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EL HABLA SECRETA de José Napoleón Oropeza (Venezuela)

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—por Alberto Hernández—

José Napoleón Oropeza.foto:talcualdigital.com
1.-
José Napoleón Oropeza es un incansable lector de poesía. Amanece con el espíritu pleno de imágenes que lo han convertido en una suerte de memoria andante. Mientras lee poesía viaja hacia la novela, navega en el cuento y se sume en los ensayos sobre diversos temas que deja en naufragio mientras el día se hace claridad sobre la tapa de los libros.

Hablamos de un creador que respira sobre los versos de otros. Su faena de escritor, su trabajo de buscador de asombros no lo limita, lo impulsa a ser más indagador. De ese esfuerzo gratificante, como él mismo lo ha dicho, ha nacido El habla secreta (Rostros y perfiles de la poesía venezolana del siglo XX), lanzado al público por la Dirección de Medios y Publicaciones de la Universidad de Carabobo, Valencia, 2011, en la Colección Sangre de Imprenta y la Serie Ensayo Plural. Con esta obra José Napoleón Oropeza se alzó con el Premio I Bienal Nacional de Literatura “Orlando Araujo” en el año 2001.

El habla secreta es el primer volumen que el novelista barinés residenciado en Valencia ha escrito, con la porfiada intención de terminar el segundo, con el cual redondeará sus trasnochos y desvelos por la palabra poética nacional. Se trata de un esfuerzo en el que Venezuela se convierte en una voz sonora, calificada y honda, producida por los hombres y mujeres que se han dedicado a labrar la palabra y hacerla brillar.

foto:el-nacional.com
2.-
Incansable como es, ha estudiado con porfía madrugadora  a Salustio González Rincones, José Antonio Ramos Sucre, Fernando Paz Castillo, Vicente Gerbasi, Enriqueta Arvelo Larriva, Luz Machado, Ida Gramcko, Ana Enrique Terán, Juan Liscano, Juan Sánchez Peláez, Rafael Cadenas, Rafael José Muñoz, Ramón Palomares, Alfredo Silva Estrada, Víctor Valera Mora, Gustavo Pereira, Rafael Ángel Insausti, Eugenio Montejo, Luis Alberto Crespo, Teófilo Tortolero, José Barroeta, Pérez Só, Hanni Ossott, Alejandro Oliveros, Rafael Arráiz Lucca, Armando Rojas Guardia, Yolanda Pantin y a Harry Almela.

Una larga entrada da cuenta de la manera de fijar el rostro de la palabra poética. El Poema: morada de un instante se pasea por el origen, las sombras y las luces de la poesía desde los primeros tiempos hasta este ahora que se nos escapa de las manos, porque el tiempo —aunque suele detenerse un instante— vuela y se convierte en cenizas. Desde los presocráticos, quienes hicieron del universo un grano de arena, pasando por los elementos convertidos en imágenes, en revelaciones, hasta las teorías de la sustitución y la representación, este trabajo ahonda en los cambios, mutaciones o transformaciones hasta llegar al poema.

Cada poeta leído constituye un ensayo de fino tramado. Escrito como se escribe un poema, como se ensaya para decir de la poesía. No en vano José Napoleón Oropeza tuvo sus registros poéticos en sus inicios, plataforma que lo sostiene para entrar y salir de los autores con rigor y calidad expresiva.

foto:semantikratos.blogspot.com
Una breve nota nos ayuda a inclinarnos sobre este libro: “Cuando analizamos los códigos y comprendemos el significado de la imagen artística, el valor de la imagen en una pintura, de una escultura, o en un poema y comenzamos a penetrar su esencia, comprendemos cómo está estructurada la imagen. Valoramos el sentido de la transformación de los signos. Pero luego, sobre todo, de la creación de un universo no tan arbitrario como aparentemente pareciera”.

3.-
Este estudio de José Napoleón Oropeza ha sido poco difundido, razón por la cual mucha gente pregunta por él, sobre todo quienes están interesados en echarle un ojo a algunos autores que allí aparecen. Se impone en el futuro la reedición de este importante trabajo, toda vez que en los próximos meses debe aparecer el segundo volumen que involucra a otros poetas venezolanos.

El habla secreta, como lo dice el bello título, oculta y a la vez descubre para algunos lectores la densa atmósfera de una poesía que aún está por venir. En este viaje, porque todo libro lo es, encontramos muchos de los secretos que viven con las palabras, porque son palabras, silenciosas algunas, otras reveladoras de sonidos que sostienen el misterio de su invención.








Cuento: SANTA FE NORTE (De amores y domicilios) por ARNOLDO ROSAS (1960) Venezuela

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¿Has tocado el timbre de mi casa? A veces no suena. Cosas de electricista aficionado. Lo instalé un fin de semana cualquiera, hace tiempo atrás. En general cumple su función, pero, de pronto, echa chispas y nos deja a oscuras; otras se dispara solo; otras tantas no suena.

Uno de estos días, Carmen, mi esposa, cansada, contratará a un profesional para solventar el problema; mientras, tendremos este detalle irregular que de alguna manera nos recuerda que sólo Dios es perfecto.

Punto curioso, se me olvidaba decir, nadie aún se ha quedado afuera esperando ser recibido. Suene o no el timbre, alguno de nosotros abre la puerta y recibe al visitante. Como si los cortos circuitos lo conectaran a nuestros corazones para decir al unísono:

—¡Bienvenidos, pasen adelante!

La sala muestra al azar lugares visitados: solo, en pareja, en familia. Costa Rica enlaza a India, y Perú conecta con Chéster, Cheshire. Pakistán sirve de apoyo a Fort Worth, Texas; y Tintorero brinda sombra a Tigre, Argentina. Sao Paulo, junto a Fráncfort, acompaña a República Dominicana en la pared frontal. La Guajira apoltrona un licor jamaiquino… ¡Veleros de Panamá! ¡Tallas del Ecuador! ¡Caracoles de la Margarita! ¡Artesanías de Paipa! ¡Autobuses londinenses! ¡Sillas de Falcón! ¡Molinos de Holanda! ¡Cerámica romana! ¡Cerámica española! ¡Cerámica francesa!: ¡Rueguen por nosotros!

En la mesa del centro: fotos. Muchas fotos para Daniela, mi hija, cronista privado y familiar. Las colecciona, las clasifica, elabora collages, arma árboles genealógicos llenos de afectos. No en balde estudia Comunicación Social. Difundirá nuestras historias como chismes de pequeños burgueses al margen de cualquier grandeza que nadie quiere, que nadie busca. Nada más allá de ese día de playa, de ese bautizo, de esa primera comunión, de ese acto académico, de ese matrimonio, de ese otro bautizo, de esa otra primera comunión, de ese otro acto académico, de ese otro matrimonio, de ese otro día de playa... Todos tan parecidos, donde sólo el tiempo y la calidad de la foto cambian. ¡Ah jueguito el tuyo, Daniela querida! ¡Coleccionar un álbum con puros cromos repetidos!

Ese gallo de madera, obsequio de mi compadre Carlos —el que está al lado del equipo de sonido, sobre el libro naranja que me regaló Claudia, mi cuñada— desconoce su naturaleza. Rechaza su condición inanimada y, a los primeros rayos de sol, nos despierta consistentemente con un canto portentoso y electrizante.

Andrés Ignacio, mi hijo menor, ha intentado servirle de terapista, de psicólogo:
—Eres un adorno —le dice—. Tú no cantas, sólo estás y embelleces.

Pero no hay modo: Inmutable, continúa el rito matutino, sin alzar un ala, sin abrir el pico, sin levantar vuelo, con el canto claro y fuerte del que se sabe poderoso.

Al final de cuentas, reflexiona Andrés Ignacio, mejor así:
—¡Siempre estoy puntual en la escuela!

Arnoldo Rosas.foto:letralia.com
Mi rincón, tú rincón, nuestro rincón. Mi espacio tiene nombre y un cuadro colorido con una sartén y un pescado frito, y música de toda índole: jazz, folklórica, popular, balada, ranchera, tango, rock... Para que escuchemos lo que te gusta mientras conversamos y bebemos algo que anime la charla en este sofá-cama donde me arrincono y pienso y recuerdo e imagino y me fugo y me apersono y me confronto y me conforto: Mi rincón.

Pero este sofá-cama también es nuestro hotel para visitantes. Servicio cinco estrellas para hermanos, primos y compadres; viajeros todos que buscan este refugio en las no tan deseadas visitas a la capital.

Se abre en la noche y se arregla con sábanas limpias y un par de caramelos sobre la almohada como toque de cariño y picardía que Carmen le pone.

Se guarda en la mañana mientras el ocupante disfruta un café después del baño.
¡Tanto esmero y nunca una propina!

¿Qué te ofrezco? Un licorcito siempre es bienvenido para matizar la conversa. Aprendí de un conocido, un compañero de trabajo, a tener la mayor variedad posible de licores para ofrecer. Es como de mal gusto decir “de eso no tengo”, decía. Retaba al visitante a solicitarle algo que no tuviera en la despensa de su bar, por tipo o, incluso, por marca. Nunca lo vi perder el reto. ¿Lo extraordinario? Era abstemio. Sólo agua, jugos y refrescos bebía.

Del resto de la familia qué te cuento:
Nairobi, mi hermana, nos visitó en algún momento memorable: un bautizo, una primera comunión, un aniversario importante...

Papá murió, era hora...
Mamá no recuerda nada, sólo el olvido, el olvido, el olvido...

Fiel creyente de que la vida es sueño, Jesús Rafael, mi hijo mayor, duerme.

Ha perfeccionado este arte. Duerme de día y no se desvela de noche. Duerme y come Jesús Rafael. Come y duerme Jesús Rafael. Día y noche, duerme Jesús Rafael.

Para hablar con él, saber de él, estar con él, he contratado los servicios de un famoso hipnotista.
En la profundidad de la inducción, todos reunidos en familia, vamos de paseo a los lugares adonde Jesús Rafael nos conduce.

Ahora lo entendemos.
Ninguno de nosotros quiere despertar.

Daniela tiene un sueño recurrente. Un espacio blanco irradiante, sin sombras, sin matices de color, sin sonidos. Sólo una silla blanca en el centro.

De pronto, alguien de la familia está sentado allí: sin hablar, tenso, con el torso erguido, las manos en el regazo, las piernas rectas, la vista al frente, inexpresivo.

Cada vez es alguien distinto. Primero el abuelo Agustín, después el abuelo Charo, la abuela Carmen, la tía Marichu...

Nos queda claro. Al contrario de ciertas películas con elencos fuera de serie, en los créditos del sueño, iremos desfilando por la silla en orden de desaparición...

En algún descuido mío, la casa se nos convirtió en un zoológico: peces de pelea, periquitos australianos, canarios mustios, hámsteres atolondrados, tortugas coprófagas, perros insaciables... Gracias a Dios, ya estamos de regreso. A fuerza de indolencia se nos fueron muriendo. Sólo el Chespi y una pecera vacía nos quedan.

Chespi, la mascota de Daniela, se orina por doquier. A orines de perro va oliendo íntegro el espacio. Ciertos días el hedor se siente desde afuera.

Lidis, la señora de servicio, persigue el olor con cloro, desinfectantes y aromatizadores asperjables en franca competencia con la vejiga del animal. ¿Quién ganará? Apostamos, aún a conciencia de conocer la respuesta. A estas alturas, ¿quién desconoce las Leyes de la Termodinámica?

Lidis va y viene a lo largo del año. Toma trimestres sabáticos sin aviso ni protesta. Viajes a su terruño, quizá para renovar el acento, para ver a los hijos, para gastar los ahorros.

Carmen le hace la suplencia con un ahínco increíble, para descubrir y redescubrir que nadie cuida o limpia como uno y que definitivamente no vale la pena pagar lo que se paga.

Pero Lidis siempre regresa y la recibimos como si nada: vagabundos que somos, caradura que somos...
Por algo lo dicen: ¡La confianza da asco!

También tenemos un fantasma. No huye a ensalmos, ni a dientes de ajo, ni a pencas de sábila, ni a velas benditas que alumbran en la noche. Fantasma valiente y colaborador: tiende alfombras al paso de la aspiradora y recoge vasos sucios olvidados en las habitaciones. Pocos, ajenos a nosotros, lo han visto. Nadie se asusta. Ventajas de la ciudad: ¡Fantasmas mansos entre tanto vivo pendenciero!

¿El baño?
Como en cualquier bar, al final del pasillo, a la izquierda.

foto:mylibreto.com
Disculpa el desorden. Tú sabes, tres adolescentes se turnan su uso. Por más que Carmen y Lidis luchen, persigan, acosen; no hay manera de que se pierda el aire de campo de batalla...

Eso sí, ¡limpio y con aromas de popurrí!

Tres adolescentes que van restringiendo nuestros espacios y se van apoderando inmisericordes de cada centímetro, de cada molécula de oxígeno y dejan sus huellas sin intención alguna de encubrirlas, dueños absolutos, amos del universo...

¿Por qué destendieron mi cama? ¿Quién me cambió el canal del televisor? ¿Dónde está mi camisa? ¿Alguien se llevó mi libro? ¿Por qué me prendieron la computadora? ¿Han visto mi cepillo para el pelo? ¡Daniela, ¿tienes mis botines?! ¡Andrés Ignacio, ¿te acabaste mi cereal?! ¡Jesús Rafael, ¿tienes mi almohada?! Nos escuchas a diario, clamando en el desierto...

Como a los ositos aquellos, Ricitos de Oro ha venido a visitarnos... ¡Gracias al Cielo! ¡Ojalá hubieses venido entonces!

Pero alguien nos recordó las quimeras, las utopías, las libertades, los derechos... Salimos a buscarlos con sonrisas, con cantos, con esperanzas, por las calles... Sin embargo, los Gobiernos no tienen madres, no tienen hijos, no tienen hermanos, no tienen amores... Sólo botas, peinillas, bombas lacrimógenas, perdigones, metralletas tienen... Allá quedó el asfalto, el concreto, rojo, rojito de sangre nuestra, y acá esta soledad terrible de espacios vacíos...

Mantel con migas. Servilletas arrugadas. Cenicero sucio. Vasos con posos. Hielera con agua. Lavaplatos atestado. Sillas desordenadas... Botones abiertos. Párpados caídos...

Un último café.
¡Vuelve cuando quieras!
Apago la luz.
Amén.


  
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De amores y domicilios Arnoldo Rosas©; Copyright© FB Libros C.A. Caracas (noviembre 2014); @FBlibros/@libreros; www.fblibros.com




ALGO ACERCA DE MÍ de ANNA ANDRÉYEVNA AJMÁTOVA (1889-1966) Imperio Ruso

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—por Alberto Hernández—

Anna Ajmátova.foto:liveinternet.ru
1.—
Regreso a Anna Ajmátova. Retorno a su puerta y toco y me abre con su testimonio Algo acerca de mí. Habla bajito. Tiene ojos tristes. La nariz aguileña, como quebrada. Simula la boca. Respira entre una fisura que los labios inventan.

Y vuelvo a ella luego de haberla visto en Soy vuestra voz y Somos cuatro, ambos títulos publicados hace algunos años por la editorial La Liebre Libre. Después me la tropecé en un poema una madrugada mexicana, entre un cuento mío y el ajetreo de los pasajeros en el aeropuerto del D.F. Regreso a Anna Ajmátova como quien regresa a un remolino. Pero esta vez me concentro un poco en sus textos en prosa y sus cartas, igualmente traducidas por la poeta Belén Ojeda. El tomo donde bebo estos mensajes lleva como título el mismo de su testimonio: Algo acerca de mí (bid & co. editor, Caracas 2009). 

Escancio la lectura, en la que aparecen personajes conocidos y borrosos de aquella Rusia y luego Unión Soviética que siempre ha representado una tragedia para el mundo. Pocos momentos de paz tuvo esta mujer dedicada a mirar la humanidad a través de las palabras, de hacer posible una belleza muy personal, dolorosa, frontal. Sin miedo.

En esta edición repasamos poemas conocidos. Fragmentos del Réquiem(1935). Una selección de sus libros, entre los que destacan La noche (1909), El rosario (1911/12/13), Rebaño blanco (1913/14/15), La caña(1934), Séptimo libro, ciclo Cinque (1945/46): El escaramujo florece (1946/56), El trébol moscovita, Poemas de medianoche (1963), Corona fúnebre(1944/1953) Poemas no incluidos en libros, y Cuartetas (1941/¿1964?).

foto:R.B.(juntalibros.wordpress.com)
2.—
En los Textos en prosa de la poeta tártara (rusa por su poesía) leemos semblanzas sentidas sobre Pushkin, quien dejó una marca imborrable en la poeta que nos habla. “Toda una época, no sin ruido, por supuesto, poco a poco ha sido llamada pushkiniana”. Tanta fue la presencia, la influencia de Pushkin que se decía de los lugares donde estuvo, seguramente donde leyó, bebió, durmió, amó. No obstante, el gran poeta dejó escrito:

No respondáis por mí, / podéis dormir en paz por ahora./ La fuerza es derecho y sólo vuestros hijos/ por mí os maldecirán”.

En otro texto sobre el mismo poeta, Ajmátova escribe acerca de la relación de éste con los niños, y aunque no existió la clara intención de dedicar su labor literaria a los más pequeños, éstos lo adoraban, tanto que evitaron que una estatua del poeta fuese derribada por el gobierno: “los niños que jugaban en el jardín, alrededor del monumento, dieron tal alarido, que hubo que llamar donde era necesario y preguntar qué hacer. Respondieron: “Déjenle a ellos el monumento”. El camión se fue vacío”.

Alexander Block es otro de los personajes que Anna Ajmátova toca con su prosa, así como a Mijaíl Lozinski, Amadeo Modigliani, a quien conoció en París. Petersburgo mereció dos notas: “La ciudad” y “Más sobre la ciudad”, en las que se pasea por sus monumentos, su gente y sus costumbres. Un toque de nostalgia con la piel adosada a Zárskoie Sieló. En “La garita” deja parte de su biografía, de sus orígenes, de la pobreza en una “dacha”. La familia forma parte de ese casi silencio que sentimos al leer sus dolores, la miseria humana y la tragedia.

En “Algo acerca de mí”, el núcleo del libro, la poeta viaja por la memoria de su existencia. Relata cómo  quedó su ciudad por efectos de la guerra, el hambre, los sobresaltos, acoso, arresto y asesinato de su hijo y, sin embargo, al final testimonia: “Soy feliz por haber vivido en estos años y haber visto acontecimientos sin igual”.

La parcela final del libro recoge varias cartas dirigidas, entre otros, a Briúsov, Blok, Gumiliov, Chulkov y Mandelshtam. Cada epístola es una referencia que nos ubica en medio de la azorada vida de esta mujer, pero también en los momentos de tranquilidad cuando su poesía alzaba vuelo y llenaba su espíritu.

foto:the100.ru
3.—
Belén Ojeda, quien traduce directamente del ruso, escribió en la entrada del libro un estudio titulado “Musa del llanto”, un paseo por la existencia de quien sufrió los rigores de una historia que no termina de borrarse. Pero también incluyó las opiniones de muchos de sus contemporáneos acerca de la poesía de quien fue valorada como una de las voces más importantes de la poesía rusa. Anna Ajmátova recibió diversos reconocimientos en Europa. América no tenía conocimiento de su existencia. En Italia le dieron el Premio Internacional de Poesía “Etna-Taormina”. En junio de 1965 fue reconocida con un doctorado honoris causa por la Universidad de Oxford.

Su muerte, ocurrida el 5 de marzo de 1966 en Moscú, produjo diversas reacciones en distintas generaciones de poetas y lectores que la vieron crecer y sufrir. Fue enterrada en Leningrado luego de ser velada en la Iglesia de San Nicolás del Mar.

Este libro recompensa muchos olvidos. Con él completamos parte de la Anna Ajmátova que habíamos leído en otras páginas. Quizás aparezcan otras que la aproximen mucho más a nuestras angustias personales.







