueldad, Huerta es representado como una monstruosa criatura devorando cráneos.


En la actualidad, las calaveras de Posada se asocian más a menudo con la celebración del Día de los Muertos, la cual se conmemora el primero y segundo día de noviembre. La calavera es una representación simbólica de la brevedad de la vida y el hecho que la muerte no conoce distinción. Durante el Día de los Muertos, el pueblo mexicano prefiere honrar la vida de los seres queridos fallecidos y dar la bienvenida al regreso de sus espíritus, en lugar de lamentar su pérdida.

José Guadalupe Posada creó cientos de ilustraciones que llegaron a miles de personas, pero no fue reconocido por su talento artístico hasta después de su muerte. Hoy, museos y coleccionistas alrededor del mundo, coleccionan su obra y su legado artístico es reconocido por artistas contemporáneos. Un siglo después, las impactantes imágenes de Posada, su estilo realista y uso distintivo del humor, de lo macabro, siguen siendo conmovedoras y relevantes.







La exposición estará abierta hasta el 2 de febrero de 2014.







Alejandro Plaza: el talento de relevo del arte plástico venezolano

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El caraqueño, Alejandro Plaza, tuvo desde pequeño una gran atracción por el arte. Lápices de colores y papel eran sus hobbies.

A la edad de dieciséis años se trasladó a Dinamarca, como estudiante de intercambio durante un año y medio, donde recibió sus primeras lecciones de arte en el Varde Gymnasium. Durante este periodo también estudió historia del arte europeo experimentando con pinturas sobre lienzo y madera. En 2008 ingresó en el Instituto de Diseño de Caracas donde recibió las herramientas de dibujo para trabajar profesionalmente y más tarde el título de Ilustrador, en 2011.

A principios de 2012 comenzó una nueva etapa como diseñador e ilustrador, tomando el cargo de Director del Departamento de Diseño. A mediados de ese mismo año, Alejandro presentó su primera exposición de arte titulada "Inicios” en Caracas, representando su arte de una manera cronológica. Una forma que le ayudó a darse cuenta de la disposición y el estilo por el que quería darse a conocer. También se unió al Instituto de Diseño Ambiental y Moda Brivil, pero esta vez como profesor de dibujo en tendencias de la moda.

En 2013 comienza a exponer sus obras más recientes junto a otros artistas en Caracas. Esta experiencia le ayudó a convertirse en un nuevo miembro de la Colección de Arte de la Familia Zuluoga. Así mismo participó como el artista donante de obras de arte para la Subasta FUNDANA Noveno Arte 2013. A comienzos del mes de diciembre, la exhibición Expo Mínimo 2013 de Caracas, expuso parte de sus obras.

Actualmente está trabajando en su próxima exposición individual.



colección privada, Denver, Colorado, EE.UU.




Tel +58 424 205 9122
+58 412 366 5707





Diego Trelles Paz y El círculo de los escritores asesinos

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—por Alberto Hernández—

I
“Una hermosa maldición”, así pronuncia alguien cuya fascinación por la locura indaga en los ciclos de la sombra. Pudo ser alguno de los asesinos de García Ordóñez, el gordo crítico que se vengaba en cada nota que escribía en una revista literaria de nuestro afamado tercer mundo. O un remedo que la gloria dejó tendido en plena calle mientras Fujimori adelantaba la nomenclatura del crimen, la corrupción y la derrota de Perú. Una “maldición” deja salir la boca de un personaje, de un autor sin reflejo frente a una botella de pisco, del lector que se afana en querer ser parte de los jóvenes que planean, desde el Círculo pandillero, matar a quien destrozaba libros, poemas, narraciones y reputaciones engreídas. Ciertamente, Miguel Lautaro García Ordóñez no es más que una caricatura, una imagen para revelar la presencia de ese grupo de muchachos alterados por la realidad. O por la que creían superar.

¿Acaso se trata de una aproximación a la Sociedad para el Fomento del Vicio o del Club del Fuego Infernal “que fundó el siglo pasado Sir Francis Dashwood”, como afirma Thomas De Quincey al comienzo de Del asesinato considerado como una de las bellas artes? La labor homicida de Ganivet, el Chato, Larrita, Casandra y por ese hombre invisible apodado Alejandro Sawa, descubre una intemperie burda, propia del “clima” andino (que Santiago Roncagliolo muestra muy bien en Abril rojo) y de la poca infusión criminal, contraria al carácter místico que De Quincey le imprime a su idea en la Sociedad para la Promoción del Asesinato, cuyos miembros —como los de la novela de Trelles— son amateurs ydilettanti. Probablemente las comparaciones —odiosas siempre— no pasen de ser parte de la gazmoñería o de la confusión de quien esto escribe, a la hora de clavar el puñal o de desnucar a quien se pasó de la raya.

La “hermosa maldición” construye El círculo de los escritores asesinos(Editorial Candaya, Barcelona, España, 2005). Es más, Diego Trelles Paz, el joven novelista peruano que la concibe, podría formar parte de ese ojo revelador: el detective que dejó a mitad de camino la otra muerte de Roberto Bolaños e intentó ahondar el encuentro con el escritor de Manchester. El crimen, la elaboración de la muerte para prestigiar una obra que aún no ha nacido, vislumbra la hermosa maldición que llevamos a cuestas, una vez terminada de leer, con el asombro propio de los dilettanti, la novela Trelles.

Diego Trelles Paz en Lima. Foto: Alfredo Giraldo ©
II
Cuatro papeles, cuatro manuscritos, le dan cuerpo a esta historia. Los comentarios de Alejandro Sawa alimentan el espíritu de la ficción, la hacen —a decir de Roncagliolo— una historia colectiva. Se trata de cuatro versiones sobre un mismo tema. Se trata del cuento de una aventura, de la “hermosa maldición” de la vida de cuatro jóvenes que sueñan con ser escritores, y por eso fundan, de la mano de uno de ellos, el Círculo, donde los vicios de esos pequeños seres se juntan con algunos textos que luego se convierten en revista, la primera y la última, blanco de las demoledoras críticas del futuro cadáver.

“¿Les dije ya que fue Casandra la promotora del Círculo? Lo primero que me vino a la mente fueron Horacio Olivera, la Maga y el Círculo de la serpiente celebrando tertulias parisinas de alto nivel intelectual; me quise orinar de risa al pensar en nuestra versión provinciana del asunto. Pero me equivoqué. Aunque Casandra estaba al tanto de la novela de Cortázar, la idea del Círculo nació de Mrs. Parker and the vicious circle...”.Sawa, suerte de oráculo, ficha, cita y corrige. Este personaje, doble por su condición de falso detective, deja todos los rastros de Diego Trelles Paz. Si el Chato es el alter ego del novelista peruano, ¿quién es Alejandro Sawa? Hay otro motivo para pensar que los sospechosos, editados por el último miembro del Círculo, podrían ser una representación del mismo Sawa, aunque no se descarta que la lectura de este torpe cronista sea demasiado tremendista. Cada carta, cada escritura, cada justificación, sea desde la cárcel en brazos del Quijote, desde una universidad norteamericana, o de cualquier sitio donde no llegue la mano de la justicia, convierten a Sawa en el depositario de una verdad que se revela muchas veces. Es decir, la muerte es muchas veces, como muchas veces puede ser la verdad. ¿Quién mató al gordo García Ordóñez? Pese a que hay confesiones, lo interesante de nuestra lectura —la de muchos como muchas verdades— es que terminamos, los lectores, siendo los asesinos, cuestión que se entiende en la medida en que no hay detectives en
la obra. Y los son porque así lo desea quien desde la historia trata de librarse de un cadáver que habla desde su silencio, que gozó de testigos para que “alguien” asumiera esa muerte. Afirmo desde estas líneas: Yo maté al indeseable García Ordóñez, con permiso de los personajes, para vengarlos, y con la anuencia de Diego Trelles, quien se aleja cada vez más de esa realidad, tan ficción como él mismo. En definitiva, ¿quién termina siendo un autor? Una referencia, un silencio deseado, una fama lejana. Si Diego Trelles no es Sawa, podemos intuir que Sawa es un interventor, un copista, un corrector, un cómplice pedante que no toma parte del asunto, o que se olvida de que condujo el vehículo donde llevaban a García Ordóñez a su matadero particular. ¿Qué hace, entonces, un sujeto, nada exquisito por cierto, en las páginas de un libro donde unos dilettantimosqueteros le “dieron” muerte y lo convirtieron luego en castigo para todos? No debemos olvidar que Sawa también estuvo detenido algunos meses, pero salió libre mientras Gavinet lee el Quijote en voz alta a sus compañeros de prisión. El Chato, mientras tanto, se exilia y cuenta su historia a un anciano profesor que poco pone atención a su “hermosa maldición”.

III
Los cuatro manuscritos, armados por Sawa, revelan que quienes logren leerlos serán cómplices a lo Cortázar, pero más homicidas cuya racionalidad se emparenta con la de quien narra en Los golpes a la puerta de Macbeth: “La razón es que permite el predominio de su inteligencia sobre sus ojos (...). Todos los demás asesinatos palidecen ante el profundo escarlata de los suyos; como me decía en tono quejumbroso un aficionado: ‘Desde aquellos tiempos no se ha hecho absolutamente nada o bien nada de que valga la pena hablar’ ”. ¿Qué hace Sawa? Darle sazón a un homicidio común. Convertirlo en una escena donde los protagonistas aparezcan como símbolos, como recados de una aventura que se convierte en tragedia.

Foto: EFE
El perro de presa que era García Ordóñez acabó con el Círculo. Condenó a algunos y sacó del anonimato a otros. Es decir, esta metaficción hizo posible “mi” realidad como lector, como parte de un crimen que a diario cometemos. El Círculo no ha desaparecido. Quedó Sawa como empresario editor, cuestión que nos hace dudar de él.

Por cierto, ¿en qué parte de su memoria vive Alejandro Sawa? ¿Cuántas veces Onetti, Micky de Cervantes, Oswaldo Reynoso, Vargas Llosa, Bolaño, Vallejo o Borges volverán a ser parte de una aventura como ésta en la Lima de aquellos años, en la Lima que sigue allí, habitada por Ganivet, el Chato, Larrita, Casandra y el fantasma de Alejandro Sawa? ¿Continúa vigente el Club de enemigos de Neruda? ¿Cuántos golpes necesita Vallejo para seguir viviendo bajo la lluvia parisina?

La carta de Casandra a Eric Rohmer es una metáfora del pasado. Del olvido. Una justificación intelectual, psicológica, un despecho, una desgarradura superior a cualquier muerte. García Ordóñez —su ahogo— no supera los amores del tío Manolo, hermosa maldición que sí habría valido la pena.





El héroe discreto: "No se escriben novelas para contar la vida." MVLL (Perú)

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—por Luis Fernández-Zavala (*)—

Mabel nunca se hubiera imaginado que el viejito
estuviera dispuesto a morir antes que darles
el cupo a los chantajistas.
Parecía tan blando, tan comprensivo y, de pronto,
demostró ante todo Piura una voluntad de fierro.
El héroe discreto.

Foto: LaRepublica.pe
Una de la novedades literarias de fin de año es El héroe discreto (Alfaguara, 2013), del escritor peruano y ganador del Premio Nobel de Literatura de 2010, Mario Vargas Llosa. Recién salida del horno de ficción Vargallosiano en septiembre, ya ha causado bastante  revoltijo en el ámbito —siempre alterado— de la crítica literaria. Las 383 páginas de una novela ágil, entretenida, fácil de leer, bien estructurada y con un contenido ciertamente divertido y esperanzador, ha chocado con las expectativas de algunos críticos que demandaban una obra digna de un Premio Nobel. El héroe discreto ha sido catalogada por algunos críticos como una obra de “tono menor”. En otras palabras, no estaría a la altura de un ganador del Premio Nobel: se esperaba una novela voluminosa, complicada, más elaborada en su argumento, quizá menos regionalista —la trama se desarrolla en el Perú contemporáneo: Lima y Piura; utiliza un lenguaje coloquial y peruanismos—, con personajes menos heroicos y arquetípicos y más entrampados en el laberinto de las estructuras sociales y morales. Se demandaba del autor escribir su libro definitivo.

Nos parece que la crítica erudita tiene sus razones dignas de tomarse en cuenta, pero nos preocupa, desde el punto de vista del lector que quiere saber si vale la pena o no leer esta novela, que se la juzgue por lo que no dijo al margen de las intenciones del autor —esto sería como escribir otra novela distinta— y que se espere de él un acrecentamiento intelectual, casi mesiánico, basado en su amplia y muchas veces enciclopédica producción literaria. Ambas expectativas, no se meten dentro de la obra misma, sino que privilegian las externalidades, todo lo que desde afuera, desde el contexto intelectual balbuceante se le demande.

MVLL recibiendo el
Premio Nobel 2010
En El héroe discreto se narra la reacciones paralelas de Felícito Yanaqué e Ismael Carrera frente a las desgracias que aparecen en sus vidas. Felícito es un pequeño empresario de transportes piurano que recibe una carta pidiéndole dinero a cambio de protección para su empresa y su familia; él tendrá como aliada y consejera a su amiga, la santera Adelaida. Ismael es un octogenario, próspero empresario de seguros en Lima, que quiere desheredar a sus disolutos hijos. Éste cuenta con el apoyo incondicional de don Rigoberto, amigo y gerente de su empresa, a punto de jubilarse y de tener "una vejez, larga culta y feliz". Las historias paralelas se entrecruzarán brevemente al final de la novela. La reacción de Felícito es principista y enraizada probablemente en el único capital que su padre analfabeto le dejó: “No te dejes pisotear por nadie”. Su respuesta a la maldad está motivada por el respeto y aprecio a su padre que se sacrificó toda su vida para darle educación y una ética simple. Las circunstancias le demandan coraje y él asume su responsabilidad, convirtiéndose en un héroe de los piuranos, pero, ¿A qué precio? En tanto, la respuesta de Ismael a sus circunstancias están motivadas por la venganza. Sus hijos desean su muerte. Él los quiere desheredar, pero también tiene un precio que pagar.

Plaza de Armas, Piura, Perú
Foto: silencioseviaja.com
El héroe discreto, se podría catalogar como una narrativa del reencuentro, desde el punto de vista del autor, como de los lectores. Primero, algunos personajes de otras novelas de MVLL vuelven a aparecer: Lituma y los Intocables de La casa verde, el capitán Silva de ¿Quién mató a Palomino Molero? y Rigoberto, Lucrecia y Fonchito de Los Cuadernos de don Rigoberto. La acción vuelve a sucederse en Piura y Lima de las mismas novelas y la juventud del autor. El lector vuelve a entrar al mundo ficcional Vargallosiano para encontrar esta vez que las cosas han cambiado. Lituma es ya sargento, Silva es ahora capitán, Rigoberto está apunto de jubilarse. Lima y Piura también han cambiado: más urbanismo, malls, más media alharaquienta, más comercio e industria, más Viagra e internet… En Lima por ejemplo, el centro financiero se ha desplazado del centro histórico a San Isidro y un ejecutivo como Rigoberto sigue de cerca las noticias financieras vía cable o internet y hay interés de capitales transnacionales de entrar en el mercado peruano. Algo más ha cambiado: hay un nuevo tipo de empresario que ya no es el blanquiñoso limeño de rancio estirpe, sino el emprendedor provinciano, cholo o mestizo, cuya acumulación originaria se da a punta de esfuerzo, sacrificio, disciplina y ética del trabajo. En la realidad no ficcional, este fenómeno se da en todo el Perú. Hay renacimiento de las regiones y de los emprendedores, pero este fenómeno también se da en Lima. El autor escoge sin embargo, separar a los actores espacialmente con la finalidad de crear las condiciones del entrecruce posterior y porque conoce más Piura que los nuevos populosos barrios de Lima. El autor bosqueja un contexto de cambio económico pujante y un poco más abierto a la iniciativa personal. Ya no es el ambiente pesimista de Conversación en la catedral  de los años cincuenta, oligárquico-exportador, es la época del neo-liberalismo.

En la novela, MVLL presenta un visión optimista de la sociedad peruana actual, al margen de las tragedias personales manejadas de diferente manera por Felícito e Ismael. Se juega con la idea implícita que personas de buen corazón y las sofisticadas, aún perteneciendo a estratos sociales diferentes, pueden civilizadamente convivir y comunicarse e inclusive amarse. El racismo, el prejuicio social de la sociedad oligárquica pueden superarse en un sociedad abierta. Esta versión de la sociedad peruana contemporánea es alegóricamente presentada en una acción tele novelesca (culebrones) en donde los personajes y sus realidades socio-culturales diferentes se aceptan y tocan mansamente. La lacras de la corrupción y la delincuencia son mencionadas pero no son el eje del drama de los personajes, por lo tanto, no afectan sino tangencialmente la trama de la novela.

“Acéptelo y no trate de enderezar el mundo torcido en que vivimos. La mafia es muy poderosa, está infiltrada en todas partes, empezando por el Gobierno y por los jueces.”

"Felícito Yanaqué escucha esta salsa (Merecumbe)
de los 70 cuando camina por una calle de Piura"
Foto: Flickr/armandolobos
Sin pedirle otra cosa al autor que ser coherente con sus intencionalidades, el lector podría preguntarse si la degradación  moral de la sociedad peruana, la corrupción y la delincuencia,  como efecto colateral de los cambios socio-económicos y la herencia de diez años de dictadura fujimorista, están presentados en sus aristas relevantes (sin pedir al autor un tratado socio-político). Aquí la respuesta es categórica: No. La opción del autor es presentar la  corrupción como un hecho psicológico, relación padre-hijo, no como la dialéctica entre el individuo, las estructuras sociales y la Historia. Por lo tanto, la opción tomada por el escritor peca de ingenua y debilita el presunto carácter realista de su obra. El lector tendría que preguntarse si la alegoría optimista es lo suficientemente creíble en la novela.

Otra pregunta que el lector puede hacerse es si los personajes Vargallosianos en El héroe discreto están lo suficientemente desarrollados como para que puedan ser entendidos sin recurrir a una revisión exhaustiva de las otras obras de las cuales provienen. Es decir, ¿Podemos aceptar a Lituma, Silva y Rigoberto sin haber leído las novelas precedentes? Creemos que aquí el resultado es desigual: se puede entender más a Rigoberto —sensualista, culto, buen amigo, buen padre, buscando siempre el rincón de civilización que le brinda el arte— que a los otros personajes recurrentes. Lituma y Silva podrían ser cualquier otro cachaco en ésta u otra fábula. No se llega a percibir su particularidad.

"A Felícito le gustaba este vals peruano
 (Alma, corazón y vida) interpretado por
Cecilia Barraza". Foto: AP
A pesar de que las voces de los actores principales, pertenecientes a diferentes estratos sociales, están clara y nítidamente diferenciadas en modos y signos culturales, se percibe algunos vacíos. Por ejemplo, desde el principio el lector sospecha que la carta que recibe Felícito no proviene de los registros culturales de criminales comunes y corrientes, con una consabida paupérrima educación, ya que el estilo de la carta es demasiado pulido: depredacióny vandalismo no son sustantivos popularmente usados. Así mismo, el capitán Silva usa el término sofero lio para referirse al anuncio periodístico dirigido a los delincuentes y publicado por Felícito. Éste es un término coloquial hondureño sinónimo de tonto, falto de entendimiento o razón. Viniendo del capitán Silva, un cachaco, la expresión más feliz podría haber sido: “un lio del carajo”. Esto suena más contundente, más peruano y más cachaco (soldadesco).

El héroe discreto es ciertamente un novela bien construida, con recursos literarios —vidas paralelas, saltos temporales en los diálogos, voz omnipresente del narrador mezclada con los pensamientos de los personajes— manejados con comodidad para crear los efectos esperados de intriga, fluidez y detallismo. Es también una novela elegante, culta a tramos, con algunos misterios que no se resuelven, con un final optimista ambientada en un Perú Nuevo, que va a captar la atención del lector casual y que probablemente va a decepcionar a la crítica erudita. Su lectura entretiene y permite ver personajes con una humanidad particular, desde el sensualista sofisticado hasta el hombre de principios con un amante más joven, tratando de ser felices en un mundo cambiante y donde la moralidad es relativa. Buena lectura de fin de año y comienzo de 2014, que el lector juzgará por lo que dice y cuenta y no por lo que no dijo o dejó de contar.

"Don Rigoberto escuchaba este concierto
(Brahms Piano Concerto No.2) en su
departamento frente al mar"
Adenda: Esta reseña fue comentada oportunamente y me veo en la obligación de contextualizar mis comentarios. Lo único que se puede esperar de MVLL es que sea fiel a su artesanía (contar bien una fábula) y esto sí se encuentra en El héroe discreto. Segundo, se espera que sea coherente con sus principios de novelista expresados nítidamente en La verdad de las mentiras (Alfaguara, 2002). Según MVLL, la ficción, aunque se basa en la realidad, no pretende replicarla. En este caso, el autor con todo el derecho que le da el ser ficcional, escoge aspectos de la realidad que le parecen válidos para contar su historia. Enfatiza unos, deshecha otros. Esta libertad del escritor no es, sin embargo, necesariamente una opción estética, sino que es consustancial a su manera de ver el mundo, su ideología. Para MVLL el Perú de hoy es un Mejor Perú porque es más capitalista y todo depende del individuo. Cierto o no, real o no, nos guste o no, es su manera de ver al Perú y fantasear. Vale la pena terminar con sus propias palabras teniendo en cuenta que cuando un autor nos entrega su producto, al otro extremo está el lector que acepta, rechaza, discierne y cierra el círculo de la comunicación literaria.

“…Cuando abrimos un libro de ficción, acomodamos nuestro ánimo para asistir a una representación en la que sabemos muy bien que nuestra lágrimas o nuestros bostezos dependerán exclusivamente de la buena o mala brujería del narrador para hacernos vivir como verdades sus mentiras y no de su capacidad para reproducir fidedignamente lo vivido”.


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(*) Luis Fernández-Zavala, Ph.D. Autor de El guerrero de la espuma y otras tantas despedidas.





Cuatro poetas suicidas chinos

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—por Alberto Hernández—

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Gu Cheng, Hai Zi, Ge Mai y Luo Yi-He forman el parte suicida de un libro en el que Wilfredo Carrizales ha sabido trasegar un tema bastante delicado. Por supuesto, el autor de Cuatro poetas suicidas chinos (Ediciones Cinosargo, San Marcos de Arica, 2003) aclara que no son cuatro los poetas de ese país que hicieron de sus vidas escenario de una trama personal más parecida a una épica que multiplica nombres y destinos. No; el estudioso sinólogo venezolano habla de una cantidad importante de escritores de esa inmensa nación asiática que escogieron el suicidio como una salida a sus angustias.

En el prólogo de la obra el autor afirma: “La tradición del suicidio en China es única en dos sentidos. El primero: el sistema de valores de la antigua China tenía una clara definición de misión que cada persona estaba obligada a su cumplimiento como un adulto responsable (...). El autosacrificio, por lo tanto, denota un positivo gesto que afirma la santidad de la existencia humana”. Más adelante Carrizales destaca: “El segundo sentido en el cual los chinos valoraban el suicidio puede ser único en la tradición de China: la narrativa y la historia con frecuencia emergen como un todo, con la segunda sirviendo a una distintiva función descriptiva”. Así, según expresa el autor, en el país asiático los llamados letrados y los hombres de Estado “eran uno y el mismo y los funcionarios en la posición de inmortalizar a otros y las figuras históricas estaban también bien entrenados en la imaginación literaria”.

En fin, en China el suicidio no es un simple argumento para acabar con el sufrimiento. Va más allá de cualquier metáfora. Se trata de un valor. En tal sentido, quienes acudían o acuden al suicidio tenían o tienen a su cargo altas responsabilidades morales, políticas o académicas. De allí la importancia de este texto que Wilfredo Carrizales ha puesto en nuestras manos.

Pekin University
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Colgarse de una viga, lanzarse a un río, a un lago, a un pozo o al mar, cortarse la garganta con un cuchillo, incinerarse, matarse de hambre, saltar de un edificio, cortarse las venas, pegarse un tiro en la boca son algunas de las modalidades o métodos usados por los chinos quienes ya no quieren estar en este mundo.

El poeta Gu Cheng, luego de usar un hacha contra su mujer, en octubre de 1993, decidió ahorcarse. A los 37 años este privilegiado ciudadano chino, hijo de un alto jerarca del Partido Comunista, se quitó la vida luego de haber pasado por muchas experiencias, entre ellas haber superado la hegemonía de la llamada revolución cultural. Su trabajo comenzó a ser valorado a partir de 1979.

Leer este texto de Gu Cheng nos acerca a un verdadero poeta: “si tú andas conmigo, / entonces puedes sumar las huellas de mis pies; / / si yo te sigo a ti, / sólo puedo ver la sombra de tu espalda”.

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El poeta Hai Zi, quien realmente se llamaba Cha Haisheng, escogió una terrible forma de morir: se acostó sobre los rieles del tren y dejó que éste lo destrozara. Había nacido el 24 de marzo de 1964. Estudió Derecho en la Universidad de Peking y dio clases en la Universidad de Ciencias Políticas y Jurídicas de China.
Se le considera como uno de los más relevantes poetas contemporáneos de China. Dejó una larga lista de poemas en los que desarrolla el sentir por la pérdida de la China agrícola. Se trata de una poesía quizás un tanto conservadora, pero de mucho brillo paisajístico.

“Canción del suicida” define su destino: “escondido en el agua de la tarde / levanta brevemente la cortina / una o dos ramas de árbol se extienden hacia acá / cuerpo, la piedra preciosa de la superficie del agua / enfrentada a la botella medio agrietada / el agua dentro de la botella no puede agrietarse (...) tú disparas el rifle, solitario regresas a la tierra natal / tú pareces una paloma / que cae en la cesta escarlata”.

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Ge Mai o Chu Fujun tomó la decisión de arrojarse a un río con una roca atada al cuerpo en la cercanía de la capital. Había superado los exámenes para ingresar a la Universidad de Peking, de donde egresó como experto en idioma chino y llegó a trabajar en la revista Literatura de China. Sin mirar a los lados, el 24 de septiembre de 1991 se lanzó a las aguas de un río próximo a Peking.

Amante del agua, escogió el agua para morir. Escalaba montañas y le gustaba viajar mucho. Escribió poesía libre, sin rima, pero también trabajó el ensayo. Destaca en sus trabajos un conocimiento del idioma y una manera muy particular de usarlo, según destaca Carrizales.

En “Señor de lo desconocido” lo podemos advertir: “Yo te escuché a ti en medio de la vida solitaria / Tu gran sonido estremece las brillantes tejas y los cultivos / Desde una oscura noche, como esa, como esa niebla densa / Yo ando el viaje de vuelta, la ruta de ese destino (...) Mas él finalmente obedece el llamado del destino: / Yo me convierto en el más joven entre el grupo de cadáveres / Pero no puedo ser el rey del grupo de cadáveres”.

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El último de los poetas estudiados por Wilfredo Carrizales es Luo Yi-He, quien nació en Peking en febrero de 1961. Sus padres fueron castigados durante la malhadada revolución cultural, y fueron enviados al exilio a la China central. Se especializó en literatura china en la Universidad de Peking. Trabajó como periodista en la revista Octubre, donde desarrolló artículos sobre poesía y novelas. Comenzó a publicar sus trabajos creativos en 1983. Participó en muchos eventos poéticos.

Luego de los acontecimientos de la plaza Tian An Men pierde la vida. Se dice que se envenenó. Contaba con sólo 28 años. Un segmento de “Lodo” dice: “Junto con el sol que brilla / Yo regreso para ser lodo / La tierra machaca mis dedos”. El símbolo es más que evidente.





Cuento: La suerte de Teodoro Méndez Acubal — por Rosario Castellanos (1925-1974) México

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—por Rosario Castellanos—

Al caminar por las calles de Jobel (con los párpados bajos como correspondía a la humildad de su persona) Teodoro Méndez Acubal encontró una moneda. Semicubierta por las basuras del suelo, sucia de lodo, opaca por el uso, había pasado inadvertida para los caxlanes. Porque los caxlanesandan con la cabeza en alto. Por orgullo, avizorando desde lejos los importantes negocios que los reclaman.

Teodoro se detuvo, más por incredulidad que por codicia. Arrodillado, con el pretexto de asegurar las correas de uno de sus caites, esperó a que ninguno lo observase para recoger su hallazgo. Precipitadamente lo escondió entre las vueltas de su faja.

Volvió a ponerse de pie, tambaleante, pues lo había tomado una especie de mareo: flojedad en las coyunturas, sequedad en la boca, la visión turbia como si sus entrañas estuvieran latiendo en medio de las cejas.

Dando tumbos de lado a lado, lo mismo que los ebrios, Teodoro echó a andar. En más de una ocasión los transeúntes lo empujaban para impedir que los atropellase. Pero el ánimo de Teodoro estaba excesivamente turbado como para cuidar de lo que sucedía en torno suyo. La moneda, oculta entre los pliegues del cinturón, lo había convertido en otro hombre. Un hombre más fuerte que antes, es verdad. Pero también más temeroso.

Se apartó un tanto de la vereda por la que regresaba a su paraje y se sentó sobre el tronco de un árbol. ¿Y si todo no hubiera sido más que un sueño? Pálido de ansiedad, Teodoro se llevó las manos al cinturón. Sí, allí estaba, dura, redonda, la moneda. Teodoro la desenvolvió, la humedeció con saliva y vaho, la frotó contra la tela de su ropa. Sobre el metal (plata debía de ser, a juzgar por su blancura) aparecieron las líneas de un perfil. Soberbio. Y alrededor letras, números, signos. Sopesándola, mordiéndola, haciéndola que tintinease, Teodoro pudo —al fin— calcular su valor.

De modo que ahora, por un golpe de suerte, se había vuelto rico. Más que si fuera dueño de un rebaño de ovejas, más que si poseyese una enorme extensión de milpas. Era tan rico como… como un caxlán. Y Teodoro se asombró de que el calor de su piel siguiera siendo el mismo.

Las imágenes de la gente de su familia (la mujer, los tres hijos, los padres ancianos) quisieron insinuarse en las ensoñaciones de Teodoro. Pero las desechó con un ademán de disgusto. No tenía por qué participar a nadie su hallazgo ni mucho menos compartirlo. Trabajaba para mantener la casa. Eso está bien, es costumbre, es obligación. Pero lo demás, lo de la suerte, era suyo. Exclusivamente suyo.

Así que cuando Teodoro llegó a su jacal y se sentó junto al rescoldo para comer, no dijo nada. Su silencio le producía vergüenza, como si callar fuera burlarse de los otros. Y como un castigo inmediato crecía, junto a la vergüenza, una sensación de soledad. Teodoro era un hombre aparte, amordazado por un secreto. Y se angustiaba con un malestar físico, un calambre en el estómago, un escalofrío en los tuétanos. ¿Por qué sufrir así? Era suficiente una palabra y aquel dolor se desvanecería. Para obligarse a no pronunciarla Teodoro palpó, a través del tejido del cinturón, el bulto que hacía el metal.

Durante la noche, desvelado, se dijo: ¿qué compraré? Porque jamás, hasta ahora, había deseado tener cosas. Estaba tan convencido de que no le pertenecían que pasaba junto a ellas sin curiosidad, sin avidez. Y ahora no iba a antojársele pensar en lo necesario, manta, machetes, sombreros. No. Eso se compra con lo que se gana. Pero Méndez Acubal no había ganado esta moneda. Era su suerte, era un regalo. Se la dieron para que jugara con ella, para que la perdiera, para que se proporcionara algo inútil y hermoso.

Teodoro no sabía nada acerca de precios. A partir de su siguiente viaje a Jobel empezó a fijarse en los tratos entre marchantes. Ambos parecían calmosos. Afectando uno, ya falta de interés, otro, ya deseo de complacencia, hablaban de reales, de tostones, de libras, de varas. De más cosas aún, que giraban vertiginosamente alrededor de la cabeza de Teodoro sin dejarse atrapar.

Fatigado, Teodoro no quiso seguir arguyendo más y se abandonó a una convicción deliciosa: la de que a cambio de la moneda de plata podía adquirir lo que quisiera.

Pasaron meses antes de que Méndez Acubal hubiese hecho su elección irrevocable. Era una figura de pasta, la estatuilla de una virgen. Fue también un hallazgo, porque la figura yacía entre el hacinamiento de objetos que decoraban el escaparate de una tienda. Desde esa ocasión Teodoro la rondaba como un enamorado. Pasaban horas y horas. Y siempre él, como un centinela, allí, junto a los vidrios.

Don Agustín Velasco, el comerciante, vigilaba con sus astutos y pequeños ojos (ojos de marticuil, como decía, entre mimos, su madre) desde el interior de la tienda.

Aun antes de que Teodoro adquiriese la costumbre de apostarse ante la fachada del establecimiento, sus facciones habían llamado la atención de don Agustín. A ningún ladino se le pierde la cara de un chamula cuando lo ha visto caminar sobre las aceras (reservadas para los caxlanes) y menos cuando camina con lentitud como quien va de paseo. No era usual que esto sucediese y don Agustín ni siquiera lo habría considerado posible. Pero ahora tuvo que admitir que las cosas podían llegar más lejos: que un indio era capaz de atreverse también a pararse ante una vitrina y contemplar lo que allí se exhibe no sólo con el aplomo del que sabe apreciar, sino con la suficiencia, un poco insolente, del comprador.

El flaco y amarillento rostro de don Agustín se arrugó en una mueca de desprecio. Que un indio adquiera en la Calle Real de Guadalupe velas para sus santos, aguardiente para sus fiestas, aperos para su trabajo, está bien. La gente que trafica con ellos no tiene sangre ni apellidos ilustres, no ha heredado fortunas y le corresponde ejercer un oficio vil. Que un indio entre en una botica para solicitar polvos de pezuña de la gran bestia, aceite guapo, unturas milagrosas, puede tolerarse. Al fin y al cabo los boticarios pertenecen a familias de medio pelo, que quisieran alzarse y alternar con las mejores y por eso es bueno que los indios los humillen frecuentando sus expendios.

Pero que un indio se vuelva de piedra frente a una joyería … Y no cualquier joyería, sino la de don Agustín Velasco, uno de los descendientes de los conquistadores, bien recibido en los mejores círculos, apreciado por sus colegas, era —por lo menos— inexplicable. A menos que…

Una sospecha comenzó a angustiarle. ¿Y si la audacia de este chamula se apoyaba en la fuerza de su tribu? No sería la primera vez, reconoció el comerciante con amargura. Rumores, ¿dónde había oído él rumores de sublevación? Rápidamente don Agustín repasó los sitios que había visitado durante los últimos días: el Palacio Episcopal, el Casino, la tertulia de doña Romelia Ochoa.

¡Qué estupidez! Don Agustín sonrió con una condescendiente burla de sí mismo. Cuánta razón tenía Su Ilustrísima, don Manuel Oropeza, cuando afirmaba que no hay pecado sin castigo. Y don Agustín, que no tenía afición por la copa ni por el tabaco, que había guardado rigurosamente la continencia, era esclavo de un vicio: la conversación.