LO QUE QUEDA de JOSÉ WATANABE (1945-2007) Perú

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—por Néstor Mendoza [*]

José Watanabe.foto:deperu.com
I
Lo que queda (Monte Ávila Editores Latinoamericana) es una antología que agrupa una muestra de cinco libros de José Watanabe. La edición es del año 2005. La adquirí hace cuatro años aproximadamente, gracias a la oportuna y siempre agradecida recomendación de un amigo. De tanto pasar sus páginas, de tanto doblarlas, ha ido perdiendo poco a poco la débil resistencia de la costura: el libro se ha descocido parcialmente y un pedazo de cinta plástica intenta reunir de nuevo las hojas. Alrededor de cada poema hay muchas anotaciones y borrones que dejo tras cada lectura. Leo, vuelvo a leer y dejo reposar el texto varios meses. Me olvido de su existencia. Hasta que retorna el interés —semanas, meses más tarde—, y sigo leyendo: su poesía se transformó en una residencia íntima, tan familiar que se confunde con los objetos de la casa.

Watanabe (1945) nace en el distrito de Laredo, un pueblo localizado en el departamento de La Libertad, en la costa norte del Perú. Su infancia transcurre en una hacienda azucarera, en un ambiente rural donde “el único valor era vivir”. Ese contexto lo lleva a valorar la naturaleza con otro sentido, uno menos bucólico, dotado de una fuerza casi panteísta. Residenciado en Lima, varios años después, inicia la carrera de Arquitectura en la Universidad Nacional Federico Villarreal, la cual abandona más tarde. Tuvo contacto con poetas limeños durante ese periodo capitalino; colaboró en diversas publicaciones literarias y se perfiló, en ese entonces, como una de las figuras más resaltantes de la poesía peruana de la década de los 70.

Conozco parte del trabajo de otros autores postvallejianos—Blanca Varela, Emilio Adolfo Westphalen, Martín Adán, Rodolfo Hinostroza, Carlos Germán Belli—. Dentro de ese grupo, José Watanabe se diferencia con gran vigor: su estilo, si bien no es un islote apartado, logra afirmar un acento genuino, conjugado con su laborioso lenguaje. Su obra poética consta de pocos libros, con intervalos relativamente largos de distancia entre la publicación de uno y otro. El primero de ellos, Álbum de familia(1971), revela el estilo minucioso y sosegado, la precisión verbal que caracterizará toda su obra y que sustenta su particular poética. Luego, y con una diferencia de dieciocho años, aparecerá, en 1989, El huso de la palabra. A pesar de tantos años de aparente sequía creativa, el motivo central de este largo silencio reafirma el trabajo orfebre y paciente de todos sus textos. Como él mismo dijera alguna vez en una entrevista, todo ese tiempo escribió constantemente; reescribió muchas veces varias versiones del mismo poema; tachó, corrigió y omitió material suficiente para armar, al menos, cinco libros. Pero ninguno satisfizo las exigencias de Watanabe. Esa obsesión revisionista será, en él, una poética en sí: cada poema, antes de llegar a ese punto final (el punto en que se “abandona”), siguió varios niveles de corrección, sin dejar lugar a la frase descuidada o gratuita.

Después de El huso de la palabra surgirían, con cierto margen de regularidad, los volúmenes Historia natural (1994), Cosas del cuerpo (1999), Habitó entre nosotros (2002) y La piedra alada (2005). También incursionó en otros géneros: publicó en 1999 La memoria del ojo, un relato histórico de la inmigración japonesa al Perú; la pieza teatral Antígora y varios guiones cinematográficos; entre ellos, La ciudad y los perros, una adaptación dramática de la novela homónima de Mario Vargas Llosa. En torno a los títulos disponibles en Venezuela, contamos solamente con Lo que queda, una muestra antológica hecha por Monte Ávila Editores en el 2005 y reeditada en el 2011. Solo eso se puede hallar, si nos limitamos al interés de las editoriales locales. En cuanto a publicaciones extranjeras, encontramos la antología El guardián del hielo (2003), una edición cubana a propósito del Premio de Poesía José Lezama Lima 2002, otorgado por la Casa de las Américas, con selección a cargo de Piedad Bonnett.

foto:adondevamos.pe
Quien más ha demostrado receptividad fuera del Perú ha sido la editorial española Pre-Textos; hasta ahora, tres títulos de Watanabe integran su catálogo: La piedra alada(2005), Banderas detrás de la niebla(2006) y Poesía completa (2008), estos dos últimos aparecidos tras la muerte del poeta a los 61 años, en el 2007, a causa de un cáncer de garganta.

II
Los poemas de José Watanabe procuran la univocidad del lenguaje, una exactitud hiperrealista. Los detalles aparecen minuciosamente descritos, mediante un ejercicio consciente de la escritura. Pareciera decirnos que el camino lo traza el orden en que se disponen las palabras, bajo una continua y sostenida vigilancia. Hay un ritmo particular, con diferentes matices y caídas repentinas: oraciones extensas que prolongan el aliento descriptivo. Watanabe concilia lo mejor del discurso en prosa con la cadencia del verso. Gran parte de su equilibrio rítmico radica en el manejo sintáctico. Cuando el poeta así lo requiere, se ciñe a la normativa gramatical, al uso prescriptivo de la oración, sin alterar la disposición que en el discurso tienen regularmente las palabras. Por eso, encontramos versos precisos que describen situaciones y espacios concretos, reflejando una realidad aparentemente verosímil. Puntos, comas, signos de interrogación, etcétera, cumplen una función limítrofe.

foto:serperuano.com
Hans-Georg Gadamer escribió que “la puntuación no pertenece a la sustancia de la palabra poética”. El origen de la puntuación del poema proviene, no solo de un estricto origen normativo, sino de un dictado interior, capaz de matizar cada verso de manera exclusiva. Estos recursos lingüísticos y expresivos se alternan, en la poesía de Watanabe, con el lenguaje transgresor: distinguimos una voz más desenfadada, una sintaxis libre, con muchas caídas y encabalgamientos; vemos la supresión de signos de puntuación y oraciones de largo aliento. En ese caso, el poema muestra mayor complejidad metafórica, mayor énfasis en el lenguaje sugerido, prescindiendo de ciertos usos habituales en la redacción formal. Entonces, no es solo imagen, metáfora. El poema toca dos orillas: sigue la normativa convencional y la transgrede, según su conveniencia. Hay un esfuerzo por agudizar el ojo que profundiza su visión para mostrar, no un lado inefable y metafísico, sino un lado cercano y concreto de la realidad, aquella realidad que muchas veces pasa desapercibida por ser tan obvia.

Dos años antes de fallecer, en uno de sus tantos viajes alrededor del continente, el poeta arribó a Venezuela para participar en la Semana Internacional de la Poesía. En ese marco, visitó la Casa Nacional de las Letras Andrés Bello y compartió la lectura de sus poemas, dejando en muchos de los asistentes —y sus lectores posteriores— una campanada sutil y sólida que aún resuena entre nosotros: todo su paciente trabajo poético continúa vivo en ese libro remendado que conservo.



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[*] Néstor Mendoza (Maracay, Venezuela, 1985). Poeta y ensayista. Licenciado en Educación (Universidad de Carabobo) y estudios de posgrado en Literatura Latinoamericana. Ha publicado Andamios (IV Premio Nacional Universitario de Literatura, 2011). Forma parte del comité de redacción de la revista Poesía, y de la comisión de cultura de la Feria Internacional del Libro de la UC (FILUC), Venezuela.





Kiko Mendive y sus vidas de papel - Ibsen Martínez: Simpatía por King Kong

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—por Gregory Zambrano (*)

(Para mi amigo Isaac Abraham López,
quien no sólo conoce el cine mexicano…lo ha vivido)

“El día que yo me muera /se acaban los trovadores/ y del cielo bajarán/ otros nuevos cantadores”, rimaba un hombre enjuto que hacía sonar su garganta imitando un bongó y golpeaba con sus manos el volante del camión que conducía. Se reía a carcajadas mientras el vehículo daba bandazos.
Luego le hablaba a un joven que había salido desde la Patagonia argentina: «Ushuaia, fin del mundo, principio de todo». Iba en busca de su padre, guiado por los dibujos que aquél le había enviado años atrás desde algún lugar insólito de América Latina,  y en ellos reconstruía la historia de los personajes que había conocido en el camino.

El joven descubriría que esos personajes tenían vida real y, precisamente, el que ríe y canta a su lado es Américo Inconcluso, a quien creía producto de la imaginación. El hombre no para de reírse estruendosamente y cuando hace una pausa lo mira y le habla, le pincela su filosofía acerca de la vida y la muerte mientras vuelve a los versos de su rumba y al serpenteo del camión que sigue sinuoso en el camino.

Cuando terminé de leer Simpatía por King Kong, la más reciente obra de Ibsen Martínez, volvió a mi memoria aquel personaje tan etéreo y sonriente que tomaba corporeidad y repasaba los males del siglo en los países latinoamericanos azotados por las dictaduras. Esto ocurre en la película “El viaje”, dirigida por Fernando Solanas, con música de Egberto Gismonti y Astor Piazzolla. La volví a ver después de muchos años para encontrarme la mirada desquiciada de Fito Páez en su papel de estudiante preparatoriano, y a un Kiko Mendive que cuenta, canta, baila y como el personaje mitológico que remonta el río Aqueronte, guía al joven Martín que en busca de su padre se encuentra a sí mismo.

La visión cinematográfica me remontó al pasado para imaginar a este mismo personaje, eléctrico y sonriente, cantando en un cine habanero una rumba que decía “King Kong no le temas /al aeroplano enemigo (bis)/ Estamos contigo, King Kong/ Todos los niches, King Kong/ La rubia sí quiere, King Kong/ Y quiere contigo, King Kong”…mientras un coro de muchachos le hacían estribillo. También me gustó imaginar que en una de esas funciones improbables pudo estar Guillermo Cabrera Infante, furtivo en el cine Actualidades, viendo la misma película para después concluir poéticamente en que “la tradición desde King Kong obliga a que el monstruo siempre rapte a la heroína, pero después no sepa qué hacer con ella, más que gastar toda la pólvora del amor en las salvas del suspiro.”

Ciertamente, el Kiko Mendive de carne y hueso que vimos en el cine y la televisión guardaba mucho de la historia musical y artística de Cuba, México y Venezuela en la segunda mitad del siglo XX, pero él no era más que un sobreviviente. Un personaje de segunda que se representaba así mismo cada lunes en “Radio Rochela”. Ahora Ibsen Martínez lo saca de ese nebuloso pasado donde vive convertido en recuerdo. Vuelve a la memoria la nota cómica, un breve sketch del recordado espacio televisivo diciendo “aguuuua”. Kiko Mendive, o Kiko Malanga es el personaje que junta varias historias en Simpatía por King Kong: la suya propia, arrancada de una sala de cine habanero en los años treinta. Allí comienza el mito. Lo vemos luego en los escenarios mexicanos actuando de la mano de grandes directores cuando el cine de ese país estaba en su apogeo y cosía con hilos dorados su mejor época. Lo vemos intercediendo a favor de Dámaso Pérez Prado para que lo contratara un empresario mexicano, anticipándose así a la leyenda de quién sería llamado el “rey del mambo”. Y lo vemos desplazado a Venezuela huyendo de una historia de amor, de una obsesión que pudiera llamarse Ninón Sevilla, África o Socorro.

Kiko Mendive.foto:garabateando.wordpress.com
Luego emerge convertido en un actor de segunda categoría en un espacio televisivo de corte popular. Hace reír y oculta sus tristezas, sus frustraciones, su procesión, la procesión que va por dentro. Aquí se conecta la segunda historia, la de Venezuela a finales de los años ochenta, el país que comenzaba a fracturarse en la desmesura de sus riquezas, y también en la desidia y la corrupción. Esto es el telón de fondo donde el personaje urde su plan de vida tras las luces de los estudios y los lugares de diversión. Y es también el escenario donde se encuentra aquel día de febrero, cuando comenzaron las protestas de Guarenas, luego los saqueos en la capital y otras poblaciones, el día triste en que bajaron los cerros y se produjo el “estallido social” que recoge la historia con el infausto nombre del “Caracazo”. La obra lo sitúa en el ojo del huracán, impelido al saqueo en procura de un vibráfono. Un final nada glorioso para este antihéroe de papel.

Una tercera historia, la del narrador, repasa también cinematográficamente los hechos de su vida, matizados por la pasión musical, los amores frustrados, la cercanía al poder político y mediático, la memoria de aquellos años llenos sueños que se truncan con el exceso de realidad, porque todo parece adverso, y realmente lo es. Por las páginas de este relato desfilan nombres reales y nombres simulados (cuyos verdaderos rostros son perfectamente reconocibles), mientras pasa una mirada dolorosa sobre el país. El resultado es una obra que nos atrapa por su dinamismo, que nos lleva a recorrer diversos planos espaciales y temporales, como si fuera una suerte de mirada cubista. Nos movemos en distintas geografías y siempre tenemos al país en crisis, al personaje Kiko Malanga que entra y sale del escenario, que se rebusca como vendedor de yuca en el mercado de Quinta Crespo y lucha por sobrevivir en un medio cada vez más deprimido.

El narrador y el personaje se conocen, se recelan, se alejan, se reencuentran. El trasfondo es la pieza musical “Simpatía por King Kong”, que había sido compuesta por Kiko en La Habana, cuando era apenas un adolescente aficionado al cine y a la música popular. La canción que nunca se había grabado, aunque Pérez Prado le hubiese hecho los arreglos. Ese es el leitmotiv de la historia. El narrador se la sabe de memoria y es capaz de cantarla acompañando su voz con el golpeteo de sus manos sobre una mesa.

Este relato juega de manera eficaz a contar una “historia de vida” que no se acopla de manera estricta con los hechos. Los inventa para solapar la verdad ficcional, se apega a lo verosímil. Es el homenaje a un hombre cuya existencia real está dotada de fábula. Es la historia de un perdedor, pero de aquellos tipos que dejan una huella profunda. Por eso los rescata la literatura y los hace duraderos. Ibsen Martínez lo logra con creces.

Quien quiera buscar los hechos épicos de esta historia, que consulte una enciclopedia, quien quiebra reírse, que vea los sketches de Radio Rochela donde Kiko actúa con sus ojos bien abiertos y sus gestos previsibles; quien quiera recordarlo con su acento musical que lo escuche cantando “El telefonito”. Quien quiera acercarse a una historia literariamente bien contada —arte de entretejer con hilo finísimo la intriga novelesca— que lea Simpatía por King Kong. Mejor si es de un tirón. Seguro la disfrutará y también le dará la oportunidad de pensar en aquella Venezuela que daba todas las señales de que se venía abajo; lo hará reír con esa risa que a veces es amarga y gozará con las peripecias de aquel personaje que abandonó su país, no casualmente un día de Santa Cecilia, en 1938 (¿o acaso fue en 1939?), y recorrió diversas geografías antes de recalar en la Tierra de Gracia donde entregó su talento y dejó sus huesos en medio de la más atroz indiferencia.

(Ibsen Martínez, Simpatía por King Kong, Caracas, Planeta, 2013).



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 (*)Gregory Zambrano (Mérida, Venezuela, 1963). Poeta, ensayista, crítico literario y editor. Doctor en Literatura Hispánica por El Colegio de México, Ciudad de México. Profesor titular jubilado de la Escuela de Letras, Facultad de Humanidades y Educación de la Universidad de Los Andes, Venezuela. Actualmente, profesor e investigador de la Universidad de Tokio, Japón.





PUTAS ASESINAS de ROBERTO BOLAÑO (1953-2003) Chile

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—por Juan Martins (*)—

Putas asesinas de Roberto Bolaño, editado por Anagrama (2001). Relatos que se estructuran a partir de la condición del sujeto/narrador. Éste se coloca sobre una relación abierta de personaje/narrador. Tal espaciedad narrativa tiene el objeto de desplazar al lector en la sintaxis de un relato en el que se ensayan aquellas condiciones del escritor, su visión en torno a la literatura, pero como si el hecho literario deviniera del mismo contexto narrativo cuya formalidad se expresa por exigencia del lector.Entendiendo por esta exigencia un movimiento interno y dinámico el cual le va a producir placer por ese encuentro con otras realidades, con ese entorno imaginado y ficcional. Es decir, el lector se entregará con el mismo rigor al compromiso con la literatura, por aquello que se representa sobre este espacio de significancia y de la estructura de lo narrado. Es por lo demás, cuerpo, unidad de significación. El signo se introduce en el pensamiento del lector (el lugar donde se posesiona el narrador). De este modo el componente lúdico será el flujo de aquella sintaxis. La impronta de ese divertimento, del gusto por la lectura, el hallazgo con otras realidades que, como decía, es ficcional, pero se sostiene desde la reflexión, desde la otredadpara devolverle la metáfora al lector y el placer en la elaboración conceptual de esa realidad, la cual se define en el instante de la lectura.La lectura entonces establece su eje entre las diferentes realidades: la que es para el lector, aquella del narrador y el yo poético del autor los cuales se componen en el lugar del relato. Todo en uno para hacer del relato lenguaje, rigor de la composición y allí se centra esa búsqueda. El lector se le contará algo (a pesar de que estaremos unos lectores con ganas de una cosa y otros con otra), pero la historia se desvanece en el ritmo del lenguaje: las palabras, su gramática y estilo me entregan a esa realidad, a la alteridad en la construcción de su única verdad para el autor: lo escrito, y sobre la escritura me edifico como lector. El lenguaje como tensión de la vida que se forja en la realidad del relato: la vida de los escritores, la relación del narrador con estos escritores afines, otros distantes en la herencia estética de Roberto Bolaño.

En sí, Bolaño es materia para sus relatos, antes de cualquier edición, incluso ésta, ya vida y literatura están metidas en el lugar del lector, en esa tensión que se crea alrededor de los escritores, una relación estrecha con cierta modalidad literaria, si queremos con una tradición de una literatura cercana a sus amigos.

Es el caso de Enrique Vila-Matas: sus personajes recrean es mundo vivido por el hecho de ser escritores. Y por una parte es placentero, queremos formar parte de esa dinámica, de ese divertimento para el lector que es la escritura en sí. Tanto dentro como fuera de ella, es una unidad que se descubre en la literatura. Claro está, la literatura como estilo de vida.

Roberto Bolaño.foto:madimado.com
Así por ejemplo el destino del poeta (en tanto personaje) será huir de su búsqueda. Recrear aquella paradoja del escritor lumpen, lanzado a su condición de desconocido pero con la madurez literaria que aporta reconocerse en un oficio que se domina a puro pulso de habérselo ganado con el mérito de identificar la tensión y el ritmo que impone la escritura.

Así son estos relatos, así son estas historias que nos construye y se construye sobre la dinámica conceptual, rigurosa y creativa, potencial e imaginativa de estos relatos: Enrique Martín, Vida de Anne Moore, entre otros, de su otro libro Llamadas telefónicas se presentan como la continuidad de éste otro al que aquí hago referencia. Están allí presentes, pienso que están hechos para que el lector no les dé un tiempo exacto de escritura. Por el contrario, pertenecerán —cada uno de estos relatos en conjunto— al tiempo del lector, de esa pasión con la que se escribió (como estilo de vida, ¿acaso había otra para Bolaño?).

Entre un libro y otro los cuentos se parecen, nos pertenecen en una posible continuidad narrativa, más por su estilo que por lo que nos quiera contar, lo diré de una vez, por el lenguaje. Importa es el lenguaje, cómo le funciona en la edificación literaria a la voz del narrador. Los desenlaces de sus relatos están para terminar de la manera más sencilla e inacabada, pero todo forma parte de un convenio con el lector, que éste encuentre más en el estilo, el ritmo y la cadencia de lo gramático que en la historia. Lo sustituido por la historia estará en la composición de ese lenguaje alcanzado.

Por ejemplo en su relato Buba, la distancia con la vida. La no/vida como identificación del personaje: habla desde la ficcionalidad de la muerte como estructura narrativa y trasgrede un sentido de la realidad por otro. En ese sentido de interpretación es ficcional, pero también quiere dejar un sentido veraz en el relato, que sea creíble para quien lee y por tanto divertido.

foto:blog.frieze.com
Vayamos entonces al relato que le da título al libro, Putas asesinas. Allí poco me interesa si hay o no putas asesinas (que en efecto se presentan), en cambio, el ritmo con el que se introduce el personaje asesino, es lo que crea la tensión, el sentido estético de la escritura donde se hace literario el diálogo, el constante diálogo, descolando la convencionalidad del emisor en un lugar más íntimo para el lector. De alguna manera formaré parte de ese relato en una relación abierta con el enunciado: soy yo/lector quien establece el discurso.