Furtivo, acechaba los diálogos en los portales, en el mercado, en la misma Catedral. Don Agustín era el primero en enterarse de los chismes, en adivinar los escándalos y se desvivía por recibir confidencias, por ser depositario de secretos y servir intrigas. Y en las noches, después de la cena (el chocolate bien espeso con el que su madre lo premiaba de las fatigas y preocupaciones cotidianas), don Agustín asistía puntualmente a alguna pequeña reunión. Allí se charlaba, se contaban historias. De noviazgos, de pleitos por cuestiones de herencia, de súbitas e inexplicables fortunas, de duelos. Durante varias noches la plática había girado en torno de un tema: las sublevaciones de los indios. Todos los presentes habían sido testigos, víctimas, combatientes y vencedores de alguna. Recordaban detalles de los que habían sido protagonistas. Imágenes terribles que echaban a temblar a don Agustín: quince mil chamulas en pie de guerra, sitiando Ciudad Real. Las fincas saqueadas, los hombres asesinados, las mujeres (no, no, hay que ahuyentar estos malos pensamientos) las mujeres… en fin, violadas.

La victoria se inclinaba siempre al lado de los caxlanes (otra cosa hubiera sido inconcebible), pero a cambio de cuán enormes sacrificios, de qué cuantiosas pérdidas.

¿Sirve de algo la experiencia? A juzgar por ese indio parado ante el escaparate de su joyería, don Agustín decidió que no. Las habitantes de Ciudad Real, absortos en sus tareas de intereses cotidianos, olvidaban el pasado, que debía servirles de lección, y vivían como si no los amenazara ningún peligro. Don Agustín se horrorizó de tal inconciencia. La seguridad de su vida era tan frágil que había bastado la cara de un chamula, vista al través de un cristal, para hacerla añicos.

Don Agustín volvió a mirar a la calle con la inconfesada esperanza de que la figura de aquel indio ya no estuviera allí. Pero Méndez Acubal permanecía aún, inmóvil, atento.

Los transeúntes pasaban junto a él sin dar señales de alarma ni de extrañeza. Esto (y los rumores pacíficos que llegaban del fondo de la casa) devolvieron la tranquilidad a don Agustín. Ahora su espanto no encontraba justificación. Los sucesos de Cancuc, el asedio de Pedro Díaz Cuscat a Jobel, las amenazas del Pajarito, no podían repetirse. Eran otros tiempos, más seguros para la gente decente.

Y además, ¿quién iba a proporcionar armas, quién iba a acaudillar a los rebeldes? El indio que estaba aquí, aplastando la nariz contra la vidriera de la joyería, estaba solo. Y si se sobrepasaba nadie más que los coletos tenían la culpa. Ninguno estaba obligado a respetarlos si ellos mismos no se daban a respetar. Don Agustín desaprobó la conducta de sus coterráneos como si hubiera siso traicionado por ellos.

—Dicen que algunos, muy pocos con el favor de Dios, llegan hasta el punto de dar la mano a los indios. ¡A los indios, una raza de ladrones!

El calificativo cobraba en la boca de don Agustín una peculiar fuerza injuriosa. No únicamente por el sentido de la propiedad, tan desarrollado en él como en cualquiera de su profesión, sino por una circunstancia especial.

Don Agustín no tenía la franqueza de admitirlo, pero lo atormentaba la sospecha de que era un inútil. Y lo que es peor aún, su madre se la confirmaba de muchas maneras. Su actitud ante este hijo único (hijo de Santa Ana, decía), nacido cuando ya era más un estorbo que un consuelo, era de cristiana resignación. El niño —su madre y las criadas seguían llamándolo así a pesar de que don Agustín había sobrepasado la cuarentena— era muy tímido, muy apocado, muy sin iniciativa. ¡Cuántas oportunidades de realizar buenos negocios se le habían ido de entre las manos! ¡Y cuántas, de las que él consideró como tales, no resultaron a la postre más que fracasos! La fortuna de los Velascos había venido mermando considerablemente desde que don Agustín llevaba las riendas de los asuntos. Y en cuanto al prestigio de la firma, se sostenía a duras penas, gracias al respeto que en todos logró infundir el difunto a quien madre e hijo guardaban todavía luto.

¿Pero qué podía esperarse de un apulismado, de un “niño viejo”? La madre de don Agustín movía la cabeza suspirando. Y redoblaba los halagos, las condescendencias, los mimos, pues éste era su modo se sentir desdén.

Por instinto, el comerciante supo que tenía frente a sí la ocasión de demostrar a los demás, a sí mismo, su valor. Su celo, su perspicacia, resultarían evidentes para todos. Y una simple palabra —ladrón— le había proporcionado la clave: el hombre que aplastaba su nariz contra el cristal de su joyería era un ladrón. No cabía duda. Por lo demás el caso era muy común. Don Agustín recordaba innumerables anécdotas de raterías y aun de hurtos mayores atribuidos a los indios.

Satisfecho de sus deducciones don Agustín no se conformó con apercibirse a la defensa. Su sentido de la solidaridad de raza, de clase y de profesión, le obligó a comunicar sus recelos a otros comerciantes y juntos ocurrieron a la policía. El vecindario estaba sobre aviso gracias a la diligencia de don Agustín.

Pero el suscitador de aquellas preocupaciones se perdió de vista durante algún tiempo. Al cabo de las semanas volvió a aparecer en el sitio de costumbre y la misma actitud: haciendo guardia. Porque Teodoro no se atrevía a entrar. Ningún chamula había intentado nunca osadía semejante. Si él se arriesgase a ser el primero seguramente lo arrojarían a la calle antes de que uno de sus piojos ensuciara la habitación. Pero, poniéndose en la remota posibilidad de que no lo expulsasen, si le permitían permanecer en el interior de la tienda el tiempo suficiente para hablar, Teodoro no habría sabido exponer sus deseos. No entendía, no hablaba castilla. Para que se le destaparan las orejas, para que se le soltara la lengua, había estado bebiendo aceite guapo. El licor le había infundido una sensación de poder. La sangre corría, caliente y rápida, por sus venas. La facilidad movía sus músculos, dictaba sus acciones. Como en sueños traspasó el umbral de la joyería. Pero el frío y la humedad, el tufo de aire encerrado y quieto, le hicieron volver en sí con un sobresalto de terror. Desde un estuche lo fulminaba el ojo de un diamante.

—¿Qué se te ofrece, chamulita? ¿Qué se te ofrece?

Con las repeticiones don Agustín procuraba ganar tiempo. A tientas buscaba su pistola dentro del primer cajón del mostrador. El silencio del indio lo asustó más que ninguna amenaza. No se atrevía a alzar la vista hasta que tuvo el arma en la mano.

Encontró una mirada que lo paralizó. Una mirada de sorpresa, de reproche. ¿Por qué lo miraban así? Don Agustín no era culpable. Era un hombre honrado, nunca había hecho daño a nadie. ¡Y sería la primera víctima de estos indios que de pronto se habían constituido en jueces! Aquí estaba ya el verdugo, con el pie a punto de avanzar, con los dedos hurgando entre los pliegues del cinturón, prontos a extraer quién sabe qué instrumento de exterminio.

Don Agustín tenía empuñada la pistola, pero no era capaz de dispararla. Gritó pidiendo socorro a los gendarmes.

Cuando Teodoro quiso huir no pudo, porque el gentío se había aglomerado en las puertas de la tienda cortándole la retirada. Vociferaciones, gestos, rostros iracundos. Los gendarmes sacudían al indio, hacían preguntas, lo registraban. Cuando la moneda de plata apareció entre los pliegues de su faja, un alarido de triunfo enardecía a la multitud. Don Agustín hacía ademanes vehementes mostrando la moneda. Los gritos le hinchaban el cuello.

—¡Ladrón! ¡Ladrón!

Teodoro Méndez Acubal fue llevado a la cárcel. Como la acusación que pesaba sobre él era muy común, ninguno de los funcionarios se dio prisa por conocer su causa. El expediente se volvió amarillo en los estantes de la delegación.





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(Cuentos Mexicanos, Antología; Santillana Ediciones Generales, S.A. de C.V., 2004; México, D.F.;
© “La suerte de Teodoro Méndez Acubal”, en Ciudad Real, Rosario Castellanos, 1960.






Instrucciones para volver a Cortázar: Todos los juegos, el juego

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—por Alberto Hernández—
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Julio Cortázar sube una escalera y se pregunta quién lo sigue. Se vuelve ligeramente y “un” alguien verdoso y pequeño le sonríe. Cortázar sabe que está en la página 126 y no halla cómo salir. Cómo despegar de una vez y hacerse invisible. El juego ha comenzado. Pero confunde, bizquea y resuelve hacerle frente al objeto no identificado que lo intercepta:

“Gran idiota”, dice el fama, “no había que preguntar. Desde ahora lavarás mis pañuelos y yo ahorraré dinero”.

Es de imaginar que el autor, Julio Cortázar, sonreía cuando terminó este breve relato del libro Historias de cronopios y de famas, un tanto traído por los pelos como todas las cosas de los sueños. Se trata de un libro incalificable. Humor, ironía, fábula, realidad, surrealidad sirven para cifrar algunas propuestas que nos acerquen a él, y si no ocurre, mucho mejor. Las páginas hacen el resto hasta la 155.

2
Desde esa entrada heideggeriana, Cortázar crea lo “metafísico-maravilloso”. O, según el decir de Manuel Durand, lo “maravilloso-biológico”, porque funda —en una atmósfera alucinante— un zoológico a través de nuevas palabras que se insertan en su estilo y en su español. Esa segunda parte del juego, donde lo lúdico, el ejercicio práctico de la imaginación, convierte a los objetos en verdaderos instrumentos de creación, desde una narratividad que cuestiona la realidad y la supera. Jamás hemos dejado de saltar la cuerda y mucho menos soñar que el columpio nos pertenece. Y hasta envidia sentimos cuando los niños no nos prestan el tobogán. Julio Cortázar apuesta al tobogán. Imagina los personajes que no le permitan envejecer. Eterniza el juego, porque la responsabilidad de quien crea, según la puesta en escena del existencialismo, es hacer el juego, motivar la existencia lúdica. De eso Cortázar hizo burla y literatura. Que podría ser lo mismo. Burla para crear y literatura para imaginar la gran trampa de su lenguaje.

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El tercer capítulo del juego/trampa de Cortázar se materializa en la no definición de sus personajes. Los cronopios, famas y esperanzas son objetos, pero juegan, hablan, se mueven. Hay conciencia en ellos, pero el autor no nos dice qué son ciertamente. Deja el juego en la adivinanza. O mejor, en el acertijo, porque presumimos que son claves que forman parte de eso que llaman el glíglico, es decir, construir un universo lingüístico desde palabras del idioma que usa. Pero son romper con la estructura sintáctica. Hablamos —entonces— de un lenguaje/juego. Un español, un castellano lúdico que nos hace cómplices —hasta culpables o inocentes— según vaya nuestro gusto, de la ingenuidad de esa intuición de fundar otro idioma desde el propio. Rayuela teoriza sobre este mismo tema en sus personajes: Gregorovius, Oliveira, Morelli. Totalidad imaginaria.

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La cuarta instancia del juego cortazariano en Historias de cronopios y de famas (idea que se puede usar en Rayuela) es la concepción de universalidad, de totalidad. Fondo que nos conduce a una síntesis, a un sentido transmutante. El juego cambia el ánimo y el espacio, es una responsabilidad, un destino. Para Cortázar la poética de su trabajo literario reposaba sobre esa base. El juego, ejercicio de la inteligencia. Por eso cada escalón, cada subida, cada ascenso, es una tentación. “Las escaleras se suben de frente”, y el juego, entre otros, que obliga a ocultar la cara es, precisamente, el escondido. La mayoría de los divertimentos infantiles se hacen de frente; hacia el al revés es difícil. Pero Cortázar nos hace imaginar una escalera para subirla de espalda. Nos entrega unos “objetos-quienes” que tienen sensibilidad, que danzan y se enfrentan, como en los juegos con los cuales inventamos un compañero o compañera a la muñeca huérfana. ¿Simbolismo, alegorismo, fabulismo, trampa que esconde alguna clave del horror? Nos quedamos con la idea de que, sin querer manejar la hipótesis de una temática, se aproximan a la burla, al humor, a la corrosión elusiva. O en mejores términos, a la absoluta libertad de ejercer la inteligencia como Dios o el Diablo mandan.

5
Borges, efecto espiral. “Pierre Menard, autor del Quijote”, también es Morelli. Aquella cita: “La literatura ya está escrita, sólo que los grandes autores son glosados; ser, los escritores, autores”. Los temas, el mundo gira y se repite. Así, cambiar no al hombre abstracto sino al lector concreto. El universo de las letras en nombres como los de Baudelaire, Mallarmé (desde la perspectiva de la crítica moderna) y el surrealismo, Joyce, Ezra Pound (desde el ángulo de la llamada crisis naturalista), crean el gran edificio del lenguaje, la utopía más añorada por la escritura, por los fabuladores y los poetas: la magia, la armadura encantatoria del verbo, un mundo que convoque y acerque más a la invención.

6
Esta utopía (haber escrito Rayuela, Historias de cronopios...) que ya no lo es porque es la realidad, y ninguna utopía, por serlo, no puede ni debe cumplirse, más allá de que si ocurre deja de serlo. Se hace realidad: tragedia o comedia. Vida o muerte. De esta manera entramos con Henri Michaux, Maurice Blanchot, a quienes Cortázar frecuentó en lecturas desde su nacionalidad en el francés.

Ha sucedido que Cortázar desechó la amargura que invadió a Michaux y creó personajes antipódicos, muy destacados por un destino real y manido: el bien y el mal, pero matizados por una atmósfera que los coloca en medio de cierto simbolismo a veces rechazado. Ese maravilloso-metafísico, capaz de erigirse en la fábula viviente, destacó la conciencia de unos extraños objetos/seres que sienten y hablan para no ser oídos y se trasmutan en la lectura que hacemos de ellos.

7
La polifonía de Cortázar se hace más musical en Historias de cronopios y de famas porque sus voces no se identifican en los personajes que felizmente inventó. No son personajes como tales. Son varios Cortázar en una mofa permanente. Interroga desde un sentido que crea una magnífica fuerza fabuladora e imaginaria. Desde un afuera que conmina a los “personajes” a ser objetos, simulaciones. Como Morelli, cada cronopio, cada fama y cada esperanza es su propio narrador, desde las peripecias y juegos propuestos por un espectador de primera línea. Es decir, el otro yo del doctor Merengue. Es decir, Julio Cortázar.







JOSÉ EMILIO PACHECO: La rueda del silencio

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—Alberto Hernández—

1
Rueda el mundo, desmedido, por un pedregal. Rueda sin tiempo, amargado, rotundo y seco. Los relojes se detienen en la hora exacta. La tragedia emerge de la pantalla y se instala en los ojos de quien se dirá testigo del futuro. El pesimismo, el Apocalipsis atado a los brazos de un Juan Liscano silencioso.

En medio del polvo un libro nos enseña sus páginas. Giran, pasan violentamente por la fuerza del viento. Alguien a lo lejos, lo que queda de él, suerte de fantasma ciego, empuja la niebla de sus ojos. El calentamiento del espíritu no es una noticia sin fuente. Un poema revisa las inundaciones, el desierto universal, la muerte aún tibia a la orilla del desastre. Catástrofes interiores. El pesimismo nos hace ver sin mirada: carbonizados por el miedo, la herida de un cuchillo traza marcas sobre el ardor de la piel. Quién nos contará con detalles lo que pasó. Qué notario, qué cronista, qué contralor señalará los signos de la derrota. Los datos del tiempo. La quebradura de la geografía. Un hueco profundo espera el eco de los pétalos de Ezra Pound. Por allá lo dice de otra forma José Emilio Pacheco:

No el fin del mundo,
sí de este mundo,
el trueno que en la sombra se escucha hondo.
Ahora estamos a la intemperie.
Somos los dueños del vacío.

Foto Rogelio Cuéllar
2
Quien pretenda engañarse se topará con la desolación. Rueda bajo el influjo de la luna. El silencio arbitra el desalojo. Alguien que se creía ciudadano es sólo perfil, osamenta, relación de cuenta. Nada es permanente: “Sólo es eterno el fuego que nos mira vivir. / Sólo perdura la ceniza. / Funda y fecunda la transformación, / el incesante cambio que manda en todo. // Sólo el cambio no cambia y su permanencia / es nuestra finitud. // Hay que aceptarla y asumirla: ser / del instante, / material dispuesto / a seguir en la rueda del hoy aquí // y mañana en ninguna parte”. El poeta mexicano se acoge al eco de Erich Freíd: “De quien te dice: tengo miedo, / no dudes. / De quien te dice que no duda, / ten miedo”.

Vuelve el hombre a su esquina preferida. Vuelve a la calle, mira el universo a través de las hojas de un inmenso árbol seco. Las frutillas muertas cubren el suelo. Una hojarasca imprecisa remeda la estación del fin. ¿O es el comienzo del siglo, de este siglo que algún día terminará con nosotros? La plazoleta, atendida por la miseria, se mueve frente a los ojos del hombre. Se mueve de lugar, se aleja. El mareo metafísico, la redondez de la maldición. La tierra, la rueda del silencio. De noche, la luna lima sus puntas. Quien se sienta en la acera, solo, extraña el bullicio de las prostitutas. La osadía de los carteristas. La gratitud de los asaltantes. Un veterano homicida, frecuentador de cárceles, añora su visibilidad. La poesía, la rueca de quien llora el calambre de esta transición. Un “nuevo orden” atestigua frente a un juez denigrante:

Lo acumulado se rebela en caos,
secuestro bajo la muchedumbre ingobernable
de papeles y objetos.
No hay que rendirse al pasado
sino echar por la borda el lastre.
Lo que fue hecho para frenar el instante
se transforma en cadáver de aquel instante.
Vivir ligeros, sin souvenirs, sin archivos.
Lo que ha sido se ha ido.
Ya se fue.
El mañana
vendrá como quiera y sin miramientos.
Sobre todo sin miramientos.

Foto Cuartoscuro/Archivo
3
En el desierto cósmico, “en la ignorancia a medias de un idioma”, la aventura de vivir es un diagnóstico. Alguien pronuncia una palabra, el viento la borra. No hay oído que pueda oírla, que pueda sacudirla por el pecho y hacerla entender que no hay quien la oiga. Que no hay destino, que la rueda del silencio se ha apoderado del mareo de los que una vez paseaban por el parque o inventaban otro mundo. Aquí la poesía vuelve a su sitio: contempla, ríe, llora, se busca en algún rincón de un símil. Así, entre los espasmos propios de quienes agonizan, escuchamos a José Emilio Pacheco en un salón atestado de duendes: “Nuestro mundo se ha vuelto desechable”, dijo con amargura. “Así, lo más notable / en el planeta entero / es que los hacedores de basura / somos pasto sin fin del basurero”.

Al final de la pesadilla, al terminar el vacío e iniciarse la conciencia, la palabra se detiene en un lugar a beber agua, la poca que encuentra anida los parásitos dejados por la huida. Respirar debilita, anuda al tronco muerto de lo que fuera un árbol orgulloso.

El aire está en tiempo presente.
La luna por definición en pasado.
Tenues conjugaciones de la noche.
El porvenir ya se urde
en los fuegos que hacen el alba.
Invisible para nosotros, porvenir nuestro,
como otro sol en la maleza del día.

Recreación de la palabra. El mundo no merece un análisis. El poema se pasea orondo. Rubrica su soledad bajo una luna rota a pedradas por el fanatismo. Las consignas de la muerte regresan de la muerte. Un ojo gigante desmesurado, miope y sucio, intenta lamer el alma de los desasistidos de la ley. El presente festeja en el barro pegado a los cascos de las bestias que regresan del pasado.

La rueda del silencio, la ubicuidad de la palabra. El silencio. El poema.





homenaje a JUAN GELMAN, PROSA Y EPITAFIO

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—Alberto Hernández—

1.—
El 28 de diciembre de 1997, en limpia y clara prosa, el poeta argentino Juan Gelman escribió: “Es dudoso que los hijos de militares y miembros de las fuerzas de seguridad hayan tenido alguna vez una nítida noción del papel activo que sus padres desempeñaron en el genocidio argentino”.

Durante muchos años Gelman buscó en todos los escondrijos de la maldad los restos de su hijo y de su nuera. Por eso dejó esas líneas dedicadas a los hijos de los asesinos de su descendencia. Más adelante respiró estas palabras: “Mucho silencio debe haber reinado ahí. Pero ellos no reconocen sus errores y sus crímenes no ayudan a sus hijos a no caer en la repetición. Tales padres mutilan a sus hijos, los encierran en un círculo de muerte sin derecho alguno”.

Largas páginas recorrieron el dolor de este hombre considerado uno de los poetas más importantes de nuestra cultura. Su pesar no logró ensombrecer su afán por encontrar los restos de su gente, y su poesía se iluminó en medio de tanta estulticia y desazón. Su prosa, casi despojada de imágenes poéticas, más cercana al periodismo, no dejó de pasearse por el amplio universo de su formación como ser humano, como artista y como político. Su vejez fue marcada por heridas y cicatrices, gritos, susurros y silencios que recorrieron con absoluta impunidad campos y ciudades de nuestra malhadada América del Sur.

En Nueva prosa de prensa (Javier Vergara Editor, colección Textos Libres, Buenos Aires, 1999) el poeta y periodista plasmó en pleno ese dolor, pero también reflexiones que ocuparon todos los temas. Un inventario en el que el lector puede darse el lujo de degustar la prosa de este hombre recién desaparecido en México. Un poeta que se desangra en prosa. Un poeta que hace de la prosa una gran aventura y descubre el hombre de carne y hueso que ambula por la tierra buscándose, deshaciéndose en la memoria de quienes fueron vilmente asesinados por la dictadura militar de aquellos años perversos del Cono Sur de América latina.

Gelman en 2007
2.—
Toda esa historia, conocida por muchos lectores, desemboca en una obra donde la tristeza, la ternura y hasta la amargura constituyen la temática de una vida creadora. Sus treinta libros, traducidos a diez idiomas, dan cuenta de esa fuerza para dejar marcada la huella de su estropeada existencia. Pero fue a través de la prosa como denunció ante el mundo los atropellos contra su familia, contra los argentinos, contra los países más sureños de América. En su poesía hay otras cosas: está el amor, la sencillez de la existencia, pequeños utensilios de la memoria. No hay miedo, no hay resentimiento, no hay dislocamientos sociales. Es una poesía que alberga al ser humano desde los sonidos de la esperanza, del aire existencial, de la rutina de personajes y asuntos vagos que se convierten en el diálogo con lectores y fantasmas cuya invisibilidad promueven la plenitud de la poesía misma.

Un breve recorrido por Nueva prosa de prensa nos descubre ante temas políticos, literarios, íntimos, musicales, plásticos, crónicas que podrían parecer triviales, revelaciones personales. Y hasta guiones teatrales. También poetas y narradores de todos los ámbitos terrestres. Toda una geografía que hace que su poesía se fortalezca porque el trabajo intelectual del diario devenir periodístico funda una nueva capacidad: escribir una poesía desde el otro lado, desde el lado opuesto de la rabia, desde el lado opuesto del dolor, desde el lado contrario de la mirada dura que estudia la muerte de frente.

3.—
Un ejemplo de los tantos que podríamos usar, está en el texto “Sentimientos”: “Hay sentimientos de grandeza sobrecogedora en la literatura trágica universal. “Mi ira no me olvida”, exclama la Electra de Sófocles con dolor por la muerte del padre, Agamenón, y cólera porque ha sido asesinado por Clitemnestra, la esposa adúltera, la madre”. Gelman recorre su dolor por el contenido doloroso de la cultura, por la atmósfera de quienes crearon la muerte clásica, lectura de la propia muerte, tan cercana. Más adelante aguza: “Esos momentos no escasean  en los dramas de Shakespeare y uno es particularmente  conmovedor. Anuncian a Macduff que Macbeth ha asesinado a su mujer y sus hijos, Malcolm lo exhorta  a la venganza y el abrumado padre dice: “¡Él no tiene hijos¡”. La venganza es imposible”.

Este cierre define, traza el espíritu del autor de En abierta oscuridad, que supo hacer de la justicia su pan de cada día. Finalmente encontró parte de la carne perdida, toda el alma de quien después se acurrucó en su voz hasta la muerte de estos días, su nieta Macarena, quien habitaba en Otromundo.

Un día dijo: “Yo no me voy a avergonzar de mis tristezas”.
Para despedirse versó su epitafio:
Un pájaro vivía en mí.
Una flor viajaba en mi sangre. Mi corazón era un violín.
Quise o no quise. Pero a veces
me quisieron. También a mí
me alegraban: la primavera,
las manos juntas, lo feliz.
¡Digo quen el hombre debe serlo¡
Aquí yace un pájaro.
Una flor.
Un violín.

Su poesía y su prosa, su “prosía”, para inventar el instante de una palabra nueva, viajan hoy con las cenizas de su cuerpo lanzadas a un río mexicano. Palabras en una corriente que darán a la mar.





Cavafy, de taberna en taberna

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—por Alberto Hernández—

Photo: The Cavafy Archive
I
La noche tuerce el destino. Al trote del tiempo, la imagen de un borracho recostado de su último impulso. El horario de la muerte empuja hacia la madrugada. En Ítaca como en Maracay nos abruma un poema, nos arrastra con sus caballos enloquecidos por aceras y puentes derribados. Que no quede deidad bajo los cielos, cabría oírle a Emile Teste al hablar de Cavafy y otorgarle aquella hermosa imagen aún fresca sobre el friso de todas las ciudades: “místico sin dios”. La certeza no es casual. Un heleno multiplicador de mitos. Un heleno que yuxtapone voces, personajes, instancias, momentos, soledades. Sin dios. Místico. ¿Se trata de esconderse del misterio de los cielos o de buscar sin descanso al Alguien deseado? En definitiva, Dios siempre anda desnudo y más a los ojos de un poeta. Quien esgrime este atentado, esta lectura, sabe que le espera un verso, una puerta abierta donde la bohemia reúne todos los fantasmas.

“Debía ser la una de la madrugada, / o la una y media. / En un rincón de la taberna, / detrás de un tabique de madera. / Sólo nosotros dos, en el local totalmente vacío. / Lo iluminaba apenas una lámpara de petróleo. / A la puerta, cansado de tanto velar, dormía el camarero”.


II
La lumbre se agita contra el viento que entra y sale del lugar. El poeta, acosado por la viudez de las horas, intenta un balbuceo. La boca, cerrada al estrépito de una ventana rota, pronuncia un juego de sonidos: “A permanecer”. La frontera del país que lo aprisiona corre con los ruidos de la tierra. La soledad lo salva de la mirada de un ebrio que en el fondo de la taberna se responde preguntas. El plural de las líneas no es nada extraño en soledad: se vive con el yo. Se vive en dos estados de muerte: el yo y quien vive sabiéndose yo u otro.

“Nadie nos veía. Pero, de todos modos, / estábamos ya tan excitados / que no éramos capaces de cautelas. / / Semiabrimos nuestras ropas —no eran muchas, / pues ardía el divino mes de julio”.

Sin embargo llovía aquí en el trópico. Un solo poeta en la calle basta para saber cuán desolados vivimos. Un hombre amparado por sus cuadernos es suficiente para sabernos perdidos. En esta ciudad nadie resucita en medio de la madrugada. No obstante, el poeta sin dios entra y sale de los lugares prohibidos, sueña bajo el farol de una esquina. Atiende con amabilidad los duendes de sus zapatos y sabe decirle amor o puta a una mujer nocturna.

Era julio. Sigue siendo julio. O mejor, siempre es julio. Siempre es poesía. Una maldición.


Portrait of Cavafy taken around 1890
III
“Oh gozo de la carne por entre / ropas entreabiertas; / rápido desnudar de la carne: su imagen / ha atravesado veintiséis años y viene ahora / a permanecer en estos versos”. Carne prohibida. Carne del otro, concebida hasta el último sonido del poema.

Ya en la calle, el texto se bifurca, es otro. Y así, dos poemas, dos momentos, dos pecados. La taberna sigue en el mismo sitio y hasta se multiplica en el portal de otra que una cuadra más adelante se abre entre ventanas. Camina entre rostros. La hojarasca de un otoño imposible deja la lluvia de julio y revienta en olores.

“Su simpática cara, un tanto pálida; / sus ojos marrones, como ojerosos; / de veinticinco años, pero más bien aparenta veinte; / con algo de artista en el vestir / —algo en el color de la corbata, la forma del cuello—, camina por la calle a la ventura, / como hipnotizado aún por el placer prohibido, / el placer tan prohibido que acaba de obtener”.

¿Qué destino tenía en proyecto el hombre, el poeta miserable, el recóndito, el de los libros suministrados por los dioses que no están en su agenda de creencias? Mentira, nada se ha torcido. Es el mismo destino: el tiempo sabe mucho, suda bajo las manecillas del reloj, soporta el sonido perfecto de la maquinaria diminuta del tiempo. El poeta se mira los zapatos. La lluvia corre hecha forma por las sucias calles. Más allá del poema pensado, un asesino arrastra sus cuchillos. Trae la muerte en el filo de un puñal.

¿Qué puede hacer Platón ante un homicida? Cavafy escribe: “Aquí somos una mezcla: sirios, griegos, armenios, medos. / Y así es Remón. Sin embargo, ayer, cuando la luna / iluminaba su amoroso rostro, / nuestro pensamiento se remontó al Carmides de Platón”.

Una hoja de cuaderno empoemado se aleja del solitario. Piensa en la enfermedad de Clitos. La fiebre de Alejandría se ocupa de los vivos. Los muertos disfrutan del olvido.

El demonio ambula por esta ciudad. Un poeta entra y sale de una taberna. Maldice los relámpagos. Cambia de sitio en la calle. Regresa a sus asuntos sobre una mesa impregnada de vilezas y bondades.


Manuscrito del poema "Thermopyles"







Alfonso Reyes y América Latina - el cuerpo cultural, integración y utopía

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-por Gregory Zambrano-

Supo bien aquel arte que ninguno
supo del todo, ni Simbad ni Ulises,
que es pasar de un país a otros países
y estar íntegramente en cada uno
Jorge Luis Borges

Mucho se ha señalado el hecho de que a Alfonso Reyes se le admira e incluso venera, como a un clásico. Esto tiene una doble lectura, la de una conciencia real de modelo, y la de una permanencia en un nicho al que sólo se acude por voluntad impuesta, o por mero ejercicio de curiosidad intelectual. En todo caso, se suele afirmar que no se lee suficientemente. Sin embargo, hay un sentido de permanencia en esa legibilidad que se sustenta en la sólida catadura de su palabra, en sus conceptos que más que bien aprendidos, mejor enseñan. Y sin acudir a la pompa terminológica ni al fárrago que él mismo se encargó de cuestionar. En su vasta obra crítica, filológica, ensayística y poética, se permea un trabajo intelectual, en el amplio sentido de la frase, ejercido con el denuedo, la honestidad y la exigencia que transmuta el oficio en un acto de vivir, en experiencia literaria, como bien lo revela su luminoso libro de 1942.

Pero esa conciencia creadora tiene, entre otros correlatos que pasan por la amplísima erudición del regiomontano, la comprensión y la síntesis cultural de lo que América Latina representa como unidad y al mismo tiempo como diversidad, más allá de una realidad geográfica, política o social, sustentada sobre el denominador común del idioma. En primer lugar, se trata de recuperar un locus de enunciación en el que puede reconocerse el hombre americano. Así, él mismo fija ese locus en la recuperación imaginística, social y antropológica de su "Visión de Anáhuac 1519" (1917), en el cual no hay una perspectiva nostálgica sino más bien esperanzada, de puertas abiertas hacia el futuro, que él interpreta desde el presente. Allí se halla el soporte de un arco que se tensa hacia el presente, conciliándolo con una perspectiva sostenida hacia adelante, esto es, en clave utópica, proyectada hacia un mundo mejor. La historia es vista como un continuum donde no es posible el recorte interesado o la fragmentación inducida por asuntos coyunturales de interés inmediatista. Se trata de ver, antes que el desmoronamiento de aquellas estructuras el devenir de los hombres que las crearon, los rasgos desorientados del presente y las carencias que en el plano moral y político engendran otras taras sociales. Con todo su rigor instrumental no deja que se le escape su vuelo poético, su compromiso con la lengua creadora: "Préstenos la imaginación su caballo con alas y recorramos la historia del mundo en tres minutos", nos dice en su ensayo "Capricho de América" (Reyes “Capricho de América” 227). Reyes es el lector de ese pasado y su lectura es eminentemente histórica. Ese sentido de leer lo propio es lo que tiene de novedoso, de pujante y decidor. Su lectura pasa por la aceptación de los impactos, del choque cultural con España y por extensión con la Europa toda. Y de ese choque, lo que quedó impregnado de una naturaleza nueva, impresionante, muy lejanamente intuida, es lo que abole definitivamente la perspectiva narcisista, purista, con la que se ha pretendido vender una imagen latinoamericana más o menos caricaturesca, cuando no folklórica, pasada por el tamiz de la "autoctonía" y de la "identidad".
Alfonso Reyes comprende la heterogeneidad conflictiva que nos compone como pueblo, que se nombra en la lengua impuesta y reclama nuevas palabras para comprenderla. En ese sentido, Reyes recupera el llamado de atención que tempranamente lanzó Andrés Bello desde Londres, en 1823 con su "Alocución a la poesía", y en 1826 con la silva "A la agricultura de la Zona Tórrida", donde motiva a la intelectualidad a crear desde lo propio, a no imitar servilmente los modelos europeos. Con este llamado, al decir de Pedro Henríquez Ureña, se estaba formalizando el primer manifiesto de independencia cultural (98-­115). -con lo cual ha estado de acuerdo buena parte de la historiográfica literaria y cultural del continente-. La palabra de Bello asimilaba, transformaba y actualizaba una larga tradición que había aprendido de Europa, y desde la cual intentaba, utilizando un molde clásico, nombrar con palabras nuevas una realidad antigua, distinta, suficiente. Ese reconocimiento y esa conciencia predicada por Andrés Bello fue no sólo asimilada sino fortalecida y más aún profundizada por pensadores como José Martí, José Enrique Rodó, Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña, José Vasconcelos, José Carlos Mariátegui, Mariano Picón-Salas y más recientemente, por intelectuales como Baldomero Sanín Cano y Ángel Rama. Hay en todo el continente un mirador desde el cual superponer los planos temporales y espaciales. Pensar en grande significaba sintonizar los tiempos históricos sin complejos ni culpas. Allí Alfonso Reyes es profundamente realista en el sentido cosmopolita. Es decir, consciente de la riqueza múltiple, compleja, contradictoria de las fuentes de las que bebe. Allí radica también su universalismo. Más aún, un cosmopolitismo que se erige contra provincianismos castradores, y contra una visión auto compasiva de quien sólo se ve a sí mismo con mirada acomplejada y peor aún, derrotada. Su mirada contradice la de aquel aldeano vanidoso quien creía que el mundo era su aldea y con tal que él quedara de alcalde o le mortificara al vecino que le quitó la novia, o le crecieran en la alcancía los ahorros, ya daba por bueno el orden universal, como decía José Martí en su ensayo "Nuestra América" (519-527), al contrario, de muy sobria catadura es el cosmopolitismo de Alfonso Reyes. Es, como señala Rafael Gutiérrez Girardot, "asimilación, confrontación y suscitación”. El cosmopolitismo de Alfonso Reyes es lo que constituye el fundamento y el mandamiento de todo trabajo intelectual y científico, es decir, el reconocimiento de que el pensamiento es libre, de que no tiene fronteras y de que sin esa universalidad postulativa, “el pensamiento se sofoca y se provincianiza, se priva de su más fuerte impulso" (XXII). Si decimos que esa mirada del mundo funda una nueva utopía más allá de esa que ampliara en la mentalidad renacentista de los conquistadores la "tierra de promisión", comprenderemos que el pensamiento de Reyes está anclado en una mirada amplia de lo cultural, de lo social, de lo político por encima de los nacionalismos, apuntando hacia una futura asociación de los pueblos.