Veamos: en Putas asesinas, la historia parece simple, en tanto a la estructura literaria, es un cuento sobre la venganza. Una prostituta ve en la televisión a un hombre quiere tomarlo y va en pos de él para asesinarlo, quizás, la ambigüedad está planteada. El cuento, mediante la técnica del dialogo me involucra. Me hacer forma parte de éste, como si el uso consecutivo de guiones largos (para graficar el diálogo de acuerdo con el signo de la escritura) sean escritos en un espacio mental del lector, me involucra en ese ritmo de las imágenes, como si fuere una película que necesita recorrer la memoria del lector lo más pronto posible. Y lo alcanza. De esta manera, como suele suceder en una buena parte de estos relatos, el tratamiento del contexto en lo narrado pone en evidencia el carácter sórdido del cuento como para definir un ritmo con la estructura del relato. Lo hemos dicho cuando indicábamos más arriba cómo trata el lenguaje a modo de hacer del lector su pertenencia.

Así el personaje Arturo Belano (alteridad del yo poético del autor) es colocado como identidad de ese sujeto/personaje a modo de alcanzar esos estados oníricos, cercanos y ficcionales del relato.



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(*) Juan Martins(1960, Venezuela), dramaturgo, escritor, editor, crítico teatral y promotor cultural con amplia trayectoria internacional. Magíster en Literatura Latinoamericana, UPEL, Maracay. Ha recibido honores y premios en drama y literatura, dentro y fuera de su país.





ESPERANDO A LOS BÁRBAROS de J.M. COETZEE (1940) Sudáfrica

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—por Alberto Hernández—

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Un silencio lejano aproxima el terror. Una potencia, un imperio, se adueña de un territorio y somete a sus habitantes, los domina con una suerte de exilio, de destierro, de acoso, de barbarie. Sin embargo, quienes han sido sometidos son llamados bárbaros por quienes tienen el poder.

Un Magistrado, convencido de sus debilidades, asume la defensa de los que al ser capturados reciben los peores tratos. Un poblado en la frontera de un país X, donde el centro de la vida es un cuartel, sirve de base de operaciones donde se realizan torturas, vejaciones y todo tipo de crueldades. Mientras tanto, el Magistrado los interroga y se hace de una joven “bárbara” a quien cuida, cura sus heridas y hasta convierte en su mujer. Luego decide devolverla a sus orígenes, a su gente. Viaja con una comisión al desierto donde está ubicada la tierra de los invadidos, acorralados por la naturaleza: nieve, calor, polvo, arena, etc. El Magistrado entrega a la mujer y regresa al cuartel y es enjuiciado por hacer contacto con el enemigo.

Un Coronel, que tiene como insignia el uso permanente de cristales negros, quien ha sido el más perverso interrogador de los capturados bárbaros, es ahora el juez que encierra al Magistrado en una inmunda celda. La llegada de los militares, al mando de un oficial muy joven, fue celebrada por el poblado. Luego se arrepentiría al someterlo a la ruina, al abandono. Un retrato de una realidad que sobresale en estos tiempos, y que tiene como referente los errores de pasados cercanos, pero que no han servido de ejemplo para no seguir siendo esclavo de ellos. La tragedia de ese poder está centrado en el hecho de que los “bárbaros” siempre han estado allí. Que nunca han sido una amenaza, pero que con el tiempo podrían convertirse en otro poder.

John Maxwell Coetzee
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Esperando a los bárbaros (Riesa Ediciones, Buenos Aires, 1983) es la primera novela de J. M. Coetzee, un relato cuya realidad ya ha ocurrido y sigue ocurriendo. Un relato en proceso, en plena vigencia en estos tiempos, un relato que registra la crueldad y la capacidad para convertir a una región en un establecimiento de tortura, de miedo. Es una novela sobre el poder. Escrita sin sobresaltos temporales, Esperando a los bárbaros podría ser la historia de aquella Sudáfrica que los llamados afrikáners transformaron en un experimento que con los años se tradujo en el apartheid. Podría ser también la de Australia. La de cualquier país de África o de América Latina. Es parte de la historia universal de la infamia. Es parte del relato de muchos crímenes que Coetzee convirtió en ofrenda. Es la historia de una conjura en la que participan los muertos, los que susurran durante la noche en la imaginación de muchos personajes.

El narrador protagonista, el mismo Magistrado, desnuda sus emociones a través de este texto: “No oigo nada de los alaridos que, según contó después la gente, venían del granero. Esa noche, en todo momento, mientras atiendo mis ocupaciones, tengo conciencia de lo que puede suceder, e incluso mi oído está siempre afinado al sonido del dolor humano”.

Premio Nobel de Literatura 2003
El coronel, de apellido Joll, no tiene misericordia con nadie. Su odio lo concentra en la manera de interrogar, oficio en el que es experto. La experiencia judicial con el Magistrado convirtió a este último en un prisionero. La intensidad de los interrogatorios, la tensión en los diálogos muestran la maestría de Coetzee. Un engranaje narrativo que coloca dos conciencias frente a frente. Finalmente, el Magistrado es una marioneta, una burla, un mendigo, un indigente que duerme con los perros en el patio del cuartel. Hasta que se escapa: recorre el monte, se esconde como una alimaña bajo la cama de una prostituta, filosofa, casi muere de frío, regresa a su sitio de reclusión. Se olvidan de él cuando lo huelen y lo sienten como parte de los animales del lugar. El Magistrado es un ofendido, un humillado que piensa y se recuesta del tronco de un árbol y se rasca el lomo como un jumento. Pero piensa. Sabe lo que viene.

3
El poder, costado funerario de la cadena de mando del imperio, comienza a presentar problemas. Entonces Joll regresa a la ciudad y abandona el cuartel. Lo deja solo con dos o tres soldados. El Magistrado asume de nuevo sus funciones. Toma sus papeles. Revisa y hace un inventario de su comportamiento con las mujeres, con la mujer que entregó a los bárbaros. Finalmente, éstos nunca llegan. Han sido una metáfora del terror que incita el poder. No obstante, de los huesos de los primeros habitantes de la zona, hallados por el Magistrado, de esos restos brotan miradas que se depositan en el poblado. Los ojos que vienen del desierto, del frío, del silencio, de la lejanía, representan el anuncio de que algo va a suceder. Esperando a los bárbaros es una poética del miedo, del dolor de las víctimas, del mismo poder, pero también de la cobardía de quienes lo ejercen.

Esos “bárbaros” podrían escribir otra página para emerger de las sombras e imponer su ley.





Cuento: AMOR de CLARICE LISPECTOR (1920-1977) Brasil

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Clarice Lispector.foto:bookforum.com
Un poco cansada, con las compras deformando la nueva bolsa de malla, Ana subió al tranvía. Depositó la bolsa sobre las rodillas y el tranvía comenzó a andar. Entonces se recostó en el banco en busca de comodidad, con un suspiro casi de satisfacción. Los hijos de Ana eran buenos, algo verdadero y jugoso. Crecían, se bañaban, exigían, malcriados, por momentos cada vez más completos. La cocina era espaciosa, el fogón estaba descompuesto y hacía explosiones. El calor era fuerte en el departamento que estaban pagando de a poco. Pero el viento golpeando las cortinas que ella misma había cortado recordaba que si quería podía enjugarse la frente, mirando el calmo horizonte. Lo mismo que un labrador. Ella había plantado las simientes que tenía en la mano, no las otras, sino esas mismas. Y los árboles crecían.

Crecía su rápida conversación con el cobrador de la luz, crecía el agua llenando la pileta, crecían sus hijos, crecía la mesa con comidas, el marido llegando con los diarios y sonriendo de hambre, el canto importuno de las sirvientas del edificio. Ana prestaba a todo, tranquilamente, su mano pequeña y fuerte, su corriente de vida. Cierta hora de la tarde era la más peligrosa. A cierta hora de la tarde los árboles que ella había plantado se reían de ella. Cuando ya no precisaba más de su fuerza, se inquietaba. Sin embargo, se sentía más sólida que nunca, su cuerpo había engrosado un poco, y había que ver la forma en que cortaba blusas para los chicos, con la gran tijera restallando sobre el género. Todo su deseo vagamente artístico hacía mucho que se había encaminado a transformar los días bien realizados y hermosos; con el tiempo su gusto por lo decorativo se había desarrollado suplantando su íntimo desorden. Parecía haber descubierto que todo era susceptible de perfeccionamiento, que a cada cosa se prestaría una apariencia armoniosa; la vida podría ser hecha por la mano del hombre.

En el fondo, Ana siempre había tenido necesidad de sentir la raíz firme de las cosas. Y eso le había dado un hogar, sorprendentemente. Por caminos torcidos había venido a caer en un destino de mujer, con la sorpresa de caber en él como si ella lo hubiera inventado. El hombre con el que se había casado era un hombre de verdad, los hijos que habían tenido eran hijos de verdad. Su juventud anterior le parecía tan extraña como una enfermedad de vida. Había surgido de ella muy pronto para descubrir que también sin la felicidad se vivía: aboliéndola, había encontrado una legión de personas, antes invisibles, que vivían como quien trabaja con persistencia, continuidad, alegría. Lo que le había sucedido a Ana antes de tener su hogar ya estaba para siempre fuera de su alcance: era una exaltación perturbada a la que tantas veces había confundido con una insoportable felicidad. A cambio de eso, había creado algo al fin comprensible, una vida de adulto. Así lo había querido ella y así lo había escogido. Su precaución se reducía a cuidarse en la hora peligrosa de la tarde, cuando la casa estaba vacía y sin necesitar ya de ella, el sol alto, y cada miembro de la familia distribuido en sus ocupaciones. Mirando los muebles limpios, su corazón se apretaba un poco con espanto. Pero en su vida no había lugar para sentir ternura por su espanto: ella lo sofocaba con la misma habilidad que le habían transmitido los trabajos de la casa. Entonces salía para hacer las compras o llevar objetos para arreglar, cuidando del hogar y de la familia y en rebeldía con ellos. Cuando volvía ya era el final de la tarde y los niños, de regreso del colegio, le exigían. Así llegaba la noche, con su tranquila vibración. De mañana despertaba aureolada por los tranquilos deberes. Nuevamente encontraba los muebles sucios y llenos de polvo, como si regresaran arrepentidos. En cuanto a ella misma, formaba oscuramente parte de las raíces negras y suaves del mundo. Y alimentaba anónimamente la vida. Y eso estaba bien. Así lo había querido y elegido ella.

El tranvía vacilaba sobre las vías, entraba en calles anchas. Enseguida soplaba un viento más húmedo anunciando, mucho más que el fin de la tarde, el final de la hora inestable. Ana respiró profundamente y una gran aceptación dio a su rostro un aire de mujer.

El tranvía se arrastraba, enseguida se detenía. Hasta la calle Humaitá tenía tiempo de descansar. Fue entonces cuando miró hacia el hombre detenido en la parada. La diferencia entre él y los otros es que él estaba realmente detenido. De pie, sus manos se mantenían extendidas. Era un ciego.

¿Qué otra cosa había hecho que Ana se fijase erizada de desconfianza? Algo inquietante estaba pasando. Entonces lo advirtió: el ciego masticaba chicle... Un hombre ciego masticaba chicle.

Ana todavía tuvo tiempo de pensar por un segundo que los hermanos irían a comer; el corazón le latía con violencia, espaciadamente. Inclinada, miraba al ciego profundamente, como se mira lo que no nos ve. Él masticaba goma en la oscuridad. Sin sufrimiento, con los ojos abiertos. El movimiento, al masticar, lo hacía parecer sonriente y de pronto dejó de sonreír, sonreír y dejar de sonreír como si él la hubiese insultado, Ana lo miraba. Y quien la viese tendría la impresión de una mujer con odio. Pero continuaba mirándolo, cada vez más inclinada. El tranvía arrancó súbitamente, arrojándola desprevenida hacia atrás y la pesada bolsa de malla rodó de su regazo y cayó en el suelo. Ana dio un grito y el conductor dio la orden de parar antes de saber de qué se trataba; el tranvía se detuvo, los pasajeros miraron asustados. Incapaz de moverse para recoger sus compras, Ana se irguió pálida. Una expresión desde hacía tiempo no usada en el rostro resurgía con dificultad, todavía incierta, incomprensible. El muchacho de los diarios reía entregándole sus paquetes. Pero los huevos se habían quebrado en el paquete de papel de diario. Yemas amarillas y viscosas se pegoteaban entre los hilos de la malla. El ciego había interrumpido su tarea de masticar chicle y extendía las manos inseguras, intentando inútilmente percibir lo que estaba sucediendo. El paquete de los huevos fue arrojado fuera de la bolsa y, entre las sonrisas de los pasajeros y la señal del conductor, el tranvía reinició nuevamente la marcha.

Pocos instantes después ya nadie la miraba. El tranvía se sacudía sobre los rieles y el ciego masticando chicle había quedado atrás para siempre. Pero el mal ya estaba hecho.

La bolsa de malla era áspera entre sus dedos, no íntima como cuando la había tejido. La bolsa había perdido el sentido, y estar en un tranvía era un hilo roto; no sabía qué hacer con las compras en el regazo. Y como una extraña música, el mundo recomenzaba a su alrededor. El mal estaba hecho. ¿Por qué?, ¿acaso se había olvidado de que había ciegos? La piedad la sofocaba, y Ana respiraba con dificultad. Aun las cosas que existían antes de lo sucedido ahora estaban precavidas, tenían un aire hostil, perecedero... El mundo nuevamente se había transformado en un malestar. Varios años se desmoronaban, las yemas amarillas se escurrían. Expulsada de sus propios días, le parecía que las personas en la calle corrían peligro, que se mantenían por un mínimo equilibrio, por azar, en la oscuridad; y por un momento la falta de sentido las dejaba tan libres que ellas
foto:filmow.com
no sabían hacia dónde ir. Notar una ausencia de ley fue tan súbito que Ana se agarró al asiento de enfrente, como si se pudiera caer del tranvía, como si las cosas pudieran ser revertidas con la misma calma con que no lo eran. Aquello que ella llamaba crisis había venido, finalmente. Y su marca era el placer intenso con que ahora gozaba de las cosas, sufriendo espantada. El calor se había vuelto menos sofocante, todo había ganado una fuerza y unas voces más altas. En la calle Voluntarios de la Patria parecía que estaba pronta a estallar una revolución. Las rejas de las cloacas estaban secas, el aire cargado de polvo. Un ciego mascando chicle había sumergido al mundo en oscura impaciencia. En cada persona fuerte estaba ausente la piedad por el ciego, y las personas la asustaban con el vigor que poseían. Junto a ella había una señora de azul, ¡con un rostro! Desvió la mirada, rápido. ¡En la acera, una mujer dio un empujón al hijo! Dos novios entrelazaban los dedos sonriendo... ¿Y el ciego? Ana se había deslizado hacia una bondad extremadamente dolorosa.

Ella había calmado tan bien a la vida, había cuidado tanto que no explotara. Mantenía todo en serena comprensión, separaba una persona de las otras, las ropas estaban claramente hechas para ser usadas y se podía elegir por el diario la película de la noche, todo hecho de tal modo que un día sucediera al otro. Y un ciego masticando chicle lo había destrozado todo. A través de la piedad a Ana se le aparecía una vida llena de náusea dulce, hasta la boca.

Solamente entonces percibió que hacía mucho que había pasado la parada para descender. En la debilidad en que estaba, todo la alcanzaba con un susto; descendió del tranvía con piernas débiles, miró a su alrededor, asegurando la bolsa de malla sucia de huevo. Por un momento no consiguió orientarse. Le parecía haber descendido en medio de la noche.

Era una calle larga, con altos muros amarillos. Su corazón latía con miedo, ella buscaba inútilmente reconocer los alrededores, mientras la vida que había descubierto continuaba latiendo y un viento más tibio y más misterioso le rodeaba el rostro. Se quedó parada mirando el muro. Al fin pudo ubicarse. Caminando un poco más a lo largo de la tapia, cruzó los portones del Jardín Botánico.

Caminaba pesadamente por la alameda central, entre los cocoteros. No había nadie en el Jardín. Dejó los paquetes en el suelo, se sentó en un banco de un atajo y allí se quedó por algún tiempo.

La vastedad parecía calmarla, el silencio regulaba su respiración. Ella se adormecía dentro de sí.

De lejos se veía la hilera de árboles donde la tarde era clara y redonda. Pero la penumbra de las ramas cubría el atajo.

foto:youtube.com
A su alrededor se escuchaban ruidos serenos, olor a árboles, pequeñas sorpresas entre los "cipós". Todo el Jardín era triturado por los instantes ya más apresurados de la tarde. ¿De dónde venía el medio sueño por el cual estaba rodeada? Como por un zumbar de abejas y de aves. Todo era extraño, demasiado suave, demasiado grande. Un movimiento leve e íntimo la sobresaltó: se volvió rápida. Nada parecía haberse movido. Pero en la alameda central estaba inmóvil un poderoso gato. Su pelaje era suave. En una nueva marcha silenciosa, desapareció.

Inquieta, miró en torno. Las ramas se balanceaban, las sombras vacilaban sobre el suelo. Un gorrión escarbaba en la tierra. Y de repente, con malestar, le pareció haber caído en una emboscada. En el Jardín se hacía un trabajo secreto del cual ella comenzaba a apercibirse.

En los árboles las frutas eran negras, dulces como la miel. En el suelo había carozos llenos de orificios, como pequeños cerebros podridos. El banco estaba manchado de jugos violetas. Con suavidad intensa las aguas rumoreaban. En el tronco del árbol se pegaban las lujosas patas de una araña. La crudeza del mundo era tranquila. El asesinato era profundo. Y la muerte no era aquello que pensábamos.

Al mismo tiempo que imaginario, era un mundo para comerlo con los dientes, un mundo de grandes dalias y tulipanes. Los troncos eran recorridos por parásitos con hojas, y el abrazo era suave, apretado. Como el rechazo que precedía a una entrega, era fascinante, la mujer sentía asco, y a la vez era fascinada.

Los árboles estaban cargados, el mundo era tan rico que se pudría. Cuando Ana pensó que había niños y hombres grandes con hambre, la náusea le subió a la garganta, como si ella estuviera grávida y abandonada. La moral del Jardín era otra. Ahora que el ciego la había guiado hasta él, se estremecía en los primeros pasos de un mundo brillante, sombrío, donde las victorias-regias flotaban, monstruosas. Las pequeñas flores esparcidas sobre el césped no le parecían amarillas o rosadas, sino del color de un mal oro y escarlatas. La descomposición era profunda, perfumada... Pero todas las pesadas cosas eran vistas por ella con la cabeza rodeada de un enjambre de insectos, enviados por la vida más delicada del mundo. La brisa se insinuaba entre las flores. Ana, más adivinaba que sentía su olor dulzón... El Jardín era tan bonito que ella tuvo miedo del Infierno.

Ahora era casi noche y todo parecía lleno, pesado, un esquilo pareció volar con la sombra. Bajo los pies la tierra estaba fofa, Ana la aspiraba con delicia. Era fascinante, y ella se sentía mareada.

Pero cuando recordó a los niños, frente a los cuales se había vuelto culpable, se irguió con una exclamación de dolor. Tomó el paquete, avanzó por el atajo oscuro y alcanzó la alameda. Casi corría, y veía el Jardín en torno de ella, con su soberbia impersonalidad. Sacudió los portones cerrados, los sacudía apretando la madera áspera. El cuidador apareció asustado por no haberla visto.

Hasta que no llegó a la puerta del edificio, había parecido estar al borde del desastre. Corrió con la bolsa hasta el ascensor, su alma golpeaba en el pecho: ¿qué sucedía? La piedad por el ciego era muy violenta, como una ansiedad, pero el mundo le parecía suyo, sucio, perecedero, suyo. Abrió la puerta de la casa. La sala era grande, cuadrada, los picaportes brillaban limpios, los vidrios de las ventanas brillaban, la lámpara brillaba: ¿qué nueva tierra era ésa? Y por un instante la vida sana que hasta entonces llevara le pareció una manera moralmente loca de vivir. El niño que se acercó corriendo era un ser de piernas largas y rostro igual al suyo, que corría y la abrazaba. Lo apretó con fuerza, con espanto. Se protegía trémula. Porque la vida era peligrosa. Ella amaba el mundo, amaba cuanto había sido creado, amaba con repugnancia. Del mismo modo en que siempre había sido fascinada por las ostras, con aquel vago sentimiento de asco que la proximidad de la verdad le provocaba, avisándola. Abrazó al hijo casi hasta el punto de estrujarlo. Como si supiera de un mal —¿el ciego o el hermoso Jardín Botánico?— se prendía a él, a quien quería por encima de todo. Había sido alcanzada por el demonio de la fe. La vida es horrible, dijo muy bajo, hambrienta. ¿Qué haría en caso de seguir el llamado del ciego? Iría sola... Había lugares pobres y ricos que necesitaban de ella. Ella precisaba de ellos...

—Tengo miedo —dijo. Sentía las costillas delicadas de la criatura entre los brazos, escuchó su llanto asustado.

—Mamá -exclamó el niño. Lo alejó de sí, miró aquel rostro, su corazón se crispó.

—No dejes que mamá te olvide —le dijo.

El niño, apenas sintió que el abrazo se aflojaba, escapó y corrió hasta la puerta de la habitación, de donde la miró más seguro. Era la peor mirada que jamás había recibido. La sangre le subió al rostro, afiebrándolo.

Se dejó caer en una silla, con los dedos todavía presos en la bolsa de malla. ¿De qué tenía vergüenza?

No había cómo huir. Los días que ella había forjado se habían roto en la costra y el agua se escapaba. Estaba delante de la ostra. Y no sabía cómo mirarla. ¿De qué tenía vergüenza? Porque ya no se trataba de piedad, no era solamente piedad: su corazón se había llenado con el peor deseo de vivir.

foto:vk.com
Ya no sabía si estaba del otro lado del ciego o de las espesas plantas. El hombre poco a poco se había distanciado, y torturada, ella parecía haber pasado para el lado de los que le habían herido los ojos. El Jardín Botánico, tranquilo y alto, la revelaba. Con horror descubría que ella pertenecía a la parte fuerte del mundo ¿y qué nombre se debería dar a su misericordia violenta? Sería obligada a besar al leproso, pues nunca sería solamente su hermana. Un ciego me llevó hasta lo peor de mí misma, pensó asustada. Sentíase expulsada porque ningún pobre bebería agua en sus manos ardientes. ¡Ah!, ¡era más fácil ser un santo que una persona! Por Dios, ¿no había sido verdadera la piedad que sondeara en su corazón las aguas más profundas? Pero era una piedad de león.

Humillada, sabía que el ciego preferiría un amor más pobre. Y, estremeciéndose, también sabía por qué. La vida del Jardín Botánico la llamaba como el lobo es llamado por la luna. ¡Oh, pero ella amaba al ciego!, pensó con los ojos humedecidos. Sin embargo, no era con ese sentimiento con el que se va a la iglesia. Estoy con miedo, se dijo, sola en la sala. Se levantó y fue a la cocina para ayudar a la sirvienta a preparar la cena.

Pero la vida la estremecía, como un frío. Oía la campana de la escuela, lejana y constante. El pequeño horror del polvo ligando en hilos la parte inferior del fogón, donde descubrió la pequeña araña. Llevando el florero para cambiar el agua estaba el horror de la flor entregándose lánguida y asquerosa a sus manos. El mismo trabajo secreto se hacía allí en la cocina. Cerca de la lata de basura, aplastó con el pie a una hormiga. El pequeño asesinato de la hormiga. El pequeño cuerpo temblaba. Las gotas de agua caían en el agua inmóvil de la pileta. Los abejorros de verano. El horror de los abejorros inexpresivos. Horror, horror. Caminaba de un lado para otro en la cocina, cortando los bifes, batiendo la crema. En torno a su cabeza, en una ronda, en torno de la luz, los mosquitos de una noche cálida. Una noche en que la piedad era tan cruda como el mal amor. Entre los dos senos corría el sudor. La fe se quebrantaba, el calor del horno ardía en sus ojos.

Después vino el marido, vinieron los hermanos y sus mujeres, vinieron los hijos de los hermanos.

Comieron con las ventanas todas abiertas, en el noveno piso. Un avión estremecía, amenazando en el calor del cielo. A pesar de haber usado pocos huevos, la comida estaba buena. También sus chicos se quedaron despiertos, jugando en la alfombra con los otros. Era verano, sería inútil obligarlos a ir a dormir. Ana estaba un poco pálida y reía suavemente con los otros.

Finalmente, después de la comida, la primera brisa más fresca entró por las ventanas. Ellos rodeaban la mesa, ellos, la familia. Cansados del día, felices al no disentir, bien dispuestos a no ver defectos. Se reían de todo, con el corazón bondadoso y humano. Los chicos crecían admirablemente alrededor de ellos. Y como a una mariposa, Ana sujetó el instante entre los dedos antes que desapareciera para siempre.

Después, cuando todos se fueron y los chicos estaban acostados, ella era una mujer inerte que miraba por la ventana. La ciudad estaba adormecida y caliente. Y lo que el ciego había desencadenado, ¿cabría en sus días? ¿Cuántos años le llevaría envejecer de nuevo? Cualquier movimiento de ella, y pisaría a uno de los chicos. Pero con una maldad de amante, parecía aceptar que de la flor saliera el mosquito, que las victorias regias flotasen en la oscuridad del lago. El ciego pendía entre los frutos del Jardín Botánico.

¡Si ella fuera un abejorro del fogón, el fuego ya habría abrasado toda la casa!, pensó corriendo hacia la cocina y tropezando con su marido frente al café derramado.

—¿Qué fue? —gritó vibrando toda.

Él se asustó por el miedo de la mujer. Y de repente rió, entendiendo:

—No fue nada —dijo—, soy un descuidado —parecía cansado, con ojeras.

Pero ante el extraño rostro de Ana, la observó con mayor atención. Después la atrajo hacia sí, en rápida caricia.

—¡No quiero que te suceda nada, nunca! —dijo ella.

—Deja que por lo menos me suceda que el fogón explote —respondió él sonriendo. Ella continuó sin fuerzas en sus brazos.

foto:amazon.de
Ese día, en la tarde, algo tranquilo había estallado, y en toda la casa había un clima humorístico, triste.

—Es hora de dormir —dijo él—, es tarde.

En un gesto que no era de él, pero que le pareció natural, tomó la mano de la mujer, llevándola consigo sin mirar para atrás, alejándola del peligro de vivir. Había terminado el vértigo de la bondad.

Había atravesado el amor y su infierno; ahora peinábase delante del espejo, por un momento sin ningún mundo en el corazón. Antes de acostarse, como si apagara una vela, sopló la pequeña llama del día.






El hombre que amaba a los perros de Leonardo Padura: utopía, distopía y desastre personal

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—por Luis Fernández-Zavala (*)—

"Si hubiera habido un asomo de Trotski en Cuba, hubiera sido el Che."
Leonardo Padura


La reciente apertura y “descongelamiento” de las relaciones diplomáticas entre Cuba y los Estados Unidos, con todo su correlato de apasionamientos y movidas políticas dentro y fuera de la Isla Mayor, cierra un gran círculo histórico que se abrió hace más de cincuenta años en pleno desenvolvimiento de la Guerra Fría. En este contexto, la lectura de la novela de Leonardo Padura, El hombre que amaba a los perros (Tusquets, 2003), adquiere una relevancia especial no solo en las actuales circunstancias en que Cuba está haciendo noticia en el mundo y existe una necesidad de comprender a Cuba desde el punto de vista de los cubanos, sino porque su temática tiene una relevancia universal.

Padura sumerge al lector en los porosos bordes entre historia y la biografía (los sociólogos dirían, la relación entre estructura social e individuo), forzando la pregunta sobre cuánta libertad tienen los individuos para actuar frente a las grandes tendencias socio-políticas que los envuelven. La respuesta a esta pregunta desde la literatura solo se puede dar como exploración, sin respuestas absolutas, y cuando la obra revela lo más íntimo de las obsesiones de los protagonistas en el contexto. Creemos que Padura lo logra magistralmente, dejando además abiertas muchas más preguntas al lector osado.

En 675 páginas, Padura nos lleva a un viaje por la siniestra historia del Estalinismo y la vida ciertamente azarosa de Trotski en el exilio (el político irreductible), Ramón Mercader (el asesino creado por el Estalinismo) e Iván (el frustrado escritor cubano en el presente) basado en una diligente investigación histórica y un fino manejo de las emociones e interioridades de personajes complejos.

El hombre que… ha recibido una atención especial de la crítica literaria, ganando varios premios (Premio Nacional de Literatura en Cuba en 2012, y los premios Gelmi di Caporiacco, Carbet del Caribe, Prix Iniciales, Prix Roger Caillois), siendo traducida a más de diez idiomas y estando en lista para su versión cinematográfica. Algunos críticos podrían señalar que esto se debe al carácter político de la obra. Algo así como decir que la obra de Vargas Llosa, La fiesta del Chivo, es importante literariamente porque cuenta la historia de un dictador. Creemos que la novela de Padura es importante porque, parafraseando a Kundera, cumple la única misión válida de una novela: ayudarnos a entender aspectos de nuestra humanidad, por más fétida que esta sea.

Trostski y Frida Kahlo.foto:fronterad.com
Padura se demoró cinco años para producir la información que no existía en Cuba sobre Trotski y Mercader. Este hecho mismo, ya es intelectualmente heroico. Su bagaje periodístico no le exigía menos. En la novela, el cubano Iván “encuentra” esta información a partir de sus reuniones casuales y fortuitas con un misterioso personaje (Jaime López) que paseaba sus perros en la playa de Santa María del Mar en el año 1977. Sus encuentros con este personaje lo impulsan a buscar leer sobre Trotski. Sin embargo, Iván, siendo un escritor y a pesar de tener toda la información de primera fuente, confiesa a su esposa su cobardía. Iván había interiorizado el miedo, la auto censura.

Ana se quedó mirándome hasta que el peso de sus ojos negros  aquellos ojos que parecían lo más vivo de su cuerpo comenzó a escocerme en la piel y al fin me dijo, con una convicción espantosa, que no entendía cómo era posible que yo, precisamente yo, no hubiese escrito un libro con aquella historia que Dios había puesto en mi camino… yo le di la respuesta que tanta veces me había escamoteado, pero que, por tratarse de Ana, le podía entregar:

No lo escribí por miedo.

En este pasaje y otros posteriormente, el autor nos introduce a la “Cuba real” y a las vicisitudes de su generación, aquella que se enroló en la utopía revolucionaria y pagó el precio del juego de la macro política, la burocracia y la crisis económica cuando se desintegra la Unión Soviética. La versión intimista, personal de Iván, narrada siempre en primera persona, no es panfletaria, ni es reemplazada por otra utopía o un despotricar lloroso contra el sistema. Lo que el lector aprenderá será acerca de cómo Iván “siente” la organización social en su cotidianidad pasmosa.

…Éramos la generación de los crédulos, la de los que románticamente aceptábamos y justificábamos todo con la vista puesta en el futuro… y allá nos fuimos sin esperar otras recompensas que la gratitud de la Humanidad y la Historia.

foto:storify.com
La historia de Trotski en cambio, es presentada desde la voz del narrador omnipresente que le permite al autor no solo concatenar los hechos de una “asesinato anunciado”, sino que también entrar en las emociones de un luchador social al cual se le está matando no solo a sus allegados y familiares, sino que también se le está privando poco a poco de su manejo de la política, que era su razón de ser. La tragedia de Trotski es que él está luchando por sobrevivir el asedio de todo un aparato estatal. Estado que ha decidido aislarlo y mantenerlo vivo hasta que le sea funcional su muerte como un evento político. En esta tragedia Stalin es el monstruo que corrompe la revolución proletaria con una fórmula de miedo, corrupción, manipulaciones y asesinatos. Stalin usa la utopía socialista, la más igualitaria del Siglo XX, para someter a sus creyentes para que sigan sus designios y coronen sus ambiciones de poder. Stalin convierte la utopía en una diatopía que en vez de hacer avanzar la Historia mediante la solidaridad, la hace retroceder con el odio, la descarrila y la hace caminar hacia atrás, hacia la barbarie.  Trotski disminuido y asediado quiere reencarrilar desde el exilio la utopía por la cual luchó toda su vida. La historia de Trotski en el exilio es la historia de su muerte en cámara lenta. La macro política diseñada desde el Kremlin decidirá el momento preciso cuando esta tortura del perseguimiento implacable deberá terminar.

A pesar de que llevaba doce años esperándola, en ocasiones era capaz de olvidar que, ese mismo día, tal vez en el momento más apacible de la noche, la muerte podría tocarle a la puerta. En el mejor estilo soviético, había aprendido a vivir con esa expectativa, a cargar con su inminencia como si fuera una camisa ajustada a su cuerpo.

Leonardo Padura.foto:sellocultural.com
La historia de Ramón Mercader se da entorno a cómo se crea un asesino. Para lograr su cometido el autor nos lleva de la mano por un periplo que empieza durante la guerra civil española, época en que Mercader es reclutado por GPU (inteligencia soviética comandada por Stalin) para realizar un acto de transcendental para el triunfo de la revolución proletaria mundial. Por aquel entonces, Mercader luchaba contra los fascistas, era un soldado más entre miles de patriotas republicanos de distintas tendencias izquierdistas, pero dadas sus características personales (educado, multilingüe, comunista acérrimo) y los contactos de su madre Soledad Mercader con la GPU, es escogido para ser la mano asesina de Stalin, iniciando su transformación de soldado a asesino solitario y calculador.

…Y en adelante recuerda, cada cabrón segundo de tu vida, que lo más importante es la revolución y que ella merece cualquier sacrificio. Tú eres el Soldado 13 y no tienes piedad, no tienes miedo, no tienes alma. Tú eres un comunista de pies a cabeza, Ramón Mercader.

Desde la época de su entrenamiento especializado como el Soldado 13, hasta el momento en que reaparece en París como Jacques Mornard, pasa un buen tiempo de inacción: la paciencia inculcada era la clave del éxito de su misión.  Los desafíos físicos y psicológicos durante su entrenamiento fueron enormes, pero una vez en la calle su mayor tormento era enterarse que no podía hacer nada para evitar el desastre de su España revolucionaria que estaba siendo aniquilada por las fuerzas franquistas, desenlace en el cual Stalin tuvo mucho que ver.

Un aspecto muy importante en su transformación es la presencia en su vida de mujeres fuertes que le demandan directa o indirectamente, probarles que él es un hombre a la altura de las circunstancias. África, la amante revolucionaria española con la que tiene una hija que nunca verá, y su madre Soledad Mercader, con quien tiene una relación conflictiva de amor-odio, lo empujan a entrar en el ciclo de la muerte agazapada. Años más tarde, en pleno desenvolvimiento del conspiración para matar a Trotski, aprovechará su carisma creado para manipular a Sylvia Ageloff, una norteamericana militante de la IV Internacional, y poder acercarse a su víctima. Esta mujer frágil y enamorada era la antítesis de las otras mujeres de su vida, no le exigía nada y existía para complacerlo.

Sylvia Ageloff cataba la desnudez de Jacques Mornard y pensaba que estaba viviendo un cuento de hadas… Si aquel joven, hijo de diplomáticos, refinado, culto, bello y mundano no era el mismo príncipe azul, ¿que otra cosa sería? La pasión con que Jacques le despertó los resortes oxidados de su libido la había lanzado más allá de todos los éxtasis inimaginables, hasta el punto de aceptar la condición de abstenerse de hablar de política, el monotema de su vida sin amor.

Aquí cabe señalar que en la vida tanto Trotski, Mercader e Iván, las mujeres tienen un papel relevante que marcan influencias muy poderosas en el derrotero final de los personajes y representan bajo las mismas circunstancias modelos diferentes de madres, esposas o amantes. Mientras Natalia Sedova es el ejemplo de mujer combativa que por más de cuarenta años es el pilar de la vida política de Trotski, apoyándolo, entendiéndolo, sufriendo la misma persecución y perdonándolo inclusive durante el affaire de Trotski con la sensual Frida Kahlo, Caridad Mercader es un ejemplo vivo de manipulación y odio que trasmite a sus vástagos varones; según sus propias palabras, ella sirve más para destruir y odiar que crear.

El hombre que… es una novela con muchas aristas y brinda al lector la posibilidad de reflexionar sobre muchos aspectos de los acontecimientos históricos de las décadas iniciales del siglo pasado y cuyas consecuencias se expandieron hasta mitad del siglo pasado y hasta un poco más. Muchos de los paradigmas ideológicos y de organización social creados por esa época, han seguido deambulando y han afectado a generaciones enteras de revolucionarios y ciudadanos comunes y corrientes en su vida cotidiana. Pero esto es una reflexión sobre la Historia. La reflexión más importante sin embargo, se ubica en el marco de la biografía ficcionalizada que nos permite visualizar las reacciones íntimas de los individuos frente a un contexto que los pretende subsumir.

Caridad Mercader.foto:walterlippmann.com
Finalmente, habría que remarcar que el rango de la obra de Padura es muy amplio y antes de la publicación de El hombre que…  ya era conocido fuera y dentro de Cuba por sus nueve novelas: Pasado perfecto, 1991; Vientos de cuaresma, 1994. Máscaras 1997. Paisaje de otoño, 1998. Adiós Hemingway, 2001. La novela de mi vida, 2002. La neblina del ayer, 2005; La cola de la serpiente, 2011. Herejes, 2011. Acaba de publicar un conjunto de relatos compilados en Aquello estaba deseando ocurrir (febrero, 2015) que trata sobre el erotismo, la amistad, la búsqueda del amor de unos cubanos excombatientes en Angola. Tanto en estos relatos como en las aventuras detectivescas de su personaje Mario Conte de la novelas mencionadas y en El hombre que amaba a los perros se encontrará una “cubanidad” y una “habanidad” impenitentes. Padura, según sus propias palabras no podría escribir si es que viviera fuera de Cuba.

Los perros como personajes: tarea para los lectores osados: ¿Cuáles son los nombres de los perros de Trotski, Mercader e Iván? ¿Cuál es la relación que ata a los personajes principales con sus perros? ¿Cuál es la intención del autor al presentar tres personajes que aman a los perros? ¿Es un recurso técnico para darle unidad a tres vidas diferentes o una alegoría sobre la humanidad de los personajes? ¿No sería un mejor título de la obra: Los hombres que amaban a los perros?

Links: http://ow.ly/JljqP   http://ow.ly/Jlmco



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(*) Luis Fernández-Zavala, Ph.D. Autor de El guerrero de la espuma y otras tantas despedidas (Pukiyari Editores, 2014). Disponible en Amazon.com.





SEXTINARIO de ANA NUÑO

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—por Néstor Mendoza (*)—

Sextinario tiene una triple rareza y un triple propósito. Es una poética, un poemario y una antología. Y añado otra cualidad: la traducción. Estos cuatro elementos se involucran con una manifestación métrica de casi nulo entusiasmo en este balbuceante siglo XXI. Quien se ha atrevido a ofrecer esta extraña pieza de orfebrería medieval no suele ser reconocida (o, al menos, conocida) como poeta. No es frecuente verla (no está, no la he visto) en los índices o sumarios de las compilaciones de poesía venezolana. Explicaré lo obvio: Sextinario es un libro de y sobre sextinas. Si necesita un adjetivo, sería el de polivalente. Está la poeta, la investigadora, la traductora y la compiladora.

Un gran y conocido antecedente, en nuestra lengua, es el peruano Carlos Germán Belli. En su obra desfilan este tipo de estructuras métricas. Fue él quien me acercó a ellas. Me atrajo la sorpresiva secuencia de los versos y los sentidos que estos adquieren al pasar de una estrofa a otra. De ahí mi interés, no sé si infructuoso, de escribir “Sextina con saudade”, la cual forma parte de un libro inédito.

Conocía a Ana Nuño en su rol de sobria, culta y afilada columnista del Papel Literario, cada domingo y en su espacio “Falso cuaderno”, ahora ausente. Las voces encontradas(1989) es su primer poemario. Ha escrito y subrayado sus ideas con firmeza, en temas tan variados pero no excluyentes entre sí: política, cine, literatura, arte y filosofía. Redacta sin venda ni chantaje. Vive desde hace casi dos décadas en Barcelona, España. Desde la ciudad catalana mantiene contacto periódico con el medio editorial venezolano. Hace poco apareció Nuño por Nuño, antología preparada y prologada por Ana sobre los aforismos de su padre, el conocido filósofo Juan Nuño.