Arte y estilo
A un pensamiento claro, lúcido, corresponde una expresión directa, amable, despojada de artificios retóricos. Una página, cualquier página de Alfonso Reyes incluso las de su reflexión teórica en torno de la literatura evoca claridad, revela la riqueza de su pensamiento y, sobre todo, la condescendencia, la consideración para con su lector. Su estilo es expresión cabal de su reconocimiento del otro. Y de allí el sentido de amplitud cuando convoca a su lector a una aventura intelectual, que se convierte de manera plena en un ejercicio libre del saber. En su prosa confluyen estilos y muchos géneros de manera simultánea. Más que tratado, más que ensayo, más que relato, hay un sentido "poiético", es decir, creativo, de las potencialidades del lenguaje, que no marcan de manera rígida un perfil genérico definido sino que, al contrario, conllevan la síntesis de todo lo leído, de todo lo sabido, que se quiere compartir sin petulancias ni ampulosidades. Por ello, su prosa despierta fascinación, goce, pero también reflexión e inquietud. Cada palabra precisa, en su lugar, cada giro, cada frase correctísima, invita a la lectura consciente de la construcción gramatical, y nos prodiga con singular generosidad la belleza intrínseca de una expresión bien lograda. En ello radica el hecho reconocido y agradecido por tantos de sus lectores que la lectura de alguna página de Alfonso Reyes, y en especial las escritas sobre la historia cultural de nuestro continente, es al mismo tiempo la invitación para una relectura sostenida y gozosa. Serían muchos los ejemplos que pudiéramos señalar. Basten aquí el de las pequeñas obras maestras tituladas "México en una nuez", "El Brasil en una castaña", o el magistral resumen de historia americana que es su "Última Tule”.

América es una utopía
"La declinación de nuestra América es segura como la de un astro. Empezó siendo un ideal y sigue siendo un ideal. América es una utopía" (Reyes, "El destino de América", 225), nos dice el humanista. ¿Cuál es, entonces, ese sentido utópico que se funda en el pensamiento y se concreta en la obra de Alfonso Reyes? Pues esa misma que cimentó sus proyecciones recurrentes desde el pasado: la fe en una vida mejor, más justa y humana. A esta utopía no se puede renunciar y Reyes no lo hace. Tampoco debemos nosotros renunciar como herederos de ese desvelo. La utopía basada en un futuro promisorio radica en creer que de la abundancia colectiva nacerá mayor equidad y sentido de justicia. Por supuesto que no hay la panacea, existe el sueño, la vocación optimista. Reyes pensaba en un "lugar de promisión, donde se realice la felicidad a que todos aspiran bajo diversos nombres. Hoy por hoy, el Continente se deja abarcar en una esperanza y se ofrece a Europa como una reserva de humanidad" (225). Utopía no son los Estados Unidos en su orden rígido y sus previsiones, tampoco su tecnología, su abundancia material y sus miedos contagiosos. Ni es la guerra para subyugar a otros pueblos e imponer una verdad única. Ni es la utopía apoltronada en una burocracia mal llamada socialista en la cual han sucumbido tantos sueños y se han impuesto el silencio, la censura y el miedo como formas de vida. Ni los emergentes adalides del socialismo del siglo XXI, que justifican la pobreza mientras se hunden en la opulencia, pontifican durante horas interminables con su verdad única, miope e inmediatista, y envilecen a todo un pueblo que todavía compra promesas y recibe a cambio una limosna con la que sacia su hambre de pan por unos días, se da por satisfecho y se dispone defender a sangre y fuego al nuevo mesías. La utopía de Alfonso Reyes no tiene límites en el tiempo, ni en el espacio, va más allá de los principios de justicia social, tolerancia, libertad y progreso moral (que) subyace en toda utopía (Gutiérrez Girardot XXXIV). Tiene que ver con el sentido de transparencia. Si las utopías han caído en descrédito, y todo pareciera girar hoy en día en torno a las leyes del mercado, el dinero, el poder político y mediático, una hojeada. Una lectura atenta a un ensayo de Reyes, justifica el valor de esa utopía reactualizada. Aprender, comprender, saber, hacer, son formas de una utopía que, como la de Reyes, nos hacen creer y desear un mundo mejor. Quizás no lo podamos ver nosotros, quizás lejos esté la redención y se mantenga viva la expectativa que se creó hace ya muchos años en torno al Nuevo Mundo. Porque se sigue diciendo que América Latina es el continente de la esperanza. Algún día los países que conforman esta parte del mundo dejarán de ser noticia solamente por la violencia, la corrupción, la infancia desnutrida y abandonada, las mujeres maltratadas o asesinadas, los políticos huyendo con el botín después o en ejercicio de altos cargos. ¿Hasta cuándo la confianza traicionada? No hace falta más que mirar un poco alrededor o dejarse envolver por los medios de comunicación, o sumergirse en Internet para convercemos cada día y de manera inmediata de que este presente no puede ser el punto de llegada, la teleología de una visión pesimista. La obra de Alfonso Reyes sustenta una fe en que esa utopía algún día será realidad y que por lo tanto, no debemos renunciar a ella. La utopía de América es también, como en Pedro Henríquez Ureña, creer que no sólo hay que procurar un mundo mejor, alcanzarlo, sino lograr su permanencia, y sea el continuum que moldee el presente que subyace, implícito, en el mañana. Y como le decía Picón­ Salas en una de sus cartas: "en nuestro Continente desmesurado y caótico necesitamos esta labor de coordinación, esta alquimia de valores. Bien por el humanismo de Alfonso Reyes cuya voluntad de cultura se sitúa más allá reaccionarismo y la demagogia criolla"(Zambrano 51). La autonomía literaria latinoamericana, como llamó Ángel Rama al proceso de autorreconocimiento en forma y fondo, de una especificidad histórica que se sustenta en la lengua, es una tarea pendiente que dará justificación al proceso de ruptura y construcción de un nuevo orden político-social que irrumpió con la creación de los estados nacionales, lo cual legitimó el largo y traumático proceso de las luchas de independencia y que hoy, para muchos países, revive la ilusión de volver al vientre materno, y buscar la madre patria. Es, con varios matices, lo que se ha dado en llamar "el retorno de las carabelas", con que sueñan muchos connacionales que buscan o fabrican sus filiaciones con los padres de ultramar, para hacerse de un pasaporte comunitario que les haga posible el bienestar material, la tranquilidad económica y también política. Esto equivaldría, con todas las diferencias y contradicciones, a anhelar un sueño posible -una forma de utopía, como muchos lo intentan cada día- al otro lado del Río Bravo. Mariano Picón-Salas hablaba de una tradición dinámica que refundía el pasado en el presente, lo actualizaba y enriquecía, frente a una tradición estática que solamente se regodeaba en las glorias del pasado (Picón-Salas "Pequeño tratado de la tradición"(87-99). Glorias que eran militares, héroes que habían obedecido a su tiempo con el principio de las armas.
Hacía falta instaurar una tradición dinámica que dejara en claro el aporte de los otros héroes, los civiles, esos que tuvieron ideas y proyectos, que aportaron sus haberes y saberes como formas invaluables de un gran capital humano. En ese orden está la obra de Alfonso Reyes, que por encima de toda actualidad representa, en ejemplo y magisterio, "un ethos intelectual y político. El ethos de la transparencia, de la honradez intelectual, de la conciencia serena de patria, de la lucidez, es decir, un ethos que insiste con pasión, cortesía y elegancia en mantener viva y en enriquecer la tradición latinoamericana fundada por los libertadores" (Gutiérrez Girardot XLII). Los recientes esfuerzos por consolidar los mercados comunes en América del Sur, los alcances políticos de las medidas de integración que se llevan a cabo desde la Corporación Andina de Fomento, los impulsos de vinculación de Brasil hacia el resto del continente, son síntomas de que el camino posible de nuestros países sigue el riel de la apertura, el diálogo y el intercambio. Economía, cultura, política son nuevos rostros de una utopía integracionista que se cimentó en el siglo XIX y que apenas en la aurora del XXI comienza a verse como una posible realidad. Alfonso Reyes, contribuyó con su pensamiento y esfuerzo personal a delimitar los caminos de esa necesaria unión para posibilitar alianzas entre la cultura de los pueblos. Él estaba consciente de la necesidad de diálogo e intercambio, mantuvo su fe en el trasiego cultural, sustentado en una gran ventaja: la del idioma común. Para Reyes "La cultura americana es la única que podrá ignorar, en principio, las murallas nacionales y étnicas [...] Las naciones americanas no son, entre sí tan extranjeras como las naciones de otros continentes. Tres siglos de elaboración; un siglo de azarosos tanteos, desatados por las independencias y las nuevas organizaciones; medio siglo más de coherencia y cooperación. Tal es, en su perspectiva general, la senda de América" ("El destino de América" 388-392). Al tiempo de valorar las recientes propuestas de integración, es necesario repasar los atisbos e intuiciones del pensador regiomontano que en su momento pudo vislumbrar las carencias y postular en clave utópica lo que en el presente se comienza a mostrar como posibilidad. y ello se suma a una trayectoria profundamente ligada al destino de América Latina, a la zaga de Simón Bolívar y José de San Martín, pero también ligada a los haberes de la civilidad, que reúne en una verdadera constelación a Andrés Bello, Fermín Toro, Cecilio Acosta, Benito Juárez, Domingo Faustino Sarmiento, José Martí, José Vasconcelos, Eugenio María de Hostos, José Carlos Mariátegui, quienes, entre otros, asumieron como un proyecto de vida la tarea de servir y más aun de construir a la América Latina. A ese sueño se sumó Alfonso Reyes, quien con vocación utópica, que equivale a su vigilia optimista, la pensó como una Magna Patria.


Referencias 
Gutiérrez Girardot, Rafael. “Prólogo a Alfonso Reyes”, Última Tule y otros ensayos. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1992, pp. IX-XLV.
Henríquez Ureña, Pedro. "La declaración de la independencia cultural (1800-­1830)", en Las corrientes literarias en la América Hispánica. México: Fondo de Cultura Económica, 1969, pp. 98-115.
Martí, José, "Nuestra América", en Obras escogidas. La Habana: 1980, t. 2, pp. 519-527.
Picón-Salas, Mariano, "Pequeño tratado de la tradición", en Viejos y nuevos mundos. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1983, pp. 87-99.
Reyes, Alfonso, "Capricho de América", en Última Tule y otros ensayos. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1992, pp. 227-229.
____________"El destino de América", en Última Tule y otros ensayos. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1992, pp. 223-226.
____________ "El destino de América", en Vocación de América(Antología). México: Fondo de Cultura Económica, 1990, pp. 388-392.
Zambrano, Gregory (ed.), Odiseos sin reposo (Mariano Picón-Salas y Alfonso Reyes. Correspondencia 1927-1959). Mérida-Venezuela: Fundación Casa de las Letras "Mariano Picón-Salas", Consejo Nacional de la Cultura, Universidad de Los Andes, 2001.





Los soldados de Salamina: La guerra, la paz y la literatura II

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—por Luis Fernández-Zavala (*)—

En términos históricos no hay duda de que hubo un
golpe de Estado fascista contra un régimen elegido
democráticamente. Ahora bien, hace falta señalar
que tanto los llamados buenos como los llamados
malos eran humanos. En la novela busqué entender
a un fascista, ponerme en su piel y saber por qué
actuó de cierta manera.
Javier Cercas


En Ucrania, Tailandia y Venezuela en este mismo instante, se vienen dando enfrentamientos entre los gobiernos y las fuerzas que  se les oponen y se puede pesimistamente vaticinar que estas protestas y represiones podrían derivar en guerras civiles. En Siria ya existe una guerra civil en curso con más de 140 mil muertos en sólo tres años; en la República Central de África está ocurriendo  un genocidio perpetrado por “bandas cristianas” contra la población musulmana. En México, la violencia de las mafias de narco traficantes con un total acumulado de 100 mil muertes desde 2006, nos habla de una guerra, una diferente, pero igualmente devastadora. Todo esto solo para mencionar lo más resaltante de las noticias internacionales del día de hoy. Cualquiera que sea el resultado final de estos conflictos violentos lo cierto es que se crearán cicatrices que el tiempo no podrá borrar fácilmente. El mal está hecho y quedará como un péndulo trágico sobre la conciencia social de los habitantes de cada uno de estos países.

Una vez acabados los conflictos, todos los lados implicados recontarán su propia historia. Cada uno pondrá su versión de su tragedia. No todo será verdad. No importa. Su función social no es llegar a la verdad sino dar sentido a la tragedia como perdedores o vencedores. No todas las versiones contadas tendrán el mismo impacto, ni todas serán literatura. Las que lleguen al ámbito de literatura adquirirán su relevancia no solo porque manejen la técnica literaria y del lenguaje, sino por su capacidad de hacernos sentir la tragedia de las guerras de una manera diferente a las estadísticas salvajes y a las batallas. La ficción debería humanizar lo irracional y algo deberíamos aprender de todo esto. Vista así la ficción, ésta se convierte en la Historia por otros medios, tal y como la guerra es la política por otros medios.

Así lo demostró Santiago Roncagliolo con Abril Rojo que ya comentamos y lo demuestra Javier Carcas con Los soldados de Salamina (Tusquets, 2009).

Javier Cercas
Javier Cercas es un escritor español con diez obras publicadas, ganador del Premio Llibreter 2001, el Independent Foreign Fiction Prize 2004 y el Premio Salambó concedido a la mejor obra narrativa en 2001. Los soldados de Salamina fue llevada al cine en el año 2003 obteniendo premios en España y en diferentes certámenes internacionales.

Los soldados de Salamina es una novela corta basada en un hecho aparentemente real sucedido durante la Guerra Civil Española: milicianos republicanos salvan de una ejecución eminente al notorio líder falangista Sánchez Mazas. Era la época de la retirada de las tropas republicanas y el avance victorioso de las falangistas.  De ahí el título de la novela, en referencia, suponemos a la evacuación de Atenas durante la invasión de las fuerzas invasoras sirias, que da paso al desenlace de esta guerra en la batalla naval de Salamina. La retirada de una fuerza militar y la invasión de la otra es el marco que pone el mismo saco de desgracias, tanto a los milicianos republicanos como al falangista Sánchez Mazas. La trama engancha al lector inmediatamente en una travesía para determinar quiénes fueron esos anónimos milicianos republicanos y por qué salvaron de una muerte segura a Sánchez Mazas. ¿Fue esto realmente lo que pasó o fue un mito creado por la propaganda fascista y el ego del Sánchez Mazas? ¿Quién fue realmente Sánchez Mazas? ¿Un escritor?  (“... era un buen escritor, pero no un gran escritor”) ¿Un político extremista?  (“...un hombre culto, refinado, melancólico y conservador , huerfano de coraje físico ...había trabajado como nadie  para que su país se sumergiera en una salvaje orgía de sangre”). ¿Acaso una combinación de ambos? Un ideólogo irresponsable, un propagandista apasionado que usó sus dotes de escritor al servicio de la causa cavernaria del fascismo. (“... supo urdir una violenta poesía patriótica de sacrificio y yugos y flechas y gritos de rigor que inflamó la imaginación de centenares de miles de jóvenes y acabo mandándolos al matadero”). ¿Quién fue el miliciano que salvó a Sanchez Mazas? ¿Por qué le ayudaron los milicianos desertores? Estas son las preguntas que se hace el periodista Cercas (el narrador ficticio) y al tratar de contestarlas, se va reencontrando con su propia vena literaria perdida.

“...es este soldado anónimo y derrotado que ahora mira a ese hombre cuyo cuerpo casi se confunde con la tierra y el agua marrón de la hoya, y que grita con fuerza al aire sin dejar de mirarlo:
- Aquí no hay nadie!
Luego se da media vuelta y se va”.

La voz del periodista Cercas es simple, ágil, directa y a veces opaca y sarcástica, sobre todo cuando se refiere a sus frustraciones como escritor. Cuando narra sus encuentros y conversaciones con sus entrevistados —cosa que no es fácil porque nadie quiere ya hablar de la guerra— lo hace usando extensos párrafos matizados con cierto lirismo que permite apreciar la sagacidad del periodista, sus dudas y su personalidad persistente, curiosa pero desapasionada. También podemos encontrar algunas veces un detallismo superfluo cuando se describe los cafés o restaurantes donde se encuentra muchas veces con sus informantes y un minimalismo en la descripción física de éstos. No se percibe  en él una vehemencia por la verdad, porque esta no existe, si no una necesidad de llegar al fondo del asunto conforme se le van cerrando y abriendo las puertas de información.

No por haber sido los republicanos perdedores de la guerra, la historia debe olvidar sus aciertos y sus excesos; no por haber sido los nacionalistas los ganadores de la contienda, se puede olvidar su responsabilidad, excesos y algunos casos, su humanidad. Sánchez Mazas, el falangista, cumple con su palabra de ayudar a los milicianos que lo protegieron; el miliciano que lo dejó ir y se apiada de Sánchez Mazas sigue peleando con vehemencia otras guerras de liberación. El periodista Cercas, distanciado de la Historia, se pregunta: ¿Quiénes son los héroes? ¿Qué es lo que hace a un héroe? ¿Cómo es posible un acto de compasión en un contexto donde el deber de cada soldado es matar? Como no hay certezas, la ficción busca extender puentes para entender lo que pasó, no desde  la versión de la Historia oficial o la contestataria, sino desde el drama de los individuos que vivieron la guerra, la derrota, la victoria y la paz. Tal como lo pone el autor: “ ... porque uno no encuentra lo que busca, sino lo que la realidad le entrega”, el periodista Cercas entra a la realidad  ficcionalizada donde todo le  sigue siendo nebuloso y contradictorio en la historia real, pero sumamente humano en la ficción.

Otra línea de lectura de Los soldados de Salamina es acerca del oficio de escribir. El periodista Cercas no se siente como un autor de importancia, a pesar de sus dos libros publicados. Escribir para el diario no le satisface, es un trabajo menor, casi mecánico. No se siente escritor, ha perdido la creatividad y el placer de escribir. Su derrota como escritor es parte de su derrota como persona de la cual forma parte su divorcio, su soledad y su relación distante con Conchi, su nueva amante. Sin embargo, en la medida que se adentra en el resolver el enigma de los acontecimientos reales, (“... el libro que iba a escribir no sería una novela, sino sólo un relato real, un relato cosido a la realidad, amasado de hechos y personajes reales...) su creatividad comienza otra vez a fluir, su relación con su amante se hace más interesante y encuentra, en su conexión con el escritor Roberto Bolaño, la ruta necesaria para entrar otra vez en el mundo de la ficción, sin la presión de sentirse escritor. Bolaño le dirá: “...un escritor de verdad nunca deja de ser escritor. Aunque no escriba”.

La novela de Cercas (el autor, no el personaje) nos brinda una visión y reflexión de la guerra de una manera distinta. Cercas lo hace desde la distancia que el tiempo impone, no busca recrear una época, sino hilvanar la manera en que los españoles actuales procesan su pasado. No se trata de negarle a nadie su razón, errores y maldades, sino verlos en su propia salsa humana. Se esperaba que los lectores de esta novela fueran los que de una manera directa o indirecta sobre revivieron estos hechos. Pero no ha sido así, los lectores buscando repuestas han sido las generaciones más jóvenes que también tienen preguntas y quieren imaginar un pasado menos dogmático, menos apasionado. Para terminar, nos preguntamos, ¿Cómo la literatura dará cuenta de la guerra en el Perú dentro de 60 años, en México o en ….?  Cercas nos sugeriría: … no vale el olvido ni la venda en los ojos. En Los soldados de Salamina pretendí comprender y no juzgar, busqué humanizar al monstruo, porque el malvado no es un monstruo sino un hombre que un buen día comete una atrocidad.

Definitivamente esta novela vale la pena leerse o releerse hoy.


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(*) Luis Fernandez-Zavala, Ph.D. Autor de El guerrero de la espuma y otras tantas depedidas.




JFK, la novela de un héroe de hoteles

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—por Alberto Hernández—

1
JFK (Editorial Candaya, Barcelona, España, 2012) podría ser la novela de un puto. Aunque el mismo narrador/personaje diga que no es así. Es la novela de un escort. Es decir, la historia de un sujeto que sirve para que otro u otra la pasen bien en la intimidad. Es un personaje que, como él mismo lo afirma, funciona como “un terapeuta”, que ayuda al cliente que lo solicita en los hoteles de la ciudad, especie de adalid que salva de la soledad a quien lo llama con urgencia.

JFK es la traducción de Jota Fernández Klimkiewicz, hijo de español y polaca. JFK podría pasar, sin entrar en la obra, por el asesinado presidente Kennedy, pero no. Las iniciales dan pie para que el juego del autor, el escritor peruano radicado en Madrid, Sergio Galarza, se presente como un gancho para darle fuerza a un relato donde el malogrado jefe de Estado es sólo una referencia.
Desde la adolescencia, desde un espacio presente en la memoria, gracias al padre, a la madre, a su único amigo El Chico de la Moto y a Gina, una amante mucho mayor que él, JFK se desliza por la vida y se convierte en una suerte de “héroe” que ayuda al prójimo desde su condición de propiciador de placer, comprensión, compañía, de socio por un rato, de oyente de asuntos ajenos y de algunos toqueteos para los que es preciso conocer su manual de estilo o de procedimientos, por decirlo de alguna manera, el cual se concentra en tres reglas: 1) Mi culo es sagrado. 2) El servicio se paga por adelantado. 3) Nunca hay que enamorarse de los clientes. Reglas que, según un riguroso paseo por la historia, ha cumplido a cabalidad. Tanta es la dedicación profesional del personaje que Soy como una farmacia abierta las veinticuatro horas. Su móvil está encendido todo el tiempo.

2
La novela se divide en dos partes. La primera —la mejor lograda— es un registro de la personalidad de JFK. Es un inventario de resentimientos, de padeceres y malestares que la infancia y la adolescencia depositaron en nuestro protagonista. Desde que comenzó con El Chico de la Moto en esta aventura, JFK no ha tenido descanso. Relata y se desgarra. Cuenta y deja correr el tiempo. Se permite regresar a la sala oscura de un cine para instalarse con su madre a ver películas polacas, hasta que ésta considera que su hijo ha sido cómplice del padre al ocultarle la infidelidad de éste: un personaje agrio, desprendido, hosco. Cuenta su relación con Gina, personaje/objeto-sujeto amoroso, con quien aprendió mucho sobre el sexo. Preguntas, muchas preguntas navegaron durante todo el tiempo que le tocó ser parte de la separación del padre y de la madre. Hasta que se descubrió en la barriada su condición de escort, de entregado a la noche, a la disipación. La madre, la ex amante y demás fisgones le declararon una guerra de indiferencia. La primera lo corrió de su lado y de la casa, lo aisló y no aceptó más ayuda de ningún tipo.
Esta primera parte, bien estructurada, bien llevada por un narrador frío y calculador, concluye con el viaje del personaje a Estados Unidos. Un poco antes fue avisado por la madre de que el padre se estaba muriendo en un hospital. Esta información destapa los sentimientos más ásperos de Jotaefeká. No va a visitarlo. Se marcha a América y se abre a otro mundo, a otra manera de abordar la historia, de tratar de desviarla.

el escritor peruano Sergio Galarza (Foto: Candaya)
3
En esta segunda parte de la novela el personaje se desdibuja, pierde fuerza. Ingresa en otro clima, en otro paisaje. JFK se comporta como un turista, como un testigo de eventos que forman parte de una película. De una realidad que se difumina en los ojos del personaje, quien asoma críticas contra ese estado de cosas que forman parte de la piel de los Estados Unidos. Diríamos que comparte lugar en el color local de Nocilla Dream, de Agustín Fernández Mallo, donde este narrador destaca la supremacía de la llamada realidad sucia que tanto le diera fama a Bukowski. En este devenir de JFK la novela palidece, pero a la vez se revisa porque busca el rescate de quien ha tenido que huir de él mismo, en una suerte de despecho que lo ha catapultado a nuevas experiencias, a miradas menos rebuscadas.

El viaje le permitió también refrescar sentimientos, pensamientos e imágenes del pasado. Hasta que regresa a su eterno presente de escort, a la Madrid donde vive. La ciudad donde hay un parque donde comenzó todo, donde se inició.
Y así termina:
Una ardilla me mira sorprendida, escondida entre unos arbustos. Y empiezo a correr, no sé hacia dónde, sólo espero llegar a un lugar seguro como la habitación de un hotel en Lodz.
Convertido en una metáfora, JFK se deja llevar por otra intemperie.






La insolación (1908) por Horacio Quiroga (Uruguay, 1878-1937)

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El cachorro Old salió por la puerta y atravesó el patio con paso recto y perezoso. Se detuvo en la linde del pasto, estiró al monte, entrecerrando los ojos, la nariz vibrátil y se sentó tranquilo. Veía la monótona llanura del Chaco con sus alternativas de campo y monte, monte y campo, sin más color que el crema del paso y el negro del monte. Este cerraba el horizonte, a doscientos metros, por tres lados de la chacra. Hacia el oeste, el campo se ensanchaba y extendía en abra, pero que la ineludible línea sombría enmarcaba a lo lejos.

A esa hora temprana, el confín, ofuscante de la luz a mediodía, adquiría reposada nitidez. No había una nube ni un soplo de viento. Bajo la calma del cielo plateado, el campo emanaba tónica frescura que traía al alma pensativa, ante la certeza de otro día de seca, melancolías de mejor compensado trabajo.

Milk, el padre del cachorro, cruzó a su vez el patio y se sentó al lado de aquél, con perezoso quejido de bienestar. Permanecían inmóviles, pues aún no había moscas.

Old, que miraba hacía rato la vera del monte, observó:

—La mañana es fresca.

Milk siguió la mirada del cachorro y quedó con la vista fija, parpadeando distraído. Después de un momento, dijo:

—En aquel árbol hay dos halcones.

Volvieron la vista indiferente a un buey que pasaba, y continuaron mirando por costumbre las cosas.

Entretanto, el oriente comenzaba a empurpurarse en abanico, y el horizonte había perdido ya su matinal precisión. Milk cruzó las patas delanteras y sintió leve dolor. Miró sus dedos sin moverse, decidiéndose por fin a olfatearlos. El día anterior se había sacado un pique, y en recuerdo de lo que había sufrido lamió extensamente el dedo enfermo.

—No podía caminar —exclamó en conclusión.

Old no entendió a que se refería. Milk agregó:

—Hay muchos piques.

Esta vez el cachorro comprendió. Y repuso por su cuenta, después de largo rato:

—Hay muchos piques.

Callaron de nuevo, convencidos.

El sol salió, y en el primer baño de luz las pavas del monte lanzaron al aire puro el tumultuoso trompeteo de su charanga. Los perros, dorados al sol oblicuo, entornaron los ojos, dulcificando su molicie en beato pestañeo. Poco a poco la pareja aumentó con la llegada de los otros compañeros: Dick, el taciturno preferido; Prince, cuyo labio superior, partido por un coatí, dejaba ver los dientes, e Isondú, de nombre indígena. Los cinco fox-terriers tendidos y muertos de bienestar, durmieron.

Al cabo de una hora irguieron la cabeza; por el lado opuesto del bizarro rancho de dos pisos —el inferior de barro y el alto de madera, con corredores y baranda de chalet— habían sentido los pasos de su dueño que bajaba la escalera. Mister Jones, la toalla al hombro se detuvo un momento en la esquina del rancho y miró el sol, alto ya. Tenía aún la mirada muerta y el labio pendiente tras su solitaria velada de whisky, más prolongada que las habituales.

Mientras se lavaba, los perros se acercaron y le olfatearon las botas, meneando con pereza el rabo. Como las fieras amaestradas, los perros conocen el menor indicio de borrachera en su amo. Se alejaron con lentitud a echarse de nuevo al sol. Pero el calor creciente les hizo presto abandonar aquél por la sombra de los corredores.

El día avanzaba igual a los precedentes de todo ese mes; seco, límpido, con catorce horas de sol calcinante que parecía mantener el cielo en fusión, y que en un instante resquebrajaba la tierra mojada en costras blanquecinas. Mister Jones fue a la chacra, miró el trabajo del día y retornó al rancho. En toda esa mañana no hizo nada. Almorzó y subió a dormir la siesta.

Los peones volvieron a las dos a la carpición, no obstante la hora del fuego, pues los yuyos no dejaban el algodonal. Tras ellos fueron los perros, muy amigos del cultivo, desde que el invierno pasado hubieran aprendido a disputar a los halcones los gusanos blancos que levantaba el arado. Cada uno se echó bajo un algodonero, acompañando con su jadeo los golpes sordos de la azada.

Entretanto el calor crecía. En el paisaje silencioso y encegueciente de sol, el aire vibraba a todos lados, dañando la vista. La tierra removida exhalaba vaho de horno, que los peones soportaban sobre la cabeza, envuelta hasta las orejas en el flotante pañuelo, con el mutismo de sus trabajos de chacra. Los perros cambiaban a cada rato de planta, en procura de más fresca sombra. Tendíanse a lo largo, pero la fatiga los obligaba a sentarse sobre las patas traseras para respirar mejor.

Reverberaba ahora delante de ellos un pequeño páramo de greda que ni siquiera se había intentado arar. Allí, el cachorro vio de pronto a mister Jones que lo miraba fijamente, sentado sobre un tronco. Old se puso de pie, meneando el rabo. Los otros levantáronse también, pero erizados.

—¡Es el patrón! —exclamó el cachorro, sorprendido de la actitud de aquéllos.

—No, no es él —replicó Dick.

Los cuatro perros estaban juntos gruñendo sordamente, sin apartar los ojos de mister Jones, que continuaba inmóvil, mirándolos. El cachorro, incrédulo, fue a avanzar, pero Prince le mostró los dientes:

—No es él, es la Muerte.

El cachorro se erizó de miedo y retrocedió al grupo.

—¿Es el patrón muerto? —preguntó angustiosamente. Los otros, sin responderle, rompieron a ladrar con furia, siempre en actitud de miedoso ataque. Sin moverse, mister Jones se desvaneció en el aire ondulante.

Al oír los ladridos, los peones habían levantado la vista, sin distinguir nada. Giraron la cabeza para ver si había entrado algún caballo en la chacra, y se doblaron de nuevo.

Los fox-terriers volvieron al paso al rancho. El cachorro, erizado aún, se adelantaba y retrocedía con cortos trotes nerviosos, y supo de la experiencia de sus compañeros que cuando una cosa va a morir, aparece antes.

—¿Y cómo saben que ése que vimos no era el patrón vivo? —preguntó.

—Porque no era él —le respondieron displicentes.
¡Luego la Muerte, y con ella el cambio de dueño, las miserias, las patadas, estaba sobre ellos! Pasaron el resto de la tarde al lado de su patrón, sombríos y alertas. Al menor ruido gruñían, sin saber a dónde. Mister Jones sentíase satisfecho de su guardiana inquietud.

Por fin el sol se hundió tras el negro palmar del arroyo, y en la calma de la noche plateada, los perros se estacionaron alrededor del rancho, en cuyo piso alto Mister Jones recomenzaba su velada de whisky. A media noche oyeron sus pasos, luego la doble caída de las botas en el piso de tablas, y la luz se apagó. Los perros, entonces, sintieron más el próximo cambio de dueño, y solos, al pie de la casa dormida, comenzaron a llorar. Lloraban en coro, volcando sus sollozos convulsivos y secos, como masticados, en un aullido de desolación, que la voz cazadora de Prince sostenía, mientras los otros tomaban el sollozo de nuevo. El cachorro ladraba. La noche avanzaba, y los cuatro perros de edad, agrupados a la luz de la luna, el hocico extendido e hinchado de lamentos —bien alimentados y acariciados por el dueño que iban a perder— continuaban llorando su doméstica miseria.

A la mañana siguiente mister Jones fue él mismo a buscar las mulas y las unció a la carpidora, trabajando hasta las nueve. No estaba satisfecho, sin embargo. Fuera de que la tierra no había sido nunca bien rastreada, las cuchillas no tenían filo, y con el paso rápido de las mulas, la carpidora saltaba. Volvió con ésta y afiló sus rejas; pero un tornillo en que ya al comprar la máquina había notado una falla, se rompió al armarla. Mandó un peón al obraje próximo, recomendándole el caballo, un buen animal, pero asoleado. Alzó la cabeza al sol fundante de mediodía e insistió en que no galopara un momento. Almorzó enseguida y subió. Los perros, que en la mañana no habían dejado un segundo a su patrón, se quedaron en los corredores.

La siesta pesaba, agobiada de luz y silencio. Todo el contorno estaba brumoso por las quemazones. Alrededor del rancho la tierra blanquizca del patio, deslumbraba por el sol a plomo, parecía deformarse en trémulo hervor, que adormecía los ojos parpadeantes de los fox-terriers.

—No ha aparecido más —dijo Milk.

Old, al oír aparecido, levantó las orejas sobre los ojos.

Esta vez el cachorro, incitado por la evocación, se puso en pie y ladró, buscando a qué. Al rato calló con el grupo, entregado a su defensiva cacería de moscas.

—No vino más —agregó Isondú.

—Había una lagartija bajo el raigón —recordó por primera vez Prince.

Una gallina, el pico abierto y las alas apartadas del cuerpo, cruzó el patio incandescente con su pesado trote de calor. Prince la siguió perezosamente con la vista, y saltó de golpe.

—¡Viene otra vez! —gritó.


Casa de Quiroga
Por el norte del patio avanzaba solo el caballo en que había ido el peón. Los perros se arquearon sobre las patas, ladrando con prudente furia a la Muerte que se acercaba. El animal caminaba con la cabeza baja, aparentemente indeciso sobre el rumbo que iba a seguir. Al pasar frente al rancho dio unos cuantos pasos en dirección al pozo, y se degradó progresivamente en la cruda luz.