Una generación literaria se edifica, a pesar de todo, con las omisiones. En la gran pizarra generacional los tachones también cuentan. Están los agrupados y los desagrupados, los que logran afianzarse y los que llegan y se sujetan a destiempo. Sextinario es un islote con fauna variadísima y flores y frutas inclasificables. Tiene dos ediciones: la primera a cargo de la Fundación Esta Tierra de Gracia, Colección de poesía Rasgos Comunes (Caracas, 1999); y una segunda preparada por Randon House Mondadori, en su colección Debolsillo (Barcelona, 2002). Aun así, conseguir un ejemplar en librerías locales es improbable.

Sujeto el libro y lo miro con ojo de naturalista alemán. Nuño ha invertido muchísimo tiempo en la elaboración de este libro. La composición requiere de un apostolado, y ella, a su manera, lo ha hecho. Muy visible es el motivo de cada sextina, el adecuado conteo métrico y la novedad que aparece con su buena dosis de cultismo y atrevimiento. No se puede dejar de mencionar el trabajo de selección y traducción, que demandan una dedicación personalizada y esmerada.

Intento ubicar a Sextinario en algún espacio de nuestros anaqueles de poesía venezolana. Es un ave bifronte que sobrevuela en el invierno. Estaría junto a los palíndromos reunidos en Oír a Darío, de Darío Lancini, otro raro espécimen. Y si ampliamos la visión, podría anexar otro ejemplo y así completamos un tridente: Guitarra del horizonte de Sergio Sandoval (heterónimo de Eugenio Montejo). Tendríamos, con esto, tres manifestaciones: la sextina, el palíndromo y la copla glosada.

Nuño le ha dado un hermoso nombre a la sextina y ha delimitado su función: “joya negra que brilla sólo en la oscuridad”. No se equivoca: la sextina tiene un complejo engranaje. El trovador provenzal Arnaut Daniel la inventó, y con sus altibajos, no ha sido enterrada. Ana Nuño supera cierta ojeriza que desconfía o duda de las formas tradicionales. Ella sabe que también es factible transgredir desde la tradición: un retorno al pasado métrico que vence el absolutismo del verso libre.

Desde el prólogo de Sextinario, la autora expone públicamente su devoción por la forma y lo explica con la sinceridad que se espera y que el lector agradece. Hace una revisión y con originalidad ubica a la sextina en un horizonte, no en un peldaño o escalafón. Y yo agregaría lo siguiente: la sextina como forma métrica válida y vigente, que no compite sino que refresca y complementa. En tiempos de tartamudeos (“hipos tipográficos”, diría Nuño), la sextina se ve fortalecida desde sus entrañas. Con el derrumbe de las estéticas grupales cada poeta habita un ecosistema individual; y desde esa perspectiva ha de constituir sus propios antecedentes.

La poeta está en un cuarto oscuro, da manotazos en el aire y espera que aparezca algo concreto, un lazarillo que la dirija o guíe. Es un cuarto oscuro, ciertamente, pero no una habitación de revelado fotográfico. Solo es un cuarto de tinieblas. La sextina puede ser ese brazo que dirige a Ana Nuño en el pasadizo de la creación poética. Hay poetas que necesitan publicaciones sucesivas, casi simultáneas, para dar con la forma que mejor se adapte. Las piezas deben encajar. Ana Nuño elige las barricas de roble para añejar sus poemas. Y ya sabemos cuánto puede tardar este proceso de envejecimiento. Ella misma lo ha mencionado en algún artículo de prensa: “Ahora no son clásicos, es decir, obras que alcanzan esta condición tras templarse en la fría mirada de generaciones de lectores, críticos e imitadores, sino la producción —aún humeante, en algunos casos a medio cocer— de cualquier reciente difunto, lo que se ve sometido al pasapurés editorial”.

Por ahora, solo está el libro y mi lectura ¿Qué se puede argumentar? Son poemas, no hay duda de ello. Desde cualquier ángulo son poemas. Tienen algo característico que los convierte en objetos de divertimento lúdico e intelectual. Hay medida sin castración. Basta una primera ojeada para notar la libertad de asociación y de elección del tema. Quien lea apreciará las versiones que Nuño hace de Petrarca. Notará el registro de lo amoroso y la finura de la exploración lésbica, la exhortación al joven poeta (jovial y festiva) y la contemplación de un paisaje físico que se confunde con la pretensión axiomática:

“no existen los hechos, sólo hay estados/de ánimo como ese azul del cielo”.

En muchos casos la reiteración de las frases es una manera de fijeza. Se intenta atrapar lo que la voz poética traduce, repite o transcribe. O lo que inventa o recuerda. De eso, y mucho más, se vale la sextina.




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HISTORIAS DEL EDIFICIO de Juan Carlos Méndez Guédez

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por Alberto Hernández—

foto:auroraboreal.net
1.-
Vuelvoa las puertas del edificio. A un libro lejano en el tiempo, pero no a unos relatos viejos. No, los cuentos que habitan en estas páginas no se salen del  hoy que nos ocupa o encierra en su burbuja de recurrencias. En Historias del edificio (Editorial Guaraira Repano, Caracas 1994), de Juan Carlos Méndez Guédez, el narrador hace labor de fisgón, como todo narrador que se respete, como éste que entra y sale de los apartamentos de un edificio y husmea en la vida de los habitantes, de esos “pequeños seres” que se alimentan de la ciudad y la ciudad se alimenta de ellos, quienes -en dos partes en las que se divide el libro- conforman la visión de quienes viajamos en él.

La primera sección, la que le da nombre al tomo, contiene 18 textos que representan 18 apartamentos con sus tragedias, instantes de felicidad, lucidez o violencia. Es decir, la vida de un condominio en el que realidad y metáforas destacan la curiosidad de quien se mueve por pasillos, aceras, portales y sombras de habitación. Cada apartamento, signado por número de piso, entrega al lector una brevedad narrativa. Son trozos de existencia en medio de una ciudad caótica, demencial pero también afectiva. Es la ciudad de los hechos  de febrero de 1989, la ciudad de todos los días, la ciudad de pequeñas conspiraciones familiares. La ciudadpolicial. La ciudaddelictiva. La ciudad que oculta sus amores o los ofrece abiertamente. Es una Caracas que cabe en un pequeño edificio donde un determinado número de familias construye o destruye el destino de unas biografías compartidas. Cada cuento, relato o historia podría relacionarse con la otra hasta conformar una novela fragmentaria: este primer libro de Méndez Guédez le aporta al lector imágenes poéticas que procuran un instante de reflexión por la belleza de su escritura.

Juan Carlos Méndez Guédez.foto:conoceralautor.com
Ejemplos, algunos:
“Era una madrugada decembrina que se colocó sobre las ventanas como una fría gasa tras la cual se ocultaba la respiración de la montaña” (p. 45).

“Sobre la ventanilla del tren, en una fugaz insistencia de la luz, corre un fragmento de nosotros” (p. 72).

Estos dos extractos, a mi parecer, son dos microrrelatos (no son los únicos) que concentran una densa revelación poética en muchos de los textos de Méndez Guédez.

2.-
La segunda parte del libro, titulada “Otras historias”, nos conduce a relatos más abiertos, menos localizados en un solo espacio geográfico. Son trabajos más elaborados, no sólo en el entramado sino en la extensión. Estas otras historias son expuestas como homenajes a quienes aparecen en las dedicatorias. Son brevedades íntimas, familiares, ajenas. Visiones de algún viaje, retazos de personajes que se siguen construyendo aun ya terminado el texto. Son densidades narrativas que vislumbraban lo que más tarde haría el autor. En ellas está el país revuelto entre disparos, toque de queda, alaridos, noticias escandalosas en la televisión, etcétera. Es el país de aquellos años envuelto por la niebla de la confusión, lo que más tarde lo traería, al país, a este otro país desconocido, anormal, fuera de sitio, acorralado e invertebrado.

foto:silviabastos.com
Confieso, no que he vivido, pero sí que he rescatado algunas líneas que tenía escritas luego de la primera lectura de Historias del edificio, por allá por 1995, en medio de notas periodísticas, poemas inconclusos, rostros con boina y demás amarguras que en esos días hicieron de Venezuela un espacio que no se ha recuperado y sigue acoplado a un discurso anacrónico y embrutecedor. Confieso, reitero, que de Méndez Guédez sólo conozco este libro y “Retrato de Abel con isla volcánica al fondo”, del cual también tengo unas letras adelantadas.  Ya llegará el día en que pueda entrarle, nunca es tarde, a sus otros trabajos. Mientras tanto, afirmo que éste primero merece ser tomado y revisado para una nueva lectura por parte de quienes ya lo habían hecho: sigue siendo el relato de un país parecido a un crucigrama en un idioma extraño.

Vuelvoa las puertas. No las cierro: el edificio permanece abierto.
                                                                                                                                     Maracay, 1995/ 2015






La “Sección constante” de José Martí - Pequeño tratado de enciclopedia

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—por Gregory Zambrano—

José Martí con Gonzalo de Quesada y Aróstegui
y su esposa Angelina y Govin, 1893
Entre el 4 de noviembre de 1881 y el 15 de junio de 1882, salieron publicados en La Opinión Nacional de Caracas 112 artículos de José Martí, bajo la denominación común de “Sección constante”; eran breves notas, fechadas de manera consecutiva y de redacción diaria que trataban diversos aspectos, a modo de una pequeña enciclopedia, con los cuales Martí prolongaba su presencia en la prensa venezolana que lo había acogido durante su breve pero significativo paso por Caracas, entre enero y julio de 1881.

Las notas eran producto de un ejercicio de observación e interpretación logrados con una excepcional capacidad de síntesis, que hoy en día sitúan al lector frente a un testigo también excepcional, apasionado por el conocimiento y presto a sorprender con su elocuencia y estilo inconfundibles. En ellas ensayaba como un cartógrafo los mapas de conocimiento de la época, con la erudición y al mismo tiempo la sencillez de un artista de la palabra. Los temas se reunían —bajo el catalejo de don Pedro Grases— en: naturaleza, economía, lenguaje, libros y ediciones, historia, consejos y noticias útiles (medicina, cosas prácticas, etc.) inventos, comercio, novedades, arte (música, pintura, teatro, novela, ensayo, literatura en general), ciencia, acontecimientos públicos, política, poesía y costumbres, personajes, filosofía, psicología, derechos, instituciones, adelantos prácticos (navegación, telégrafo, electricidad, etc.), productos de la tierra, anécdotas, sentencias, problema de régimen social, investigaciones, indigenismo, historia de la cultura, crítica, organización social.

La “Sección constante” aparecía sin firma, y el título se le debe a los redactores de La Opinión Nacional; es por ello que pasado el tiempo, Martí reconoce la paternidad de los textos, de manera expresa, en una carta fechada en marzo de 1889: “Podría renovar la columna diaria, que solían ser dos, y escribí por un año, sin firma, en La Opinión Nacional, de Caracas, que la llamó “Sección constante”, y que dice que el público se la bebía, porque era un comentario corriente, en párrafos concentrados, vivos de color y variando de tonos, sobre todo lo que, en un centro universal como éste, puede interesar a un hombre culto a la vez que a los lectores usuales”.

foto:wikimedia.org
Sería largo enumerar en detalle los aspectos que sobresalen en el interés que lleva a Martí a pasearse por la historia, las artes y las ciencias. Desde los datos sobre la observación de la fotografía que el astrónomo Hugghins logró de la nebulosa de Orión, hasta los aspectos científicos del cultivo del maíz, pasando por una atenta observación del caso de una mujer en estado cataléptico. Novedad y curiosidad son los rasgos que definen este original modo de hacer periodismo, el cual visto en el tiempo, deja también al descubierto la conciencia de permanencia afianzada en el uso cuidado del lenguaje, amén de un sentido axiológico de todo cuanto reseñaba.

Así, para un motivador ejercicio de síntesis erudita e inventario alucinante, Martí coloca en un mismo plano la naturalidad y la razón de sus búsquedas, su indagación en diversas culturas, la investigación de los hechos, el comentario sobre la naturaleza de las cosas; lo insólito y lo natural, los quehaceres de la gente, mientras que impregna de cotidianidad todo cuanto sea de interés. Se detiene en el detalle de los sucesos acaecidos en Nueva York, el centro desde el cual irradia su interés por la novedad, cautiva y estimula a sus lectores con invectiva y belleza.

Muchas de estas anotaciones podríamos verlas hoy con ojos de anticuario, pero cuánto resplandecieron en el momento en que la noticia como novedad dependía en mucho de quien con mayor elocuencia, detalle y belleza fuera capaz de transmitirla. En José Martí, el periodista y el cronista se convertían en un intermediario que llenaba de formas y texturas, de colores, sonidos y asombros el transcurrir de su tiempo como un lenguaje múltiple abierto a la imaginación.



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Revista Investigación(Mérida, Venezuela), núm.8, 2003, pp.56-57.




Cuento: LA RAMA SECA de ANA MARÍA MATUTE (1926-2014) España

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Apenas tenía seis años y aún no la llevaban al campo. Era por el tiempo de la siega, con un calor grande, abrasador, sobre los senderos. La dejaban en casa, cerrada con llave, y le decían:

—Que seas buena, que no alborotes: y si algo te pasara, asómate a la ventana y llama a doña Clementina.

Ella decía que sí con la cabeza. Pero nunca le ocurría nada, y se pasaba el día sentada al borde de la ventana, jugando con "Pipa".

Doña Clementina la veía desde el huertecillo. Sus casas estaban pegadas la una a la otra, aunque la de doña Clementina era mucho más grande, y tenía, además, un huerto con un peral y dos ciruelos. Al otro lado del muro se abría el ventanuco tras el cual la niña se sentaba siempre. A veces, doña Clementina levantaba los ojos de su costura y la miraba.

—¿Qué haces, niña?

La niña tenía la carita delgada, pálida, entre las flacas trenzas de un negro mate.

—Juego con "Pipa"—decía.

Doña Clementina seguía cosiendo y no volvía a pensar en la niña. Luego, poco a poco, fue escuchando aquel raro parloteo que le llegaba de lo alto, a través de las ramas del peral. En su ventana, la pequeña de los Mediavilla se pasaba el día hablando, al parecer, con alguien.

—¿Con quién hablas, tú?

—Con "Pipa".

Doña Clementina, día a día, se llenó de una curiosidad leve, tierna, por la niña y por "Pipa". Doña Clementina estaba casada con don Leoncio, el médico. Don Leoncio era un hombre adusto y dado al vino, que se pasaba el día renegando de la aldea y de sus habitantes. No tenían hijos y doña Clementina estaba ya hecha a su soledad. En un principio, apenas pensaba en aquella criatura, también solitaria, que se sentaba al alféizar de la ventana. Por piedad la miraba de cuando en cuando y se aseguraba de que nada malo le ocurría. La mujer Mediavilla se lo pidió:

—Doña Clementina, ya que usted cose en el huerto por las tardes, ¿querrá echar de cuando en cuando una mirada a la ventana, por si le pasara algo a la niña? Sabe usted, es aún pequeña para llevarla a los pagos...

—Sí, mujer, nada me cuesta. Marcha sin cuidado...

Luego, poco a poco, la niña de los Mediavilla y su charloteo ininteligible, allá arriba, fueron metiéndosele pecho adentro.

—Cuando acaben con las tareas del campo y la niña vuelva a jugar en la calle, la echaré a faltar —se decía.

2
Un día, por fin, se enteró de quién era "Pipa".

—La muñeca —explicó la niña.

—Enséñamela...

La niña levantó en su mano terrosa un objeto que doña Clementina no podía ver claramente.

—No la veo, hija. Échamela...

La niña vaciló.

—Pero luego, ¿me la devolverá?

—Claro está...

La niña le echó a "Pipa" y doña Clementina, cuando la tuvo en sus manos, se quedó pensativa. "Pipa" era simplemente una ramita seca envuelta en un trozo de percal sujeto con un cordel. Le dio la vuelta entre los dedos y miró con cierta tristeza hacia la ventana. La niña la observaba con ojos impacientes y extendía las dos manos.

—¿Me la echa, doña Clementina...?

Doña Clementina se levantó de la silla y arrojó de nuevo a "Pipa" hacia la ventana. "Pipa" pasó sobre la cabeza de la niña y entró en la oscuridad de la casa. La cabeza de la niña desapareció y al cabo de un rato asomó de nuevo, embebida en su juego.

Desde aquel día doña Clementina empezó a escucharla. La niña hablaba infatigablemente con "Pipa".

—"Pipa", no tengas miedo, estate quieta. ¡Ay, "Pipa", cómo me miras! Cogeré un palo grande y le romperé la cabeza al lobo. No tengas miedo, "Pipa"... Siéntate, estate quietecita, te voy a contar, el lobo está ahora escondido en la montaña...

La niña hablaba con "Pipa" del lobo, del hombre mendigo con su saco lleno de gatos muertos, del horno del pan, de la comida. Cuando llegaba la hora de comer la niña cogía el plato que su madre le dejó tapado, al arrimo de las ascuas. Lo llevaba a la ventana y comía despacito, con su cuchara de hueso. Tenía a "Pipa" en las rodillas, y la hacía participar de su comida.

—Abre la boca, "Pipa", que pareces tonta...

Doña Clementina la oía en silencio. La escuchaba, bebía cada una de sus palabras. Igual que escuchaba al viento sobre la hierba y entre las ramas, la algarabía de los pájaros y el rumor de la acequia.

3
Un día, la niña dejó de asomarse a la ventana. Doña Clementina le preguntó a la mujer Mediavilla:

—¿Y la pequeña?

—Ay, está delicá, sabe usted. Don Leoncio dice que le dieron las fiebres de Malta.

—No sabía nada...

Claro, ¿cómo iba a saber algo? Su marido nunca le contaba los sucesos de la aldea.

—Sí —continuó explicando la Mediavilla—. Se conoce que algún día debí dejarme la leche sin hervir... ¿sabe usted? ¡Tiene una tanto que hacer! Ya ve usted, ahora, en tanto se reponga, he de privarme de los brazos de Pascualín.

Pascualín tenía doce años y quedaba durante el día al cuidado de la niña. En realidad, Pascualín salía a la calle o se iba a robar fruta al huerto vecino, al del cura o al del alcalde. A veces, doña Clementina oía la voz de la niña que llamaba. Un día se decidió a ir, aunque sabía que su marido la regañaría.

La casa era angosta, maloliente y oscura. Junto al establo nacía una escalera, en la que se acostaban las gallinas. Subió, pisando con cuidado los escalones apolillados que crujían bajo su peso. La niña la debió oír, porque gritó:

—¡Pascualín! ¡Pascualín!

Entró en una estancia muy pequeña, a donde la claridad llegaba apenas por un ventanuco alargado. Afuera, al otro lado, debían moverse las ramas de algún árbol, porque la luz era de un verde fresco y encendido, extraño como un sueño en la oscuridad. El fajo de luz verde venía a dar contra la cabecera de la cama de hierro en que estaba la niña. Al verla, abrió más sus párpados entornados.

—Hola, pequeña —dijo doña Clementina—. ¿Qué tal estás?

La niña empezó a llorar de un modo suave y silencioso. Doña Clementina se agachó y contempló su carita amarillenta, entre las trenzas negras.

—Sabe usted —dijo la niña-, Pascualín es malo. Es un bruto. Dígale usted que me devuelva a "Pipa", que me aburro sin "Pipa"...

Seguía llorando. Doña Clementina no estaba acostumbrada a hablar a los niños, y algo extraño agarrotaba su garganta y su corazón.

Salió de allí, en silencio, y buscó a Pascualín. Estaba sentado en la calle, con la espalda apoyada en el muro de la casa. Iba descalzo y sus piernas morenas, desnudas, brillaban al sol como dos piezas de cobre.

—Pascualín —dijo doña Clementina.

El muchacho levantó hacia ella sus ojos desconfiados. Tenía las pupilas grises y muy juntas y el cabello le crecía abundante como a una muchacha, por encima de las orejas.

—Pascualín, ¿qué hiciste de la muñeca de tu hermana? Devuélvesela.

Pascualín lanzó una blasfemia y se levantó.

—¡Anda! ¡La muñeca dice! ¡Aviaos estamos!

Dio media vuelta y se fue hacia la casa, murmurando.

Al día siguiente, doña Clementina volvió a visitar a la niña. En cuanto la vio, como si se tratara de una cómplice, la pequeña le habló de "Pipa":

—Que me traiga a "Pipa", dígaselo usted, que la traiga...

El llanto levantaba el pecho de la niña, le llenaba la cara de lágrimas, que caían despacio hasta la manta.

—Yo te voy a traer una muñeca, no llores.

Doña Clementina dijo a su marido, por la noche:

—Tendría que bajar a Fuenmayor, a unas compras.