Mister Jones bajó; no tenía sueño. Disponíase a proseguir el montaje de la carpidora, cuando vio llegar inesperadamente al peón a caballo. A pesar de su orden, tenía que haber galopado para volver a esa hora. Culpólo, con toda su lógica racional, a lo que el otro respondía con evasivas razones. Apenas libre y concluida su misión, el pobre caballo, en cuyos ijares era imposible contar el latido, tembló agachando la cabeza, y cayó de costado. Mister Jones mandó al peón a la chacra, con el rebenque aún en la mano, para no echarlo si continuaba oyendo sus jesuíticas disculpas.

Pero los perros estaban contentos. La Muerte, que buscaba a su patrón, se había conformado con el caballo. Sentíanse alegres, libres de preocupación, y en consecuencia disponíanse a ir a la chacra tras el peón, cuando oyeron a mister Jones que gritaba a éste, lejos ya, pidiéndole el tornillo. No había tornillo: el almacén estaba cerrado, el encargado dormía, etc. Mister Jones, sin replicar, descolgó su casco y salió él mismo en busca del utensilio. Resistía el sol como un peón, y el paseo era maravilloso contra su mal humor.

Los perros lo acompañaron, pero se detuvieron a la sombra del primer algarrobo; hacía demasiado calor. Desde allí, firmes en las patas, el ceño contraído y atento, lo veían alejarse. Al fin el temor a la soledad pudo más, y con agobiado trote siguieron tras él.

Mister Jones obtuvo su tornillo y volvió. Para acortar distancia, desde luego, evitando la polvorienta curva del camino, marchó en línea recta a su chacra. Llegó al riacho y se internó en el pajonal, el diluviano pajonal del Saladito, que ha crecido, secado y retoñado desde que hay paja en el mundo, sin conocer fuego. Las matas, arqueadas en bóveda a la altura del pecho, se entrelazan en bloques macizos. La tarea de cruzarlo, sería ya con día fresco, era muy dura a esa hora. Mister Jones lo atravesó, sin embargo, braceando entre la paja restallante y polvorienta por el barro que dejaban las crecientes, ahogado de fatiga y acres vahos de nitratos.

Salió por fin y se detuvo en la linde; pero era imposible permanecer quieto bajo ese sol y ese cansancio. Marchó de nuevo. Al calor quemante que crecía sin cesar desde tres días atrás, agregábase ahora el sofocamiento del tiempo descompuesto. El cielo estaba blanco y no se sentía un soplo de viento. El aire faltaba, con angustia cardíaca que no permitía concluir la respiración.

Mister Jones se convenció de que había traspasado su límite de resistencia. Desde hacía rato le golpeaba en los oídos el latido de las carótidas. Sentíase en el aire, como si dentro de la cabeza le empujaban el cráneo hacia arriba. Se mareaba mirando el pasto. Apresuró la marcha para acabar con eso de una vez… y de pronto volvió en sí y se halló en distinto paraje: había caminado media cuadra sin darse cuenta de nada. Miró atrás y la cabeza se le fue en un nuevo vértigo.

Entretanto, los perros seguían tras él, trotando con toda la lengua afuera. A veces, asfixiados, deteníanse en la sombra de un espartillo; se sentaban precipitando su jadeo, pero volvían al tormento del sol. Al fin, como la casa estaba ya próxima, apuraron el trote.

Fue en ese momento cuando Old, que iba delante, vio tras el alambrado de la chacra a mister Jones, vestido de blanco, que caminaba hacia ellos. El cachorro, con súbito recuerdo, volvió la cabeza a su patrón, y confrontó:

—¡La Muerte, la Muerte! —aulló.

Los otros lo habían visto también, y ladraban erizados. Vieron que atravesaba el alambrado, y un instante creyeron que se iba a equivocar; pero al llegar a cien metros se detuvo, miró el grupo con sus ojos celestes, y marchó adelante.

—¡Que no camine ligero el patrón! —exclamó Prince.

—¡Va a tropezar con él —aullaron todos.

En efecto, el otro, tras breve hesitación, había avanzado, pero no directamente sobre ellos como antes, sino en línea oblicua y en apariencia errónea, pero que debía llevarlo justo al encuentro de mister Jones. Los perros comprendieron que esta vez todo concluía, porque su patrón continuaba caminando a igual paso como un autómata, sin darse cuenta de nada. El otro llegaba ya. Hundieron el rabo y corrieron de costado, aullando. Pasó un segundo, y el encuentro se produjo. Mister Jones se detuvo, giró sobre sí mismo y se desplomó.

Los peones, que lo vieron caer, lo llevaron a prisa al rancho, pero fue inútil toda el agua; murió sin volver en sí. Mister Moore, su hermano materno, fue de Buenos Aires, estuvo una hora en la chacra y en cuatro días liquidó todo, volviéndose enseguida al sur. Los indios se repartieron los perros que vivieron en adelante flacos y sarnosos, e iban todas las noches con hambriento sigilo a robar espigas de maíz en las chacras ajenas.





"Click" (2008) del español Javier Moreno - una reseña

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—por Alberto Hernández—

La pura verdad es que en todo lo relativo al asesinato
soy muy exigente,
y que tal vez llevo mi delicadeza demasiado lejos.

Thomas de Quincey.
Del asesinato considerado como una de las bellas artes.

1
Estuve tentado por la idea de fragmentar la lectura. Hacerla una suerte de campo minado donde cada explosión se encargara de diseminar el cuerpo de la historia, de manera que cada parte sirviera para identificar el cadáver mediante una autopsia rigurosa. O para hacer menos traumático el avance en esta aventura. Pero nada, cada Click, cada capítulo, se me convirtió en una masa cósmica, encefálica y amorfa, toda vez que la escena del crimen fue transformada en una pista de baile. Quizá por la misma manera de abordarla. De modo que reconozco mi estrecha complicidad en el crimen.

Me dije: Click number one: Quispe Serezádez, una aproximación clásica de un nombre en la conciencia de un personaje traducido en voz masculina, ampliador del universo, medidor de energías. ¿A quién quería salvar este sujeto/relator? En esta primera instancia enfoca “el amor, el fracaso, la traición...” y la carta a Merceditas. Me quedó un sabor amargo, pero a pesar de todo me embarqué en el Click number two: la emoción, una lágrima, el recuerdo, el pasado, sí, el pasado. El deseo carnal y “el click del gatillo de una Peacemaker en la sien”. El sabor se hizo ácido. Me recogí en la silla. Vi el amanecer. Levité con ganas de tocar el sol recién alzado por la curva de la tierra. Así, el Click number three: El humor, la frivolidad. El funcionario fastidiado, “enfermo de belleza”. Supuse que un narrador mutante (moda española que no ha llegado a estas orillas de América) era un referente de viejos amores librescos. ¿Lovecraft, Bradbury, Shandy? No sé. Quizás más acá, forjados por la criminología de todos los estantes, los cerebrales Chandler, Macdonald, Himes, Hammett. O más cerca, Le Carré, Christie. De Quincey, aventajado de la Sociedad para el Fomento del Vicio, del Club del Fuego Infernal, aquel centro de amigos creado por Sir Francis Dashwood, donde se cifran conferencias y otras ociosidades. Tampoco sé. En todo caso, son nombres. Y novelistas. Tramas que nos conducen a un cadáver. O a varios, como el que sentimos en la última página de esta novela de Javier Moreno publicada por la imprescindible Editorial Candaya, en 2008, año que aún cruje bajo nuestros pies.

2
Entonces, para zurcir el desgano, me dije —no para mis adentros sino en voz alta—: Le voy a entrar con las ganas, como si fuese un profesor de lógica, macerador de falacias de atingencia. Vaya, qué calculador. Bueno, en fin, así me viene esta novela del joven Moreno. Nada, que me lanzo con un argumentum ad verecundiam y me deshago en amores. Click, como lectura, me congela. Como propuesta, me aturde. Digo y redigo: el autor deslava su talento, lo pone a prueba. Usa un tubo de ensayo para evacuar resultados que se quedan en eso, enparaciencia, metaciencia, tanteos en literatura. Nada tengo contra experimentos, pero creo que la vida, ese gusanillo donde hay miradas, sudor, semen, pelos, lengua, piernas y demás asuntos corporales, destella filosofía en el instante del coito y de un apasionado beso. O escancia el vino y corta el filete. Temo decir que me quedé anclado en un pasado. Pronuncio: un pasado. Pero así como ando en dos piernas, también puedo pensar que este texto: “Repito: ¡click! Sí, ya sé, es difícil que el lector con tan poca cosa, apenas una onomatopeya, sepa de lo que estoy hablando...” (p. 41) no es más que gracejo, piso, corro y gano. Y así transcurrió durante las casi 270 páginas del libro. Me quedo en silencio un rato. Creo que el autor (no conozco nada de su obra. Malhaya la distancia y el Océano Atlántico de por medio) ha escrito poesía. Bien, aunque no tenga que ver con la lírica, pero, ¿por qué entonces esa manía cuantificadora, medidora, laboratorista de hacer una novela que sólo podría interesarle a los que viven metidos en la física cuántica, en la química espacial, en la fisiología entomológica? La literatura es más que eso. ¿Qué es? No sé.

3
Una vez abandonado el método de lectura, comencé a hilvanar el sentido de esta nota, ¿crítica? No, es una lectura muy personal, hasta lípida. Se trata de una nueva forma de extraviarse, me dije. De buscarse y no encontrarse, a menos de que in vitro se elaboren la felicidad o la amargura. De mutar y ser otro, un ensayo, un experimento “autodestructivo”, un referente de la nada.

Quispe Serezádez es un náufrago en un relato geométrico, paralelepípedo, enrevesado y cargado de emisiones donde la muerte, el ahogo, finalmente, lo hacen confesar que busca la belleza. Vale. Lo hace mediante la percepción de la totalidad y el vacío. Suma de asuntos que dispersan la lectura, la vida de quien se enfrasca en las páginas de esta novela. Se trata de una probabilidad, un ensayo, de nuevo; una caída libre (el paracaídas no se abrió o estaba roto). Luego siento que es una historia de amor sin amor, con glándulas sudoríparas, pero nada de hormonas, saturada de retórica y cierta frivolidad.

Una cosa es cierta: la realidad es un paisaje que se elabora con trazos y trozos, suerte de crucigrama, de encrucijada de equívocos y aciertos. De retazos. La vieja técnica del collage, pero un tanto forzado por esto que llaman la contemporaneidad, llena de símbolos y tecnología. Por una ciencia apegada a un espíritu locuaz, pedante y vacío. Por eso el personaje (la voz que habla) se trivializa y fallece a cada instante en un click o en un bang de Peacemaker o pistola. Hace de la vida un territorio cursi. Para morir, mejor, para matar, no es preciso tanto acomodo. Se dispara y punto.

Quispe Serezádez es un buscador de símbolos. Un indagador de paraísos perdidos e infiernos encontrados. El personaje aporta muy poco al decorado de otros intentos narrativos, pese a que el autor es un oficiante con talento, pero creo que tejió mal. Se equivocó de musas. Ojalá su próxima historia esté más cerca de él que de la Vía Láctea. O de una mezcla de sustancias químicas.





El Polvo de los Muertos de Norberto José Olivar

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—por Valmore Muñoz Arteaga (*)—

Heinrich Heine es, algunos siempre son, un brutal poeta y pensador alemán cuya obra se desarrolló en lo que hemos acordado en llamar Romanticismo. Hace bien poco, mientras leía el soberbio libro Crítica de la Razón Cínica del filósofo, también alemán, Peter Sloterdijk, me topé con unos versos de Heine que dicen: “Conozco la melodía, conozco el texto / Conozco también a los señores autores / Sé que en secreto beben vino / y en público predican el agua” Estos versos conforman el inicio de su Wintermärchen dentro del cual el poeta reflexiona acerca del despierto saber que las cabezas dominantes pretenden ponerse como límites discretos; pues prevén en todo momento un caos social si de la noche a la mañana las ideologías, los temores religiosos y acomodaciones desaparecieran de las cabezas de muchos. En honor a la verdad, no sé si este verso tiene que ver con la novela de Norberto, ni siquiera sé si tiene que ver en parte, pero me pareció un buen punto para comenzar.

Norberto es mi amigo, creo que eso lo saben de sobra. Un amigo tal y como lo describiera Roberto Bolaño, que también es mi amigo aunque él no se enterara nunca, es decir, un dinosaurio que atraviesa un pantano y al que no podemos asir ni llamar ni advertirle nada. Los amigos son raros, siempre desaparecen. Por eso, da la impresión, de que uno está preparado para la amistad, pero no para los amigos. Los amigos siempre desaparecen y lo hacen en tan diversas formas que explicarlo sería un acto de desvanecimiento. Por ejemplo, Norberto lo hace a través de novelas donde todos desaparecen y sólo queda, allí, como una bofetada brutal, historias que parecen haber sido extraídas de algún secreto manual para conspiradores. Esto me recuerda al no tan amable de Schopenhauer, quien se sentó a escribir una historia de la filosofía que le gustara, algo parecido ha hecho otro conspirador llamado Michel Onfray, espíritu conspirador que animó a Enrique Vila-Matas a escribir su historia de la literatura portátil y a Norberto a escribir la otra historia de una ciudad carente de memoria. Creo que todos saben que ser historiador como Norberto y vivir en una ciudad sin memoria, ni reciente ni lejana, te convierte, aunque no se quiera, en un novelista. Para algunos esto puede sonar a insulto, pero no se preocupen, no parece un insulto, lo es.

Norberto José Olivar
foto: revistadomical.com.ve
El amigo Norberto emprende, una vez más, a extraer de las oscuras vísceras de esta playa, la otra historia, la pequeña, esa que se pierde en los periódicos luego de que religiosamente vamos al baño todas las mañanas. Esa historia pequeña que termina dándole vida a la gran historia, esa maltrecha, escandalosa, en fin, pequeña historia, que termina siempre por darle sentido humano a las cosas. Norberto asume, así como uno de los personajes de su novela, ser portador de sus difuntos y pensarlos para que no desaparezcan del todo, mantenerlos aquí con la finalidad de que sus ausencias nos digan algo, algo que, por lo general, no queremos ya escuchar, en vista de que usualmente nos comprometen la existencia. No, no se incomoden con esto, recuerden que nuestra memoria es corta y el espectáculo siempre está dispuesto para los charlatanes que saben cómo hacer encarnar el lenguaje y producir otras historias mucho más cómodas para nuestras indigencias morales.

El amigo Norberto lanza una pregunta en boca del matemático Kurt Gödel “¿Qué sentido tiene para la humanidad no poder probar ni siquiera aquello que asumimos como verdadero?” Quizás, como el mismo Norberto afirma, se trate de una trampa para que terminemos por aceptarlo todo. De ser así, qué terrible mácula la de ser historiador y novelista al mismo tiempo, en especial debido a que el acto de escribir siempre dice algo acera de nuestra fe en la humanidad. Esto me recuerda que un taxista le decía a Vila-Matas que dejara la escritura y se dedicara a ser taxista, ya que, según el hombre del volante, se es más feliz sabiendo menos. Quizás a esto se deba la inauténtica felicidad con la que en Venezuela se señala siempre al maracucho, ustedes saben que para esos otros maracucho y zuliano es la misma cosa. Felicidad boba, vacía, sin argumento, pero que siempre nos brinda la posibilidad de otra cervecita, ustedes saben, la del estribo. Entiendo ahora al pobre Projarov, así como a Hesnor Rivera y a otros tantos personajes de Norberto, entiendo por qué viven atormentados por el miedo al olvido. A los personajes de sus novelas y cuentos les horroriza saber que la gente los abandonará al cerrar el libro, al culminar la historia, así como nosotros, así como todo, así como siempre. Entonces, ¿la verdad es el olvido? No lo sé, se me ocurrió una vez preguntárselo a Nietzsche y me respondió, sin ninguna alteración en el rostro ni en la voz, que la verdad es sólo una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos. En resumidas cuentas, dirá, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes; las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado –otra vez el olvido– que lo son; metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora ya consideradas como monedas, sino como metal.

El autor
foto: Williams Marrero
Maracaibo es un pueblo sin memoria y la memoria es el espacio donde el amor reside. El recuerdo es la mano que agita al corazón cuando late y los cementerios están llenos de recuerdos que de ahí no salen. El vivo al dar el paso fuera del camposanto siente el alivio del viento en la cara y continúa su camino intentando escapar de la muerte. Ricardo Blasco advertía con resignación que Maracaibo es un error tremendo y sin disposición de enmienda. La dignidad de un pueblo está en sus cementerios. ¿Cuándo fue la última vez que vieron un cementerio de la ciudad? Mejor todavía, cuántos turistas vienen a Maracaibo a visitar, por ejemplo, el Corazón de Jesús. No, ninguno, nadie, sólo hay tres cementerios abarrotados y al borde de quedar sin fosas, sólo monte, calor y recuerdos de recuerdos de recuerdos. Buscando entre la maleza de la memoria, Norberto vuelve a acudir a los espiritistas que hicieron vida en la ciudad. La historia del espiritismo de Maracaibo se pasea, consciente o inconscientemente, por todas las historias de Norberto. La historia de esta ciudad parece ser una vieja herida a la cual Norberto vuelve una y otra vez,, una herida brutal y sorda hecha seguramente por algún demonio alucinado, probablemente borracho como borracha es la realidad en esta playa vieja y fea, ridícula y acomplejada. Ese demonio le habló directo a Norberto para decirle que las cosas que vemos están en nuestra alma, que la realidad es insondable, acaso una representación de nuestro interior, que nunca hay que fiarse de lo que nos ocurre. Entonces, ¿Maracaibo es Norberto? ¿Lo que ve Norberto en Maracaibo es la representación de su alma? Cuando digo que Maracaibo es una playa vieja y fea, ridícula y acomplejada es porque, en realidad, vieja y fea, ridícula y acomplejada es mi alma. ¿Quién enfermó a quién? Ya qué importa, por suerte, yo soy maracucho y, yo diría que, dentro de cinco minutos, se me olvidará todo esto.