—Baja —respondió el médico, con la cabeza hundida en el periódico.

4
A las seis de la mañana doña Clementina tomó el auto de línea, y a las once bajó en Fuenmayor. En Fuenmayor había tiendas, mercado, y un gran bazar llamado "El Ideal". Doña Clementina llevaba sus pequeños ahorros envueltos en un pañuelo de seda. En "El Ideal" compró una muñeca de cabello crespo y ojos redondos y fijos, que le pareció muy hermosa. "La pequeña va a alegrarse de veras", pensó. Le costó más cara de lo que imaginaba, pero pagó de buena gana.

Anochecía ya cuando llegó a la aldea. Subió la escalera y, algo avergonzada de sí misma, notó que su corazón latía fuerte. La mujer Mediavilla estaba ya en casa, preparando la cena. En cuanto la vio alzó las dos manos.

—¡Ay, usté, doña Clementina! ¡Válgame Dios, ya disimulará en qué trazas la recibo! ¡Quién iba a pensar...!

Cortó sus exclamaciones.

—Venía a ver a la pequeña, le traigo un juguete...

Muda de asombro la Mediavilla la hizo pasar.

—Ay, cuitada, y mira quién viene a verte...

La niña levantó la cabeza de la almohada. La llama de un candil de aceite, clavado en la pared, temblaba, amarilla.

—Mira lo que te traigo: te traigo otra "Pipa", mucho más bonita.

Abrió la caja y la muñeca apareció, rubia y extraña.

Los ojos negros de la niña estaban llenos de una luz nueva, que casi embellecía su carita fea. Una sonrisa se le iniciaba, que se enfrió en seguida a la vista de la muñeca. Dejó caer de nuevo la cabeza en la almohada y empezó a llorar despacio y silenciosamente, como acostumbraba.

—No es "Pipa"—dijo—. No es "Pipa".

La madre empezó a chillar:

—¡Habrase visto la tonta! ¡Habrase visto, la desagradecida! ¡Ay, por Dios, doña Clementina, no se lo tenga usted en cuenta, que esta moza nos ha salido retrasada...!

Doña Clementina parpadeó. (Todos en el pueblo sabían que era una mujer tímida y solitaria, y le tenían cierta compasión).

—No importa, mujer —dijo, con una pálida sonrisa—. No importa.

Salió. La mujer Mediavilla cogió la muñeca entre sus manos rudas, como si se tratara de una flor.

—¡Ay, madre, y qué cosa más preciosa! ¡Habrase visto la tonta ésta...!

Al día siguiente doña Clementina recogió del huerto una ramita seca y la envolvió en un retal. Subió a ver a la niña:

—Te traigo a tu "Pipa".

La niña levantó la cabeza con la viveza del día anterior. De nuevo, la tristeza subió a sus ojos oscuros.

—No es "Pipa".

Día a día, doña Clementina confeccionó "Pipa" tras "Pipa", sin ningún resultado. Una gran tristeza la llenaba, y el caso llegó a oídos de don Leoncio.

—Oye, mujer: que no sepa yo de más majaderías de ésas... ¡Ya no estamos, a estas alturas, para andar siendo el hazmerreír del pueblo! Que no vuelvas a ver a esa muchacha: se va a morir, de todos modos...

—¿Se va a morir?

—Pues claro, ¡que remedio! No tienen posibilidades los Mediavilla para pensar en otra cosa... ¡Va a ser mejor para todos!

5
En efecto, apenas iniciado el otoño, la niña se murió. Doña Clementina sintió un pesar grande, allí dentro, donde un día le naciera tan tierna curiosidad por "Pipa" y su pequeña madre.

6
Fue a la primavera siguiente, ya en pleno deshielo, cuando una mañana, rebuscando en la tierra, bajo los ciruelos, apareció la ramita seca, envuelta en su pedazo de percal. Estaba quemada por la nieve, quebradiza, y el color rojo de la tela se había vuelto de un rosa desvaído. Doña Clementina tomó a "Pipa" entre sus dedos, la levantó con respeto y la miró, bajo los rayos pálidos del sol.

—Verdaderamente— se dijo—. ¡Cuánta razón tenía la pequeña! ¡Qué cara tan hermosa y triste tiene esta muñeca!

FIN

1961





Conversación con el joven poeta y crítico mexicano Manuel Iris

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—por Néstor Mendoza—

Manuel Iris.foto:literalmagazine.com
Manuel Iris es un joven poeta y crítico mexicano. Obtuvo un doctorado en Lenguas Romances en la Universidad de Cincinnati. Su tesis doctoral desarrolla algunos “perfiles poéticos actuales”, específicamente en la obra de autores latinoamericanos; entre ellos, Gonzalo Rojas y Juan Sánchez Peláez. Nuestro primer encuentro surgió digitalmente, motivado por una misma admiración: la poética de Juan Calzadilla.

En una oportunidad, Manuel Iris visitó Caracas para hallar pistas y material bibliográfico en torno a la poesía venezolana. Esa experiencia se ha reflejado en una sustancial devoción y difusión de nuestras letras. Gentilmente, compartió impresiones sobre su trayectoria literaria, la tradición poética mexicana y estadounidense y sus nexos personales con la poesía venezolana.

¿Cómo llega Manuel Iris a la poesía venezolana y de qué manera ha evolucionado ese primer acercamiento?

—La poesía venezolana empezó a existir para mí de una manera real en Cincinnati, donde conocí e hice amistad con dos poetas, el colombiano Armando Romero, dadaísta que paso una buena parte de su vida en Venezuela, y el venezolano Arturo Gutiérrez Plaza. Ambos encarnan para mí, aunque de distintos modos, la figura de maestros de esto que significa ser poeta. Ellos dos abrieron mi conciencia hacia otras tradiciones poéticas, y Arturo en particular se convirtió en un guía de la poesía venezolana. Incluso, hace ya dos años pasé una corta temporada en Caracas, precisamente investigando sobre Sánchez Peláez, y ese contacto con la literatura venezolana allí ha sido una de las experiencias más ricas de mi vida. Actualmente creo que la poesía venezolana cuenta con varios de los poetas más interesantes de la lengua, como Ramos Sucre, Vicente Gerbasi o el mismo Juan Sánchez Peláez, y creo que es necesario hacer que la poesía venezolana actual sea más conocida en el orbe de la lengua.

¿Qué motivó la selección de Juan Sánchez Peláez para un capítulo de tu tesis de doctorado?

—Mi tesis estudia la obra y trayectoria de cuatro poetas de distintas nacionalidades (Alí Chumacero en México, Fernando Charry Lara en Colombia, Juan Sánchez Peláez en Venezuela y Gonzalo Rojas en Chile), para entender la conformación del campo literario de cada país, y para proponer un acercamiento latinoamericano a la conformación de los distintos perfiles poéticos nacionales actuales. Todos los poetas que abordo son nacidos alrededor de los años 20 del siglo pasado, es decir, durante las vanguardias, y son igualmente poetas que ayudan de algún modo a establecer la tradición poética de cada uno de sus países: su trabajo define o delinea un momento estético que terminó por ser canónico. Son, por supuesto, autores de una obra indiscutible. La elección de Sánchez Peláez tiene que ver con varias coyunturas temporales y estéticas (su fecha de nacimiento, su pertenencia a Mandrágora, su estética…), y con el hecho simple de que creo que es uno de los poetas más impactantes del idioma. Yo lo admiro profundamente.

Según tu conocimiento de los ámbitos editorial y académico, ¿qué aspectos consideras relevantes para la valoración de la poesía venezolana actual en tu país?

—La poesía venezolana y la mexicana tienen muchos puntos de contacto pero también grandes diferencias. Venezuela ha sido un país menos encerrado en sí mismo en su poesía, y sin embargo sus grandes poetas no son conocidos a nivel latinoamericano. Esta falta de exposición es una contradicción curiosa, dado que creo que el escritor venezolano tiene un talante más latinoamericanista. Me parece una pena, por ejemplo, que la inmensidad de un poeta como Vicente Gerbasi, o la importancia de un grupo como el Techo de la Ballena o de un poeta vivo como Calzadilla no sea aquilatada en Latinoamérica, donde hay tanto poeta menor inexplicablemente famoso. Los que pierden, creo, son los lectores, pues conocer a los que menciono es fundamental para entender la poesía escrita en español en este continente.

foto:MilenioNovedades
¿Qué espacio ocupa la poética de José Emilio Pacheco en el ámbito de la poesía iberoamericana actual?

—No necesito decir que la obra no solamente poética sino narrativa y ensayística de José Emilio Pacheco es de una importancia capital para los escritores mexicanos y para cualquiera que se interese en la literatura escrita en español en el siglo pasado y en el presente. Pacheco tiene la facultad de los grandes escritores, que no consiste solamente mostrar un modo de escribir, sino enseñar una manera de leer, de pensar el acto literario y de pensar, en general. Su obsesión con el tiempo y con el modo en que todo cambia y permanece, obsesión tan antigua con la poesía misma, fue combustible de muchas páginas fabulosas. Su desenfado en el uso de la prosa y de un verso libre por momentos conversacional, ensayístico, dado tanto a la imagen poética como a la reflexión filosófica, ha marcado mucho a los poetas posteriores a él, que usan esos recursos ya de un modo natural, muchas veces sin saber la deuda que tienen con el maestro. Yo aprecio especialmente que sea un erudito que suena a hombre de a pie, sin esforzarse por ello. Su escritura, que siempre estuvo en cambio constante alrededor de las mismas obsesiones temáticas, es central e incluso rastreable en nuestros poetas actuales. Pacheco es parte ya de nuestro ADN poético.

Tu carrera académica transita dos cauces: el mexicano y el estadounidense. Tienes una posición privilegiada, pues te mueves entre dos importantes tradiciones poéticas del continente. ¿Cuáles poetas consideras referentes ineludibles de la poesía anglosajona contemporánea?

—Últimamente he estado leyendo con atención, en su lengua, poemas de Charles Simic y de Li Young Lee, poetas a los que tuve la oportunidad de ver en persona, aquí en Cincinnati. Son poetas muy distintos pero luminosos, y comparten el hecho de ser americanos e inmigrantes, al mismo tiempo. Igualmente, tengo amigos poetas jóvenes americanos como Ivette Nepper, Lisa Ampleman o Matt McBride, con los cuales he podido compartir y debatir, y leo a otros poetas jóvenes con los que he tenido algún contacto como Reginald Dwayne Betts, dueño de una voz sumamente interesante. Me parece que la norteamericana es una de las tradiciones poéticas más saludables de la actualidad  y que varios de sus poetas vivos, como los que he mencionado, son importantes.

Como joven poeta y crítico literario, ¿qué opinión te merece la actual poesía mexicana?

—Como cualquier poesía de cualquier país, la actual poesía mexicana necesita tiempo para decantarse y que con ello se separe lo importante de lo promovido, lo necesario de lo sencillamente visible. Creo que hay una muy buena cantidad de poetas vivos que hacen un trabajo notable o de plano extraordinario, como por ejemplo Jorge Fernández Granados,  Malva Flores, A.E. Quintero, María Baranda, Luis Armenta Malpica, y maestros mayores vivos como Eduardo Lizalde o Hugo Gutiérrez Vega.

Entre los jóvenes creo que es necesario todavía esperar, aunque algunos ya han producido libros que seguramente seguirán siendo importantes. Pienso en gente como Oscar de Pablo, Armando Salgado, Luis Paniagua, Beatriz Pérez Pereda, Paula Abramo, Audomaro Ernesto y muchos, muchos otros. Y tal es el centro del problema: somos muchos, tantos que es difícil distinguirnos. Esto en realidad, como dije antes, lo solucionará el tiempo. Creo que la poesía mexicana goza de buena salud aunque mucha gente diga que está en crisis, como siempre se dice de cualquier poesía en cualquier época. Incluso creo que esa declaración señala que hay cosas moviéndose, experimentos que incluso fracasando significarán la exploración de una ruta. Los poetas mexicanos actualmente no siguen una postura general, salvo la de ser individuales, pero creo que esto tampoco es algo exclusivo de nuestra tradición, sino precisamente el modo en que nuestra poesía se suma a la contemporánea en el mundo entero.

Por otro lado, México es un país en que la producción cultural es casi completamente financiada por el estado,  y que por eso mismo ha caído presa de una institucionalización hipertrofiada que por momentos parece dominar al artista, tan enormemente preocupado por armar un proyecto, por ganar una beca, por ganar un concurso, por publicar en el fondo estatal… Tal es el problema mayor de la poesía actual, y de la llamada poesía joven en México: su dependencia absoluta de la institucionalidad y sus medios, para su producción y legitimación.

foto:arcagulharevistadecultura.blogspot.com
En tu blog Bufón de Dios, se puede descargar el poemario Cuaderno de los sueños, publicado en el 2009, en donde intercalas poemas en verso y en prosa. Es evidente el lenguaje autorreferencial y la presencia activa de otras voces que confrontan al yo poético. Coméntanos sobre esta propuesta y sobre cómo dialoga con tus otros libros.

—El Cuaderno de los sueños es algo así como un diario de escritura en que el poeta descubre que los personajes de su libro, en este caso Mía, Inés y el Ángel, se revelan diciendo que ellos son los autores de la realidad a la que el lector asiste. Como dices, la autorreferencialidad del libro es evidente. La estructura completa de ese poemario viene de una lectura obsesiva que hice de una breve novela titulada El hipogeo secreto, de un autor mexicano de culto llamado Salvador Elizondo, quien era igual un obsesivo de las formas literarias que se enrollan sobre sí mismas.

El Cuaderno de los sueños es mi primer libro importante y abre un ciclo que se cierra con Ventana, poemario que va a publicarse en un par de meses. La diferencia es que en Ventana decidí abandonar la experimentación autorreferencial para dedicarme de lleno al erotismo y a narración de una pérdida. Comparten la idea de poemario narrativo y ciertas maneras de hacer el verso, además de que una obsesión musical que en el Cuaderno apenas asoma, termina por ser evidente en Ventana, aunque esa parte de mi proceso tiene su expresión más visible en Overnight Medley, libro publicado en Brasil en el que el poeta brasileño Floriano Martins y yo nos dedicamos exclusivamente a hacer poesía sobre jazz. Un libro nuevo y todavía inédito, cuyo título por ahora me reservo, igualmente continúa cierta exploración de la música, ya no como tema sino como tono de los poemas, y se deslinda completamente de los tópicos amorosos y eróticos que aparecen en Ventana y el Cuaderno de los sueños. Intento en lo posible variar formalmente de un libro a otro pero creo, sin embargo, que mi primer libro es un compilado bastante fiel de todas mis obsesiones literarias y vitales.

En la segunda sección de Cuaderno de los sueños, dices que “La perfección está pariendo llantos”. ¿Puede considerarse este verso la síntesis de tu ars poética?

—Jamás había pensado en la posibilidad que mencionas, y me parece una lectura no solamente posible, sino muy inteligente. Ese poema, Parado en el umbral, es uno de los primeros poemas que escribí de manera seria, anterior incluso al Cuaderno de los sueños, y es una especie de bitácora del viaje de un tipo que entra en su propia boca, buscando su voz. Es decir: es la confesión de que empiezo a saberme poeta, a asumirme como tal existencialmente. En este sentido el verso que mencionas habla de algo que me acosa muchas veces: buscar el verso preciso, armar el poema como necesita ser armado, la perfección, que es la adecuación entre el verso y su sonido, su forma. Y el proceso de búsqueda puede ser, de hecho, tortuoso.



Poemas de Manuel Iris

Itinerante

I

Sonriendo bajo lluvia
quiero pedir perdón, porque sé bien  —lo dijo ya el maestro—
que vale mucho más sufrir que ser vencido.

Pero es, amigos todos, que hoy lo supe
mirando mis maletas, mis libros y mi pan
con soledad distinta:
                                Tengo casa.
            Como hecha de veneno, como si hubiera sido arrebatada a alguien
me duele esta alegría de que tengo casa.

No pienso merecerlo
y no celebro.

                                Se los digo:

Mi casa llega iluminando un cuarto
que nunca será nuestro.

Mi casa duerme y yo la miro y duermo.

Tengo casa.

II

Mi casa llega iluminando un cuarto
que nunca será nuestro
y se recuesta y abre, delicada
cada una de sus antesalas.

Su cadera, si volteada
son balcones.

Su cuello
es una larga escalinata
del silencio al grito.

III

Amor,

existen días que te ando como a un parque.

Hay días que entro a ti
como a una plaza de toros.


foto:revista.triplov.com
Correspondencias

Tema y variaciones

I

A veces
uno pone a Debussy
para que todo se serene, para que el aire corra
con voluptuosidad, y todo pasa
lento como espuma, todo va pasando
bella y lentamente, como haciéndole el amor
a una mujer extensa, a una mujer en cuyas manos
caben ambas tuyas, de espalda como río, de pelo como arena.
Una mujer que más que carne es un paisaje, y sus dos ojos,
más que ojos, son momentos tristes. Una mujer
callada y bella como estanque.

En otras ocasiones
uno va y le hace el amor a toda esa mujer
y lo hace con palabras, celebra todo el ruido
y toda la violencia
que la ternura incluye
para olvidar
la lentitud
de Debussy.

II

A veces
uno pone a Debussy o a Hector Lavoe
para que todo se serene o se acompase, para que el aire corra
con voluptuosidad, y todo sea tan lento
como lenta espuma, todo pase
del azúcar a la leche
del tambor a la tumba
del piano al bongó
de la palabra al vientre
de una luz a otra
que baila que celebra
candelabros
y candela.

A veces
uno pone a Hector Lavoe o a Debussy
para sufrir a gusto, para morder los muslos
que se han imaginado, y recordar
el vientre, el arco, el ritmo
en que se guardan los silencios
que lo asaltan, lo persiguen
en la madrugada.

III

A veces
uno pone a Debussy
para que todo se serene
y la serenidad
no da ni pausa
ni silencio
ni consuelo.

A veces
uno busca el ruido, el ruido más vulgar
que entrañe Debussy, como buscando
a la mujer más fea, la única distinta
a la mujer que amamos
y verla y olvidarse de que existen
la belleza o el silencio
y Debussy se queda tan sereno, delicadamente
espera a que nosotros regresemos
nuevamente
enamorados.

IV

A veces
uno pone a Debussy
para que todo se serene, y en verdad
lo que uno quiere
es convencerse de la lentitud de afuera, adormecer
las ganas de salir a la mañana
para corresponderle a la mujer dormida, extensa y bella
como un sol de carne, de ritmos
tan de isla y tan de cerca de uno mismo
como la desnudez o el llanto.

A veces
uno pone a Debussy
para que todo se serene
y nada más que la belleza
nos convence
de que lentos son la calma
el deseo, el sonido
y la espera.



foto:laotrarevista.com
Manuel Iris (México, 1983). Poeta y ensayista. Licenciado en Literatura Latinoamericana por la UADY, con maestría en Literatura Hispanoamericana por la Universidad Estatal de Nuevo México (EEUU). Doctor en Lenguas Romances por la Universidad de Cincinnati (EEUU). Premio Nacional de Poesía "Mérida" (2009). Autor de Cuaderno de los sueños (Tierra Adentro, 2009) y Los disfrases del fuego (Ediciones Atrasalante, 2015); coautor, junto con el poeta brasileño Floriano Martins, de Overnight Medley (ARC Edições, 2014). Compilador de En la orilla del silencio, ensayos sobre Alí Chumacero (Tierra Adentro, 2012). Ha publicado poesía, ensayo y traducción en revistas como Tierra Adentro (México), Casa de las Américas (Cuba), Sibila (España) y Mapocho (Chile). Los poemas que se incluyen fueron enviados por el poeta y pertenecen a su libro inédito Ventana.





LA TORRE DE LOS RECUERDOS de LYANE GUILLAUME

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—por Alberto Hernández—


Lyane Guillaume.foto:vimeo.com
I

Las calles de Táuride y de Tver vaticinan los cambios, marcan las diferencias entre las distintas épocas que se instalaron en el silencio, en esa paz musgosa e inalterable cuando las noches se pegan aún de los muros de la torre Ivánov.

Pero la paz nunca tocó el perfil de Ana Ajmátova, uno de los fantasmas de esta historia. Stalin se encargó de hundir el puñal en la carne de su poesía, en el cuerpo borroso de su hijo, en la mirada perdida de su esposo. La muerte —entonces— fue esa paz. El crimen, la perfección de un sistema que todavía tiene seguidores a través de discursos abrasados por el odio.

(Acabo de descubrir a Lyane Guillaume, La torre de los recuerdos, editorial Diagonal, Barcelona, España, 2002, una escritora y profesora que ha pasado parte de su existencia en San Petersburgo y Moscú. Y la acabo de descubrir en una novela que dibuja la Rusia de comienzos del siglo XX).

II

Se trata de una lectura sin tropiezos. Capitulada según las agujas del reloj, con entradas y salidas de un diario que una tal Anastasia Borísnovna Dalmátov escribiera en sus tiempos de San Petersburgo, ambientado en la torre Ivánov, donde viviera Anastasia, nombrada Nastia, y que fuera heredado —el diario— por Luc Verdon, joven curioso que decide rescatar del olvido a quien por gracia y milagro invadió su existencia.

La paz, tan buscada, tan pisoteada. La paz, esa manera de encarar el optimismo. Para los personajes de esta novela la paz es el espejismo calcado por el piso empedrado de las páginas por donde se pasearon y pasean Grigori Yefívomich Novij, alias Rasputín, también conocido como Grishka; Diaguilev, Marc Chagall, Vladímir Maiakoswki, Elsa Troilet, Coco Chanel, Bakunin, Nina Berberova, Lavrenti Beria, Alexandre Blok, Ivan Buin, Isadora Duncan, Iliá Ehrenburg, Máximo Gorki, Vasili Kandinski, Alexandre Kerenski, Mijail Lérmontov, Anatoli Lunacharski, Osip Mandelstam, Filippo Marinetti, Meyerhold, Nabokov, Nijinski, Anna Pavlova, Pushkin y muchos más, quienes conforman el mundo de este imaginario donde se vuelca la señora Guillaume. Víctimas y verdugos. Artistas y bestias. Todos juntos en esta atmósfera donde el espanto tiene nombre y apellido.

foto:sgdl-auteurs.org
III

¿Qué es lo que nos atrae de esta novela? La muerte, definitivamente. La violencia practicada por los comisarios políticos, por los comisarios del pueblo contra artistas, trabajadores e investigadores. En estas hojas desconocidas nos topamos con el dolor, el exilio, la cárcel, el paredón, la burla, la humillación, todo practicado en nombre de una dictadura, de un proletariado que fue también víctima de discursos y acciones criminales, y que tuvieron su fin hace pocos años, sin necesidad de disparar un solo tiro.

La paz, asaltada por personajes oscuros, “salvadores” del mundo, mesías y profetas de verbos encendidos. La paz, esa formalidad que tiene en el poder su más artero “defensor”. La paz, comida por los bichos que se uniforman y pasean sus despojos sobre las instituciones y se mofan de la sensibilidad humana. La paz, usada por aquellos revolucionarios que mataron, violaron, asaltaron, despojaron y vejaron a críticos y adversarios. La paz, tan nombrada por el poder, tan ansiada por los pueblos.

¿En nombre de quién será la paz parte de nuestros agobios? ¿En nombre de cuántos hambrientos seremos parte de una reforma, de un progrom, suerte de kommunalka, techo colectivo donde la sarna y la podredumbre definen la desesperanza, la pérdida del nombre, la desaparición de las aspiraciones personales?

foto:sgdl-auteurs.org
IV

Cuando hayamos terminado de leer esta nota, el país que nos confunde, éste que decimos nuestro, que nos “entregan” en un logotipo, tendrá pocas horas para seguir cercano a nuestras libertades. La paz que nos ofrecen se acerca a un brasero. La paz que nos alcanzan tiene sabor amargo.

En este momento nos hacemos parte de aquella anónima Anastasia que dejó escrito el crimen, el hambre, el sufrimiento, el frío, la muerte propiciados por el padrecito Stalin, uno de los profetas prometedores de la paz.






El guerrero de la espuma y otras tantas despedidas: Entre el azar y la identidad perdida

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La memoria,
esa cajita obscura
que nos arruina la vida.

—por Gregory Zambrano—

Publicado por el sello Pukiyari Editores, apareció en septiembre de 2014 la colección de cuentos El guerrero de la espuma y otras tantas despedidas, de Luis Fernández-Zavala, escritor peruano radicado en Santa Fe, New Mexico, Estados Unidos.

El volumen reúne un conjunto de historias que atrapan al lector para llevarlo a recorrer disímiles geografías, siempre bajo la pulsión de un recomienzo. Para algunos el viaje es una forma de conocimiento, para otros una manera de huir del presente o del pasado, una vía de escape. En estos relatos la despedida encierra una apuesta hacia el futuro pero éste no siempre resulta como los personajes lo sueñan o imaginan. Narrados con una prosa ágil, estos relatos están unidos por el deseo. El humor, la ironía, los viajes y el azar son las señas de una identidad perdida entre la memoria y la urgencia de encontrarle sentido a lo imprevisto. Cada relato nos propone armar un rompecabezas, una historia de vida, hacer realidad un sueño postergado.

En "El guerrero de la espuma (Egdle)", relato que da título al volumen, vamos destejiendo una historia elíptica que se nutre de pequeñas derrotas personales. El joven sociólogo que sale de Perú con rumbo al continente africano, piensa a bordo del barco mercante que lo lleva a tierras desconocidas, que podrá escapar de sus frustraciones amorosas y sus fracasos políticos. La nostalgia se convierte en la compañera indeseada de un éxodo inacabado; sin embargo, mientras los mapas se desdibujan, surgen razones para celebrar la amistad, el recuerdo de lecturas fascinantes y el desparpajo de una época en que soñar era la consigna.

el escritor peruano Luis Fernández-Zavala
El placer de viajar trocado en rutina, se torna una experiencia inquietante en compañía de un ángel. Entre las miradas va escondida la seducción y el juego aviva los sentidos ocultos del idioma, sutiles vivencias que se solapan en "De ángeles y superhéroes".

En "El rompecabezas del amor", acompañamos un desplazamiento por la geografía latinoamericana y europea, colmado de signos gastronómicos, y al mismo tiempo impulsado por el afán de ver en lo cotidiano, más que una marca cultural, un destino. En medio de la travesía asistimos a la contemplación y experimentamos el deseo como formas de otro recorrido intenso, desde el juego erótico hasta la sexualidad desbordada.

Un excombatiente de la Guerra Civil Española, circunstancialmente convertido en profesor y obituarista de un periódico pueblerino, hace de la muerte la excusa para conocer la historia secreta de los difuntos. Aquí se topan personajes desplazados, víctimas de las guerras europeas, que trasplantan sus dolores a las tierras de América y padecen un mismo destino, abandonados a su suerte. Aquí convergen los actos heroicos de un intrépido contestatario que no logra desprenderse de los espectros que le asedian. Entrañable este relato que lleva por título "El obituarista de San Juan".

En "La soledad también tiene nombre de mujer", compartimos el recuerdo de un amor perdido entre los avatares de las tareas universitarias y las evocaciones que atan el presente del narrador con un país dejado atrás, que lo espera para fundar nuevas utopías.

El 11 de septiembre de 2001, un día fatídico, que llenó de horror y miedo la mañana de un país y los días por venir del mundo entero, sigue siendo una sombra para quienes sufrieron los daños colaterales. Los personajes no pueden escapar de sus propias tragedias personales ni de las reglas del azar. Intensa e inquietante esta narración que se guarda bajo un título candoroso, "El regalito de Peter".

Cada relato concentra su intensidad en personajes dibujados con trazos vívidos. La tensión narrativa desmitifica las grandes aspiraciones colectivas y aviva las pequeñas derrotas personales, marcadas por la necesidad de irse, de emprender y buscar hacia el porvenir nuevas respuestas mientras los fantasmas cercan el sueño y la vigilia de cada personaje trocado en víctima de su destino.

En El guerrero de la espuma y otras tantas despedidas convergen diversos rostros, nombres, paisajes, señas de identidad que fluyen y confluyen en una certeza: al final todo tiene nombre de mujer. Este libro asaz intenso, nostálgico e introspectivo nos depara un buen rato en compañía de personajes inquietos e inquietantes, que no hallan su lugar en el mundo y que, sin embargo, no dejan de soñarlo.

  




Intensidad dramática del desamor: INVISIBLE de PAUL AUSTER (1949, New Jersey)

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-por Juan Martins-


Paul Auster en su novela Invisible coloca pensamiento y política en el lugar de la lectura. El personaje Adam Walker es un joven poeta, pero es también la posibilidad de situar el estadio de las ideas: su relación con la literatura con el contexto del escritor. De modo que el lector se arroja a la aventura del personaje, construcción del ejercicio del lector, de la novela como placer. Desde allí se inicia la pasión por leer a Auster, el desenvolvimiento con el narrador. El personaje, un escritor que vive por encima de su entorno como eje de atracción para el lector al introducirse en el pensamiento político que lo compromete ante una ética cuyo componente emocional viene de la comprensión de su realidad y aquel contexto de lo narrado. Y todo, hecho literatura, es decir en el nivel de la ficcionalidad. Así que el narrador usa estos aspectos para constituir el relato mediante su noción del país, en tanto componente cultural y humano que le servirá de artificio para decir de las emociones de sus personajes, como tiene que suceder en un buen texto narrativo: la construcción de una poética que ya le es propia.

«Adam Walker» es heredero de ese político de los 60, pero también de la construcción de una subjetividad. La necesidad de edificar una visión de mundo para el lector a partir de esa pasión política y social. Esto es, la sensibilidad por la lectura sobre la condición de aquellas relaciones del individuo con su entorno. Lo erótico entonces conduce el aspecto sensual y aprehensión de la vida. Tal vez aquel alter ego del autor, pero sin reducirlo a lugares comunes, prefiero decir, la voz con la que su autor se identifica para desplazar el discurso de lo que se entiende por literatura y vida como técnica escritural, además, movimiento de aquel pensamiento del escritor que ahora subyace en la voz del narrador. De allí el carácter biográfico de la novela (al menos en su desfragmentación para el lector). El lector adquiere, mediante el ritmo de la escritura, su encuentro con la sensualidad que le produce la lectura. Aún así es el lector un encuentro con la vida en tanto el enunciado nos pertenezca. Esta relación con la literatura se arroja en el lector mediante el uso de lo narrativo. De algún modo nos desplazamos hacia esta formalidad de la voz que le otorga discurso. Lo disfrutamos y no soltamos el libro a objeto de leer la novela de un tiraje si fuere posible. Y claro que lo sería en la medida que se sostenga el placer de leer una buena novela por el estímulo de lo erótico como eje de atracción al lector. Por ejemplo, la relación de lo incestuoso de parte de Adam Walker es el mecanismo de esta interioridad narrativa que induce al lector a mantener la novela entre sus manos. Y Auster lo consigue en procura de ficcionar la realidad a partir de una, si se me permite el término, ética de lo erótico, sobre la búsqueda de sexualidad en un contexto social y político:

[…] y por primera vez en tu vida te dijiste a ti mismo: estoy tocando los pechos desnudos de una chica. […], tanto como lo estaba tu pene desde el momento en que te pusiste encima de tu hermana desnuda…

y transgredir los elementos de uso social del sexo, su compresión en la sensibilidad humana: la disponibilidad del amor desde la concepción del personaje para acentuar el atractivo al lector, pero no por la fuerza mediadora de una narrativa frágil y de fácil lectura, todo lo contrario, el discurso está cuidado sobre el rigor y la disciplina en la voz del narrador o en la formalidad del relato.

Invisible, un encuentro con el lector por su eficacia en la prosa, placer por la escritura y su acto de fe en la literatura como medio conceptual y de definición social en el funcionamiento pragmático del lenguaje, en tanto que lo social se da a través de la palabra, mejor aún, el uso poético que le confiere para una sintaxis directa a modo de relajar al lector por la historia de su relato.

Tales adjetivos de alcance que aquí esgrimo, se sustenta en un narrador que ha conseguido su éxito con los lectores. No es casual éxito y rigor literario a su vez, capaz de estructurar diferentes niveles tempo-narrativos los cuales se entrecruzan para el ritmo de la novela, de alteridad que la constituye a modo de crear realidades diferenciadas en una misma historia: narrar en tercera y primera persona con el objeto de alcanzar una separación de lo narrado como ejercicio de aquel aspecto conceptual al que me refería arriba. Dos relatos en uno: aquél que deviene del relato y cómo éste se involucra en el otro, es decir, el personaje nos cuenta otra historia. Y así también nos la narra como un segundo lector que espera por esa alteridad, por la intersubjetividad entre una historia y otra que se da en el lector.

Una relación de dentro/fuera sobre la sintaxis:

[…] Había en la carta cierta mofa de sí misma, pero también angustia, y me sorprendió lo vívidamente que recordaba a Walker…

De modo que el lector adquiere conciencia del uso político por parte del narrador para introducir aquella retórica del contexto. Un joven poeta, Adam Walker, involucrado en una relación ambigua pero que lo conduce a lo extraño, a la pasión por lo sensual, pero sobre todo es inducido (puesto en movimiento el personaje) por la irracionalidad de los hechos, los cuales lo ponen alerta por su sensibilidad  y de cómo va a aprehender la vida de esos hechos hasta alcanzar una postura ante el amor y ante su propia sexualidad.

Hasta aquí el lector se deja conducir, dudo que abandone la novela. Y para ello es necesario dominio narrativo.

De modo que es ésta una… «auténtica obra maestra en su género» (Diario Villanueva, El Mundo)…, «Un Auster estupendo» (Sergi Sánchez. El Periódico). Rezan estos elogios en la contraportada de la edición en Anagrama del 2001.

el escritor norteamericano Paul Benjamin Auster.foto:taringa.net
Tales aseveraciones las confirmará el lector siendo cada vez mayor el número de sus lectores. Y claro, eso no es suficiente en sí mismo para hablar de calidad. Por una parte (destaquemos por ahora), el placer que nos produce su narrativa lo que a fin de cuentas nos permite formar filas con una voz sensible ante el hecho literario como tema de la novela en sí, como si quisiera expresarse una estética de lo vivencial, reuniéndose literatura y pensamiento para estar en el mismo lugar del lector, en un diálogo constante con la obra de un escritor/personaje, reconocido en ese universo de sus lectores que le exige una actitud de entrega a un nivel hermenéutico. Si algún lugar tiene la relación entre la interpretación y el significado está acá producido en su significancia, es decir, cómo es asimilado el contexto de ese discurso en la estructura de la novela. Auster lo sabe y crea esa urdimbre de elementos estilísticos tras la frase, el párrafo y la estructura del texto en el que recogemos el análisis de una época, ¿por qué?, porque el lector asimila de Auster este mundo el cual sólo se establece por medio de la literatura y nos da goce. A fin de cuentas se desplaza la vida de los personajes en el gusto del lector (aquel placer por leer), como debe suceder, insisto en ello, en todo buen relato y en rigor también es ello sintaxis o composición narrativa. Este diálogo con el lector está planteado para lograr, como dije, la significancia de la interpretación del texto. Por eso, las novelas de Auster han transcurrido sobre esa pasión por el lector quien se deja sobrellevar hacia un estado de abstracción, siendo ésta apegada a un realismo emocional y psicológico.

Me interesa saber (en el transcurso del relato) cómo piensa la clase media norteamericana, lo contracultural y sus contradicciones políticas y su dinámica social pero dialogada a partir de esa interioridad emocional con la que asimos la «historia» de éstos, sus personajes.

En ello nos llevamos las ganas de leer esta novela sin soltarla. Atrapados en aquel goce por el constructo literario. Paul Auster, el placer por leer y la pasión por reconocer lo que subyace en el componente social de su país, sin embargo desde una realidad muy separada de los silogismos cotidianos y lugares comunes.

foto:deutschlandfunk.de
Literatura en literatura, escritura en la escritura. De allí la curiosidad que nos produce esa relación literaria como parte de lo que se nos cuenta. «Mirar» sobre un contexto social del que, en la realidad de lo literario, forman parte lector y autor. Y en algún modo conseguimos con la lectura este nivel de apreciación que me acerca a ese mundo austeriano.

Identificar esas diferencias nos exige un compromiso con este tipo de literatura abstracta, en tanto a la dialéctica de los personajes. Y por otra parte, simbólica por las condiciones emocionales.

Así, se va una gran parte de la novela en pos de una definición del amor, la vida y el gusto porque nos los cuenten mediante un compromiso con lo erótico como mecanismo de hallazgo, no siempre con el mismo éxito en todo lector.

La aventura del desamor también conformará una parte de esa historia de amor en el imaginario del lector quien crea su delirio. Y me quedo en esa intensidad dramática hasta el final agradecido por lo mejor de la literatura contemporánea.





Idéntico al ser humano de Kōbō Abe (1924-1993) Japón

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—por Alberto Hernández—

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Luego de saberme parte de una alucinación al abrevar en las páginas de Idéntico al ser humano (Editorial Candaya, Barcelona, España, 2010, traducción directa del japonés de Ryukichi Terao) y de haber perdido mi identidad, tomé la decisión de regresar y leer la novela al revés. Entonces me entendí “cantante calvo” o Gregorio Samsa con diez patas. También me dejé recorrer por la mirada de Michel Foucault, el de Las palabras y las cosas(Siglo XXI Editores, México 1978), y me detuve un rato a pensar en eso que él llamó la representación y el ser.
Cité un soplo de la página 299, así:

...espectadores que se miran y que, a su vez, son encuadrados por los que los miran (...) en el corazón de la representación, lo más cerca posible de lo esencial, el espejo que muestra lo que es representado, pero como un reflejo tan lejano, tan hundido en el espacio irreal, tan extraño a todas las miradas que se vuelven hacia otra parte, que no es más que la duplicación más débil de la representación.

Comencé a marearme con el capítulo de “El hombre y sus dobles” y decidí someterme a quien me tenía detenido en mi casa con un discurso en el que no faltaban la locura, la imaginación exacerbada y un espejo que, aunque no aparece en la novela de Kobo Abe, forma parte de eso que han dado en llamar la identidad. Pues bien, cosificado gracias a las palabras, el lector, es decir yo, éste que escribe, entra con sus papeles al tribunal de la locura.

¿Cómo no hacer ficción con un texto que lo empuja a uno a ser parte de la tensión de una larga conversación donde un loco que se cree marciano intenta convencer a un locutor de que tiene que hacer filas en su mundo? ¿Cómo no pensar que Kobo Abe tenía la mirada puesta en la Tierra y deseaba que el ser humano fuese tan cósmico como un meteorito? Quien entre en esta historia pensará que se trata de una simple banalidad, de un juego infantil donde una cinta cómic trata de hacernos entender que el mundo se dilata bajo la luz intensa de una nave espacial. No; esta novela de Abe es muy humana, idénticamente humana. Profundamente humana. Locamente humana.

el escritor japonés Kobo Abe.foto:vice.com
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Una vez en la nave espacial de esta lectura, tomo líneas del prólogo de Gregory Zambrano y me digo con él: En este panóptico de observación menuda, el hombre se encuentra inmerso en la búsqueda de un irrecuperable paraíso. Asumo que se trata del viejo anhelo de Utopía, de la mirada hacia atrás para intentar mirar los pasos perdidos. Para el personaje que me acosa, Marte es la Isla de Thomas Moro. El loco “marciano” ha recurrido a la vieja demencia de confirmarse “hombre nuevo” desde la identidad del otro. Ser uno para poder mirarse en él mismo. ¿Crisis de identidad? ¿El ser y la nada? ¿El yo y el otro? Está bien, querido “marciano” Ichiro Tanaka, usted ha tocado a mi puerta. Es decir, ha abierto las páginas de este libro para que un simple vendedor de ilusiones radiales, un profesional del micrófono que “engaña” a los oyentes al acercarlos al mundo de la ciencia-ficción con un reality show que lleva en la solapa de un saludo estelar, sea quien soporte la arremetida de quien invadió su espacio para tratar de convencerlo de que era tan marciano como uno que se hace pasar por tal. Y no sólo eso, sino llevarlo a su mundo, a su yo, a su identidad, a su otredad, a su alteridad, a un universo idénticamente humano, humanamente loco.

Ichito Tanaka advierte: No soy un ser humano común y corriente. Soy un marciano. Cabe la pregunta fuera de contexto, fuera de la obra: ¿qué somos? ¿A qué nos parecemos? ¿Quiénes somos? La respuesta podría quedar encerrada en la misma nave de los marcianos, en el mismo libro, en nuestra conciencia. Y así, vuelta la página, Tanaka no deja de ser marcado por estas palabras del invadido, de quien ahora es narrador: Por más que argumente con lógica, un loco es un loco.