Importa, eso sí, que estamos presentando una nueva novela de Norberto José Olivar que es mi amigo que escribe, ahora no lo sé, sobre Maracaibo o su alma, pero que, en todo caso, un libro publicado es el simbolismo inequívoco de que esperanzas quedan. Importa que ahora guardo silencio por la salud de mi alma, guardo silencio en el silencio de Nietzsche que dice que la Filosofía ofrece al hombre un asilo en el que ninguna tiranía puede penetrar, la caverna de la intimidad, el laberinto del pecho: y esto enfurece a los tiranos. Nietzsche también dijo que el hombre debe poner a salvo su libertad en su interior. Aquí pretendo quedarme, sin decir una palabra más, que Norberto continúe este largo trecho de señalar la vulgar y repugnante mentira que enlaza a esta sociedad moderna, yo, sin duda, lo acompañaré en silencio sin dejar de seguir ni un solo día, ni un solo instante una verdad más antigua, la más antigua de todas.




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(*) Maracaibo, Zulia, Venezuela. Profesor en la Universidad Católica Cecilio Acosta. MSc. en Filosofía.







Tres poemas y la voz lejana de Juan Ramón Ortiz Galeano

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—por Alberto Hernández—


I
Una voz lejana destaca en las palabras de este autor que encuentra en el primer poema eco de Mercedes Sosa, la cantante argentina que nunca olvidó entonar los dolores y alegrías de su continente. Se trata de un texto lleno de referentes, de nombres y lugares, de silencios y signos de admiración que convocan al lector a estar despiertos, animado a continuar haciendo del recuerdo y de cierta animosidad histórica y social parte de sus adentros.

Diálogo con alguien que escucha o lee. Es un poema que reclama, que intenta sacar del silencio el olvido. Por eso le pide a la fallecida cantante que siga canta, pero en realidad se trata de una reconvención, de un esfuerzo, de una invitación a que todos cante por lo mismo que lo hacía la vieja trovadora gaucha.

Un murmullo entonado [1]

“Yo voy andando y cantando,
que es mi modo de alumbrar”
Atahualpa Yupanqui

¡Así es! ¡Tránsito de las voces,
llanto de las cuerdas, crepitar de los tambores!:
hoy, la tierra se ha quedado sin canto,
el llanto de América se ha quedado sin nombre;
hoy ha muerto la mujer más bella,
la madre de todas las voces.

¿Acaso la Luna Tucumana
volverá a ser una pálida mancha
en el oscuro manto de la nada, en el vacío?

¿Acaso la Tierra Americana
ha perdido el canto perfecto
que la envolvía de la noche a la mañana?

Pero...
escucha...
Tucumán querido...
escucha...
Resistencia Latinoamericana...
¿Qué es aquello que palpita desde el valle,
desde el bosque infinito, desde el arroyo tibio,
desde el río y la montaña?

Hay un profundo murmullo
que palpita y se levanta
agitando el aire dulcemente,
un entonado murmullo que avanza y crece
acariciando el viento con su roce,
más allá de la tristeza, de la agonía,
más allá del aplauso mudo
y del huérfano llanto de las voces.

Es la Voz que representa la Lucha y el Coraje.
Es la Voz de la Resistencia.
Es la Tierra que canta.
Es tu voz, América Latina, ¡es Mercedes!
¡Es su canto que no muere
y siempre avanza!

¡Siempre avanza!
¡Siempre avanza!

¡Canta, Mercedes! ¡Canta!

A Mercedes Sosa



II
Un evento trágico convierte la voz de un hombre en desgarramiento, en invocación. El segundo poema es la traslación de ese dolor, hacerlo palabras para que no se extravíen los muertos, los niños que recibieron la luz del cielo y fueron borrados por la muerte.

Fue el cielo quien los rescató de la tierra, suerte de ángeles votivos, de luces transitorias. Los cuatro niños fueron levantados por una luz poderosa, una luz que hace del poema una canción que desgarra y acuna a alguien en el calor de la muerte. Quien escribe cría la ilusión de una cuna en el corazón de quienes ya no están.

Dioses dietéticos [2]

mi niño muere en la playa partido por un rayo
y yo tengo un Dólar de plata atravesado en las piernas
con todo el ímpetu necesario para callarme;
tijeras, cremas, fragancias,
tabaco ya no son útiles
nada alcanza porque nada resucita,
ni el encendedor dorado que arrojé contra la biblioteca
torciendo la tapa de su fuego ahora muerto,
caído entre revistas y dioses edulcorantes

enfoco mi vista hacia la costa nuevamente:
un enjambre de ángeles rubios, inverosímiles e imbéciles
arropa el alma de mi niño con prendas de moda
llevándolo entre mieles y almíbar
curan a mi niño
arropan a mi niño
abrazan a mi niño
elevan a mi niño montando un rayo



III
Juan Gelman aparece en estas líneas y resucita, adolorido, como siempre andaba. El texto se ancla en el poeta muerto. Lo relaciona con Dylan Thomas, los califica y lo eterniza en la misma búsqueda que la eternidad no podrá devolver. Es un poema de revelación. En el que alguien, en este paso Gelman, dialoga con otro y se descubre en su propia permanencia.

La Sustraída y el Preguntón [3]

¿A quién debería encontrar yo
en el país del vino? (...)
¿el ingeniero que se perdió en el mar
hace cuarenta máquinas?
Juan Gelman

“El que está seguro de todo,
es lo más parecido que hay a un imbécil”
José Manuel Caballero Bonald

En el País del Vino encontrarás
al Poeta derrotado (sobrio),
quien iluso y confiado permitió —sin avalar—
el secuestro impetuoso de su Luna.

El Ingeniero no se ha perdido en el mar,
simplemente cambió sus coordenadas
y su identidad, para no ser hallado;
es más, dejó sus señas para vos, Gelman,
por si preguntabas.

HABLA EL NARRADOR:

Dylan Thomas extendió su mano
alcanzándole al curioso y joven Gelman
una pequeña tarjeta negra,
en cuyos caracteres blancos
—impresos en leche de cabra—: podía leerse:

“Yo solía ser El Ingeniero,
mi nuevo nombre es:
Infame Secuestrador de la Luna del Poeta.”



Todos los poemas: © Juan Ramón Ortiz Galeano [4]

 
Juan Ramón Ortiz Galeano




[1]Un Murmullo Entonado fue escrito el 5 de octubre de 2009, a horas del fallecimiento de la señora Mercedes Sosa. Resultó Mención de honor "Concurso Flor de Poesía 2011" (Buenos Aires, Argentina), organizado por Centro Cultural "El Perro" y Bar Notable "Los Laureles". Pertenece al libro De la Patria Sangrante y la Aldea Enloquecida.
[2]El 9 de enero de 2014, por la tarde, un rayo cayó en Villa Gesell y produjo la muerte de cuatro jóvenes: Nicolás Ellena (19), de Junín; Agustín Irustía (17), de San Luis; Gabriel Rodríguez (20), de Henderson; y Priscila Ochoa (16), de San Luis. Escuché la terrible noticia de manera incompleta por radio AM, en mi departamento de La Plata; percibí que un niño pudo morir en el accidente, y escribí este poema en forma inmediata, guiado por un profundo sentimiento de injusticia, bronca e impotencia. Murieron cuatro niños, lo eran de sus padres. Todos lo somos. Un rayo nos trae, un rayo nos lleva: ¿acorde o contradictoria Divinidad? Dioses dietéticos pertenece al libro inédito “Los Arrebatos del Epígrafo”.
[3]La Sustraída y el Preguntón resultó Finalista Premio del Público Canal Literatura y pertenece al libro inédito “Los Arrebatos del Epígrafo”.
[4]Juan Ramón Ortiz Galeano. Poeta y narrador argentino nacido en Buenos Aires en 1975. Tiene estudios de Derecho (Universidad Nacional de La Plata). Obtuvo distinciones en numerosos concursos literarios y sus textos fueron incluidos en diversas antologías y revistas culturales.
Twitter: @OrtizGaleano



La conquista del aire de Belén Gopegui

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por Luis Fernández-Zavala PhD (*)


La autora española Belén Gopegui tiene en su haber una producción literaria vasta: diez novelas publicadas entre 1993 y 2011, y su novela La conquista del aire (Anagrama 1998) que hoy comentamos, fue llevada al cine con el título Las razones de mis amigos. Gopegui ha obtenido varios premios literarios y es considerada una voz importante, alternativa y fresca dentro de la escena cultural española. En La conquista… nos invita a explorar la respuesta a la pregunta de cuánta libertad tiene la pequeña-burguesía para hacerse dueña de sus propios destinos. La pregunta que podría ser propia de un estudio sociológico es respondida por Gopegui desde la ficción que no busca generalizar, sino particularizar la experiencia humana.

A través de una trama simple (las reacciones de tres amigos frente al pedido de un préstamo monetario de uno de ellos), una prosa que demuestra una fineza en el manejo de las emociones y una arquitectura narrativa en la que los tiempos y espacios de los tres personajes principales se presentan simultáneamente, la narradora quiere “mostrar algunos mecanismos que empañan la hipotética libertad del individuo”.

En el prólogo, Gopegui nos hace un invitación muy personal a seguirla en la búsqueda de una respuesta a la pregunta planteada y para que no halla dudas de su misión nos dice: “el narrador quiere saber y por eso narra”. Es decir, la ficción nos permitirá explorar la vivencias humanas, particularizándolas. A diferencia de otras novelas, en las que el lector tiene que preguntarse al final de la lectura, por el objetivo de la obra, Gopegui explicita su objetivo desde el principio. Esta forma de aproximarse al lector, meterlo directamente en un proceso de exploración conjunta se asemeja a los llamados que se dan en el teatro invitando a los espectadores a descender de su asientos y entrar en las angustias de los personajes.

Se podría decir que la ficción de Gopegui, permite hacer hablar, pensar, sentir y vivir a los  conceptos subyacentes que explican el funcionamiento de la sociedad actual —pequeña-burguesía, estructura social, súper estructura  hegemónica, etc.— convirtiendo la vida de sus protagonistas en protagonistas colectivos. El uso de variados recursos literarios entre los que destacan imágenes de exquisita y concisa elaboración en una narrativa no panfletaria, con ausencia de sentimentalismo fácil y la tendencia a no dictar una salida categórica sobre el drama de los personajes, hacen que la tarea de explorar la vida ficcional tal como es y no como debería ser, más llevadera, sutil y entretenida.

En artículo sobre literatura y política (2005) Gopegui afirma que la literatura está “hecha para contar la vida”. Aquí vale la pena recordar que el realismo en El héroe discreto de Vargas Llosa, la literatura no cuenta la vida, sino que miente sobre ella a gusto del autor, y ese es su derecho. Me atrevería a concluir que existe una distancia profunda  entre el realismo de MVLL y el de Gopegui: los autores escogen y piensan los elementos de la realidad no ficcional de distinta manera.  Las historias contadas por ambos autores suceden en contextos históricos y coyunturas específicas y afecta a sus personajes,  aún en contra de su voluntad, creando dramas personales inesperados. Sin embargo, la sociedad y su funcionamiento están presentes en el realismo de Gopegui y no en el de MVLL. Los elementos robados de la realidad, son las opciones que tiene el autor para desentrañar esa vida ficcional, los conflictos arrojados a la escena, dependen de la sensibilidad del autor para ofrecer una versión menos caótica que la vida misma; su uso del lenguaje, será la coreografía que nos amarra al drama de los personajes: los hace vendibles, aceptables, nuestros amigos o enemigos. En la ficción de Gopegui todos estos elementos están presentes brillantemente compaginados de tal forma que la historia narrada es la historia de personajes inmersos en la sociedad tal y cual es.

El contexto histórico de España de los años 90, lo aprendemos de boca de los protagonistas Carlos Maceda, Santiago Álvarez y Marta Timoner y el narrador ficticio: ausencia de partidos de izquierda, anejes en acción, la juventud todavía contestaría, desempleo, globalización, caos e inseguridad. El narrador ficticio omite eficientemente una contextualización detallista que podría haber hecho que los alcances de la exploración propuesta se encasille en una anécdota bien contada, sin transcendencia. Pero, por el contrario, la historia de estos tres amigos, se hace un poco más universal al develar los conflictos que este préstamo causa debido al diferente significado de dinero para cada uno de ellos.

¿Es el aire la metáfora adecuada sobre la libertad individual?

El aire que respiramos todos (aun que este contaminado por la irracionalidad globalizada) no es una mercancía. Todos tenemos acceso a este vital elemento sin entrar en relaciones de intercambio (mercado). Sin embargo, pareciera ser que el sistema capitalista, unos tienen más “aire” (recursos) que otros. La pequeña-burguesía gracias a su acceso a la educación y a las profesiones tiene más espacio (más aire) para tomar decisiones sobre sus proyectos personales que los sectores sociales proletarizados y pauperizados, pero no sin conflicto. La conquista del aire (la libertad individual) es una lucha invisible, etérea, omnipresente, conflictiva, hasta a veces una ficción más en la vida cotidiana de la pequeña-burguesía. La pequeña burguesía decide pero no elige, aunque tenga más aire.

¿Por qué y cómo se angustian?

Sus angustias se derivan de la búsqueda de la adecuada respuesta ética-racional ante el préstamo del dinero y ante la realización de sus proyectos personales que no pueden controlar. Una solidaridad amical surgida en sus años de la “inocencia heroica” (palabras mías), donde discutían de todo y buscaban dar respuestas a lo irracional del sistema y suponemos, también ligada al activismo político, se enfrenta a una situación diferente: todos ellos tienen proyectos personales aislados —la comunidad de intereses ha desaparecido— y ya están insertos dentro de la complejidad del mercado y sin una praxis política. Su conciencia crítica no tiene asidero en su práctica social. El dinero del préstamo es sólo un instrumento para desenredar el manojo encarnizado  de las relaciones sociales, económicas e ideológicas en la que se hayan. El dinero no es la esencia, dirá Gopegui en el prólogo. Es la manifestación más obvia del sistema. Son las  funciones sociales y económicas capitalistas hegemónicas las que “se anidan en la conciencia moral del sujeto” y lo van minando hasta hundirlo en la soledad.

Los tres amigos

Carlos Maceda es el que pide el dinero para enfrentar la crisis de su empresa Jard. Tiene un hijo menor que apenas aparece en la trama para mostrar que es un padre amoroso; su esposa Ainhoa tiene su propio proyecto: aspira a ser médica. Son muchos los momentos de silencio entre ellos. Ainhoa no se siente parte de su proyecto-utopía de construir una empresa en la cual todos sus integrantes se beneficien: una comunidad económica sin explotadores y explotados. Es más, la vehemencia de Carlos en torno a su proyecto los va separando. De los tres amigos, Carlos es el hombre de acción, él sí tiene un proyecto claro. Se siente incómodo ante la imposición hecha a sus amigos.

“Desde su empresa intentaría preservar un recinto civilizado en la selva del capital”.

Santiago Álvarez es profesor de historia moderna en la universidad. Ha aceptado su rol como profesor investigador, sin ninguna vehemencia. Se siente el más alejado de las urgencia del dinero y protegido del sistema dominante. El que Carlos le haya pedido dinero lo pone a la altura de sus amigos. Le gusta no ser más acomodado. No quiere entrar en el juego del arribismo. Aquí vale la pena mencionar que Santiago decide especializarse en la obra de Mendeville, un filósofo del siglo XVIII, que postulaba que lo hace progresar a la sociedad son los intereses individuales. Él es el escapista del grupo.

“...Le gustaba que Carlos le hubiera pedido dinero . Porque significaba que el era un igual, que era como Marta, alguien nacido de pie, alguien que aunque perdiera cuatro millones seguiría viviendo del mismo modo pues ya había consolidado su posición, había salido, como decía su madre, adelante”.

Marta Timoner es la que menos urgencia tiene de dinero. Proviene de una familia acomodada. No tiene un relación fluida con Guillermo que le propone una vida en común a más largo plazo (eso es lo que significa la compra de la vieja casa). Marta quiere su compañía pero su diletantismo es obvio. No es reconocida profesionalmente en el Ministerio de Transportes donde hace alianzas con su primer jefe para sacar proyectos interesantes de servicio público. El eficientismo no es neutro.

“...Ella solo podía hablar de medidas eficaces y no de medidas buenas. Los fines los fijaban otros”.

Madrid
Marta  puede arreglárselas como consultora internacional y puede esconder su soledad en el trabajo. Ella quiere tener más control en su vida profesional y amorosa. Marta representa el típico rol del burócrata asalariado.

“Ella quería pertenecer al contingente de personas que concebían un destino distinto del destino un poco  mezquino, un poco satisfecho, bastante entretenido de cualquier miembro bien situado de la clase media”.

Los tres amigos tiene una relación diferenciada con el dinero, pero todos lo necesitan de una u otra manera. Este es origen de las contradicciones: uno lo necesita para mantener una  empresa funcionando en un sistema hostil de explotación, monopolio y competencia; otro lo maneja en función de no consumir demasiado y protegerse del sistema,  en tanto que, finalmente, Marta quiere reconocimiento.

Si al comienzo de la novela y durante el desarrollo de la trama, el insomnio atormentaba a los tres personajes, al final de la novela, ellos logran dormir, cansados de sus contradicciones en “un mundo  ordenado en apariencia”. El lector tendrá que caminar muy de cerca a través de las inter-subjetividades de los tres amigos para conocer qué les hizo recuperar el sueño.

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(*) Autor de El guerrero de la espuma y otras tantas despedidas.





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