3
...La dificultad de hacer creer a alguien, la decepción de no infundir confianza, y el amor topo-geométrico para tratar de inspirar confianza a pesar de todo... Sólo alcanzar ese santuario, será posible atravesar esa puerta de duda que conduce a la verdad y avanza más, ¿no cree? No he dado ninguna vuelta, se lo aseguro. La mejor prueba consiste en que usted acaba de llamarme loco por primera vez en nuestra conversación.

La lógica demencial de Tanaka se figura en esta expresión: Usted dice que soy un loco y yo mismo en que soy un marciano. Es decir, tan idéntico a un humano, tan ser humano, tan cercano al temor de que los japoneses perdían su identidad frente a Occidente. Sí, claro, somos japoneses pero miramos como americanos. De allí que Kobe maneje esta tesis a través del sujeto que lo cuestiona todo: Por eso nos quedan dos alternativas: una consiste en que Japón se integre en la Federación Marciana. En este caso, los japoneses dejarían de ser idénticos a los marcianos para convertirse en los mismos marcianos. La metáfora roza la piel. No necesita explicación.

Tanaka y el invadido viven en el mismo edificio, así como los personajes de Ionesco respiran el mismo aire, tienen los mismos gustos, abren las mismas puertas y usan las mismas llaves.

Al final, el locutor va en busca de su mujer, quien había salido a convencer a la del “marciano” para que lo sacara de la casa ajena, toda vez que había llamado por teléfono para advertir que estaba loco. Cuestión que no sucedió: la esposa de Tanaka nunca se presentó, razón por la cual la del locutor subió a buscarla. Ésta nunca regresó, y así el locutor se dirigió hasta la casa del marciano. Una casa de locos, el tribunal de la locura, el cementerio de la demencia. Obligado a admitir que es un marciano, el locutor entró en una instancia de terror que quedó colgada de estas últimas líneas de la novela de Kobo Abe:

Sí, quiero saber: ¿todo esto será la consecuencia de una fábula sometida por la realidad o de la realidad rendida por una fábula? Me gustaría preguntárselo a usted, que está situado fuera de este tribunal. El lugar donde se encuentra, ¿pertenece a la realidad o a la fábula?

Afortunadamente cerré el libro. Ya Ichiro Tanaka tenía sus ojos de marciano extraviado puestos en mí. He logrado salvarme. Pero como lector, como un idéntico ser humano, he sido invadido por la duda: ¿soy el que soy o no soy?





Pez abisal (Dos comentarios sobre la poesía de Kevork Topalian)

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—por Néstor Mendoza—

l. La majestad del invierno. El paisaje que ha escogido es un entorno escasamente explotado. Su procedencia es atípica. Un antecedente podría hallarse en los territorios remotos que sirven de escenografía a la obra de José Antonio Ramos Sucre, quien acuñó el frío septentrional en nuestra tradición. Kevork Topalian elige los bosques de abedules (“bosque umbroso”); se inclina por las corrientes gélidas de alguna ciudad rusa y prefiere posponer el viento caluroso del Caribe. Desarticula la dualidad campo—ciudad o urbanismo—ruralismo y propone un tercer contexto. En sus poemas hay cabañas y manteles extranjeros, escenas que revelan la apariencia invernal de los habitantes. A cada momento, la voz nos repite su origen sometido por la estación de los abrigos: "Pero esta delgada lluvia hiela el día de hoy/garúa insistentemente sobre la conciencia/ en el sur, el cielo ceñido de nubes grises". Quienes recorren este libro van hacia "Praderas nórdicas", y su sensibilidad es "amor reflejado y frío".

Especial atención merece Lámpara de oscuridad (2008), su primer libro. El título deriva de un verso del argentino Roberto Juarroz: oxímoron a fin de cuentas, ejerce un oficio contrario a su procedencia originaria. Imaginemos que la ropa no nos cubre, sino que nos hace sentir completamente desnudos. O que la comida nos produce hambre y la ingesta de arsénico se convierte en el electroshock que revitaliza.

T.S. Eliot opinaba que un poema extenso se sostiene de algunos pasajes prosaicos, necesarios e incluso obligatorios. Kevork procura que estos pasajes sean ligeramente perceptibles, de manera que los versos tienen la presencia de un estancia limpia, sin objetos desparramados o adornos innecesarios y mal ubicados. Predomina la fluidez de las descripciones. Su escritura se mueve sin rudeza y con elegancia. Se nota lo que planteó Edgar Allan Poe: la extensión no es una cualidad per se, es un recurso más; el poeta norteamericano se adelanta y reafirma que un poema extenso debe ser leído como una suma de poemas más breves —suma de “intensidades”—, con sus respectivos periodos de descanso. El uso premeditado de los recursos métricos refuerza este mérito: el encabalgamiento oportuno es un evidente ejemplo, especialmente tratado en Un texto en ruinas—el cual pude leer, aún inédito, hace tres años—. Este libro vio luz recientemente en formato digital Scribd. También hay una tercera obra en ese formato, La irrupción, que completa una tríada. Estos volúmenes han transitado con escaso respaldo crítico; aun así, Kevork ofrece tres libros íntegros en soporte digital. Incluye a manera de prólogo una breve nota, casi una poética, que ubica al lector y lo encamina en su propuesta estética.

el poeta venezolano Kevork Topalian
foto:artepoetica.net
En Lámpara de oscuridad se nota un tratamiento lejano y contemplativo hacia los objetos: "Allí, sola, una mujer; / los codos apoyados en la mesa. / Al llevarse a la boca un pan,/ migas desprendidas/ crepitan al caer/ sobre ese antes prístino, / blanco mantel”. En lo temático, existe unidad; en lo formal, el poeta se mueve entre la modernidad anglosajona y la herencia castellana. No existe un banquete experimental. Los poemas delimitan sus ecos. Son apariciones que se mueven entre espejos, herencia y un linaje que se nos presenta como una imagen en claroscuro. Los objetos, palpitantes y observadores, también interactúan: los naipes desplegados en la mesa son testigos, interrogan y ocupan un lugar activo y no meramente accesorio. La lámpara de Kevork ausculta los temores de quienes se aprovechan de su emanación. La luz y la oscuridad se unifican para irradiar el enigma. La materia prima de Lámpara de oscuridad son los recuerdos, “exhumados murmullos sin fecha”. Pueden tomar la visible forma de un álbum familiar o la súbita ráfaga que entra por la ventana, instalándose en el mobiliario y en los huesos.

II. Desmontaje de la ciudad. En ocasiones, el bagaje de un poeta podría entorpecer el discurso y hacer que trastabille a cada momento. La contorsión culta que solo intenta ser la demostración de un conocimiento no digerido, la enseñanza de tópicos que al lector no le interesa conocer. El poema, entonces, se transforma en un paquidermo fatigado, de muy pobre movilidad. En la poesía de Kevork se notan las voces de la influencia literaria, es cierto, pero matizadas y filtradas por la paciencia y el cuidado de un ebanista.

Kevork ha expresado pública e íntimamente su inclinación por el pensamiento de Nietzsche. Es notoria la lectura que hace del autor alemán y evidente el andamio filosófico que la sostiene. Sin embargo, quien habla es el poeta, pleno y seguro de sus roles. Debajo del puente (“demasiado leve para el alma enferma”), la razón se desplaza al mismo ritmo que la inmundicia. El agua turbia y las ideas son parte del paisaje.

En el puente de Kevork, como en el gran puente de Lezama Lima, transita una comparsa. La extensión es demasiado amplia para el límite de los sentidos; es el puente Danyang–Kunshan, pero no está hecho con metales, concreto y gruesísimas guayas. Está hecho con imágenes. Allí todo se desplaza y circunda lo improbable: la distorsión de lo figurativo. Todo lo que es aprehensible con la limitada capacidad de nuestra visión; todas las asociaciones, variadas y atractivas. Dice Lezama Lima: tres millones de hormigas herniadas trasladan un tiburón de plata. No importa si esto es posible o no, lo importante es la contundencia de la imagen, que puebla nuevamente lo deshabitado.

Kevork destruye para renombrar. Destruye con la mejor arma que posee: el lenguaje; por este motivo, “La estructura claudica su discurso”. El lenguaje, convertido en instrumento, es el arma, el martillo, el taladro o la enorme esfera de acero con que destruyen las construcciones antiguas. Un texto en ruinas es el desmontaje discursivo de la ciudad: el jugueteo textual como respuesta a la descomposición de la ciudad. Aquí se cumple una vieja premisa: el ejercicio de renombrar y fundar de nuevo: “Imagen que por fuerza dará paso/ a una dislocación de la metáfora, / su necesaria profanación, la fisura/ por donde finalmente irrumpe el destino”.

foto:golfedombre.blogspot.com
La belleza es el desplazamiento del ave que sobrevuela la ciudad. Quien oye su canto desde abajo, asocia su vuelo con el presagio. No es la vulgar paloma de plumas negras y grises que husmea en las plazas públicas, cualquier tarde, no importa cuál; que deja caer sus desechos en la frente amarillenta de los próceres. Parece ser, en cambio, otra ascendencia, una iluminación repentina. Se escucha el cántico, otra vez, pero sus alas son invisibles para el torpe ojo del hombre. Creemos que es un ave pero solo es un bulto que está allá arriba, encima, en el techo de nuestra ignorancia. El hombre busca la geometría concreta del animal, no la belleza del desplazamiento. Busca la textura exacta de las plumas, los piojos —solo entomología—, el latir sostenido del pecho, el funcionamiento intestinal. El hombre quiere el ave degollada en una plancha y así analizar su anatomía. Por eso no ve, o lo que es peor, está convencido de su visión aunque esté ciego. Es la terquedad, no la mirada humilde. Sin embargo, estas líneas de Kevork nos reconcilian con los pobladores de las alturas: 

En vano intentas seguir con la mirada
el rumbo de su saludo natural
que se bifurca y se pierde, remoto,
en una contradicción de claridades.

¿Qué contundencia nos arroja a la cara Un texto en ruinas? Si algo está desvencijado, inservible, es mejor destruirlo totalmente. Quemar los fragmentos, los retazos y la impostura. Empezar de cero es más conveniente: implosionar el edificio antes de que se desplome bajo su propio peso de olvido y desidia. Cada rincón debe ser dinamitado: los escombros, si acaso perduran, podrían utilizarse para levantar otra edificación (realidad que solo encuentra justificación en el poema). En este libro se nos reitera cierta autosuficiencia. La autonomía de un lugar que redacta leyes propias y las ejecuta según sus necesidades. Dejando a un lado la justificación filosófica, se ve (veo) la grasa corporal que se bambolea cuando alguien corre o escapa; se ve el cuerpo sudado y la ropa ajustada y mojada. Veo la humanidad, la sangre y el idioma que los traduce. Allí aparece Kevork, pez abisal. Vemos el pez oceánico —la mínima luz de la antena—; de pronto, ya no está.





Cuento: CONFESIONES DE UNA MUJER de GUY DE MAUPASSANT (1850-1893) Francia

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Amigo mío, me ha pedido usted que le cuente los recuerdos más vivos de mi existencia. Soy muy vieja, sin parientes, sin hijos; puedo, pues, libremente confesarme con usted. Prométame sólo que jamás desvelará mi nombre.

He sido muy amada, usted lo sabe; y a menudo amé yo también. Era muy hermosa; puedo decirlo hoy, cuando ya nada queda. El amor era para mí la vida del alma, como el aire es la vida del cuerpo. Hubiera preferido morir a existir sin ternura, sin un pensamiento siempre clavado en mí. Las mujeres pretenden con frecuencia no amar sino una sola vez con todo el poder de su corazón; con frecuencia me ocurrió que amaba tan violentamente que me parecía imposible que aquellos transportes finalizasen. Y sin embargo se extinguían siempre de una forma natural, como un fuego falto de leña.

Le contaré hoy la primera de mis aventuras, en la que yo fui muy inocente, aunque determinó las otras.

La horrible venganza de ese espantoso farmacéutico de Le Pecq me ha recordado el terrible drama al cual asistí muy a mi pesar.

Estaba casada desde hacía un año, con un hombre rico, el conde Hervé de Ker..., un bretón de vieja cepa al cual, por supuesto, no amaba. El amor, el verdadero, necesita, o por lo menos así lo creo, libertad y obstáculos al mismo tiempo. El amor impuesto, sancionado por la ley, bendecido por el sacerdote, ¿es amor? Un beso legal nunca vale lo que un beso robado.

Mi marido era de elevada estatura, elegante y todo un gran señor de aspecto. Pero carecía de inteligencia. Hablaba de un modo terminante, emitía opiniones cortantes como cuchillos. Se le notaba una mente llena de ideas preconcebidas, infundidas en él por sus padres que a su vez las habían recibido de sus antepasados. No vacilaba jamás, daba sobre todo una opinión inmediata y limitada, sin el menor embarazo y sin comprender que pudieran existir otros modos de ver. Se notaba que aquella cabeza estaba cerrada, que por ella no circulaban ideas, esas ideas que renuevan y sanean un espíritu como el viento que atraviesa una casa cuyas puertas y ventanas se abren.

El castillo donde vivíamos se encontraba en plena región desierta. Era un gran edificio triste, enmarcado por árboles enormes cuyo musgo hacía pensar en las blancas barbas de los ancianos. El parque, un verdadero bosque, estaba rodeado por un profundo foso de esos que llaman salto de lobo; y al final, del lado del páramo, teníamos dos grandes estanques llenos de cañas y de hierbas flotantes. Entre los dos, a orillas de un arroyo que los unía, mi marido había mandado construir una pequeña choza para tirar sobre los patos salvajes.

Teníamos, amén de nuestros criados normales, un guarda, una especie de bruto adicto a mi marido hasta la muerte, y una doncella, casi una amiga, locamente ligada a mí. Yo la había traído de España cinco años antes. Era una niña abandonada. Se la hubiera tomado por una gitana a causa de su tez morena, de sus ojos oscuros, de sus cabellos profundos como un bosque y siempre encrespados en torno a la frente. Contaba entonces dieciséis años, pero aparentaba veinte.

Comenzaba el otoño. Cazábamos mucho, unas veces en las propiedades de los vecinos, otras en la nuestra; y yo me fijé en un joven, el barón de C..., cuyas visitas al castillo se volvían singularmente frecuentes. Después dejó de venir, y no pensé más en él; pero me di cuenta de que mi marido cambiaba de actitud conmigo.

Parecía taciturno, preocupado, ya no me abrazaba; y aunque casi no entraba en mi dormitorio, que yo había exigido separado del suyo con el fin de vivir un poco sola, a menudo oía, de noche, unos pasos furtivos que llegaban hasta mi puerta y se alejaban tras unos minutos.

Como mi ventana estaba en la planta baja, a menudo creí también oír merodeos en la sombra, en torno al castillo. Se lo dije a mi marido, que me miró fijamente durante unos segundos y después respondió:

—No es nada, es el guarda.

Ahora bien, una noche, cuando acabábamos de cenar, Hervé, que parecía muy alegre, contra su costumbre, con una alegría socarrona, me preguntó:

—¿Le gustaría a usted pasar tres horas al acecho para matar un zorro que viene por las noches a comerse mis gallinas?

Me quedé sorprendida; vacilaba; pero como él me examinaba con singular obstinación, acabé respondiendo:

—Claro que sí, amigo mío.

Tengo que decirle que yo cazaba como un hombre lobos y jabalíes. Conque era muy natural que me propusiera aquel acecho.

Pero mi marido de repente adoptó un aire extrañamente nervioso; y durante toda la velada estuvo agitado, levantándose y volviéndose a sentar febrilmente.

Hacía las diez me dijo de pronto:

—¿Está usted preparada?

Me levanté. Y cuando él me trajo mi escopeta, pregunté:

—¿Hay que cargar con bala o con posta?

Pareció sorprendido, y después prosiguió:

—¡Oh!, sólo con posta, bastará, puede estar segura.

Después, tras unos segundos, agregó con singular tono:

—¡Puede usted alabarse de su sangre fría!

Me eché a reír:

—¿Yo? ¿Por qué? ¡Sangre fría para ir a matar un zorro! Pero, ¡qué ideas tiene usted, amigo mío!

Y henos aquí en marcha, sin hacer ruido, a través del parque. Toda la casa dormía. La luna llena parecía teñir de amarillo el viejo edificio oscuro cuyo tejado de pizarra relucía. Las dos torrecillas que lo flanqueaban ostentaban en su cima dos placas de luz, y ningún ruido turbaba el silencio de aquella noche clara y triste, dulce y pesada, que parecía muerta. Ni el menor soplo de aire, ni un grito de un sapo, ni un gemido de lechuza; un lúgubre entorpecimiento se había abatido sobre todo.

Cuando estuvimos bajo los árboles del parque me asaltó su frescura, y un olor a hojas caídas. Mi marido no decía nada, pero escuchaba, espiaba, parecía olfatear en las sombras, poseído de pies a cabeza por la pasión de la caza.

Pronto llegamos al borde de los estanques.

Su cabellera de juncos permanecía inmóvil, ningún soplo la acariciaba; pero por el agua corrían movimientos apenas sensibles. A veces un punto se agitaba en la superficie, y de allí partían leves círculos, semejantes a arrugas luminosas, que se agrandaban sin fin.

Cuando llegamos a la choza donde debíamos emboscarnos, mi marido me dejó pasar delante, después armó lentamente su escopeta y el chasquido seco de las piezas me produjo un extraño efecto. Me sintió temblar y me preguntó:

—¿Es, acaso, que ya le basta a usted con esta prueba?

Pues márchese.

Respondí, muy sorprendida:

—Nada de eso, no he venido para regresar. ¿Está usted de broma esta noche?

Murmuró:

—Como usted quiera.

Y permanecimos inmóviles.

Al cabo de una media hora, como nada turbaba la pesada y clara tranquilidad de aquella noche de otoño, dije, en voz baja:

—¿Está usted seguro de que pasa por aquí?

Hervé tuvo una sacudida, como si lo hubiera mordido, y, con la boca pegada a mi oído:

—Estoy seguro, escuche.

Y volvió a reinar el silencio.

Creo que empezaba a amodorrarse cuando mi marido me apretó el brazo; y su voz silbante, cambiada, pronunció:

—¿No le ve usted, allá abajo, entre los árboles?

Por mucho que miraba, yo no distinguía nada. Y lentamente Hervé apuntó, mientras me miraba fijamente a los ojos. Yo misma estaba preparada para disparar, cuando de pronto, a treinta pasos de nosotros, apareció a plena luz un hombre que avanzaba a pasos rápidos, con el cuerpo inclinado, como si viniera huyendo.

Me quedé tan estupefacta que lancé un violento grito; pero antes de que pudiera volverme, ante mis ojos pasó una llama, una detonación me aturdió, y vi al hombre rodar por el suelo como un lobo que recibe una bala.

Lancé agudos clamores, espantada, asaltada por la locura; y entonces una mano furiosa, la de Hervé, me asió por la garganta. Fui derribada, y después alzada en sus robustos brazos. Corrió, llevándome en vilo, hacia el cuerpo tendido sobre la hierba, y me arrojó sobre él, violentamente, como si hubiera querido romperme la cabeza.

Me sentí perdida; iba a matarme; y ya alzaba sobre mi frente su tacón, cuando a su vez fue sujetado y derribado, sin que yo hubiese entendido aun lo que estaba ocurriendo.

Me alcé bruscamente y vi, de rodillas sobre él, a Paquita, mi criada, que, aferrada a él como un gato furioso, crispada, enloquecida, le arrancaba la barba, el bigote y la piel del rostro.

Después, como asaltada bruscamente por otra idea, se levantó y, arrojándose sobre el cadáver, lo estrechó entre sus brazos, besándolo en los ojos, en la boca, abriendo con sus labios los labios muertos, buscando en ellos un hálito, y la profunda caricia de los amantes.

Mi marido, en pie, la miraba. Comprendió y, cayendo a mis pies:

—¡Oh! perdón, querida mía; sospeché de ti y he matado al amante de esta muchacha; mi guarda me ha engañado.

Yo, por mi parte, miraba los extraños besos de aquel muerto y aquella viviente; y los sollozos de ella, y sus sobresaltos de amor desesperado.

Y en ese momento comprendí que le sería infiel a mi marido.





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