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Cuento: ANIMAL REALENGO por CAROLINA LOZADA (1974) Venezuela

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—por Carolina Lozada (*)—

foto:Joel-Peter Witkin
En la madrugada, mi sexo se despierta húmedo, rabioso y un poco triste. Sin pensar en consecuencias ni en pedir permiso se me desprende del cuerpo y se hace una cosa aislada, como un ovillo en búsqueda de rincones de exilio, y se lanza a suelos que no le pertenecen. Una vez abajo se escabulle por escondrijos, sin importarle tropezar con alguna mugre que lo convierta en un sexo sucio. Misu, misu, lo llamo cariñosamente para que salga de su escondite y venga a juntarse con el resto de mi cuerpo, el lugar al que pertenece. Él, que no tiene oídos, se hace el sordo, no responde. Apuesto a que me está observando desde alguna guarida oscura, burlándose al ver su espacio en blanco en medio de las piernas, completamente deshabitado. Misu, misu, ¿dónde estás?

No es la primera vez que se escapa. En realidad lo hace con insistencia: en una ocasión se deslizó en silencio y se hizo pipí debajo del sofá. Cuando lo descubrí me puse furiosa y lo increpé: ¿Te crees un cronopio o qué? Pedazo de imbécil, ahora solo falta que te hagas globito y te pintes de verde. Sé que fui muy dura, sobre todo cuando lo llamé “pedazo”; era como restregarle su condición de cosa realenga y mutilada. En principio no fue mi intención herirlo, pero él me saca de las casillas con facilidad. Esa vez asumió la culpa como un perro manso. Sentí pena, se veía tan desamparado, tan descolocado. Lo recogí del charco de meaos, lo lamí, lo bañé, lo sequé con aire caliente; le gusta mucho sentir el aire cálido del secador en todo el cuerpo peludo. Ah, mi sexo, pobrecita mi cosita loca, mi manojo de nervios.

foto:hans bellmer
Sus estados de humor son tan inestables que me alteran los nervios, porque nunca sé con qué disparate va a salir. A veces le gusta jugar bromas pesadas, como hacerse el incontinente, especialmente en lugares públicos. En algunas fechas deja de menstruar para que yo crea que estoy embarazada, y cuando ve que ya estoy terminando de tejer los escarpines, ¡zas!, hace bajar la regla. Cuando no le gusta un amante se pone frígido y seco, espantando de este modo la posibilidad de llegar con el hombre a algo más. Lo peor es que no puedo reclamarle, si lo hago se enfurece y no me dirige la palabra durante días; al final soy yo quien debe pedir perdón.

Una madrugada aprovechó que yo estaba muy borracha, tirada en la cama, sin ropa interior, con las piernas abiertas, y se bajó de la horcajadura e intentó matarse tirándose al escusado. Gracias a la textura esponjosa de su cuerpo se mantuvo flotando con vida a la espera de que alguien le hiciera el favor de bajar la manija del agua para ahogarse entre tuberías subterráneas; pero no hubo nadie capaz de hacerlo, en esta casa vivimos solamente mi sexo y yo.

Al despertarme con ganas de acariciarlo, noté que no estaba en su sitio, lo busqué desesperadamente por todos los cuartos hasta que lo encontré esponjado en el retrete. Con asco metí la mano para rescatar a mi sexo empapado y suicida. Al tenerlo en las manos lloré de alegría pero también de dolor: ¿Por qué quería matarse?, ¿por qué?, ¿por qué? Había pasado demasiado tiempo metido en el agua, tuve que darle respiración boca a boca; fue la única manera de revivirlo. Hasta las ovejas de la pijama se conmovieron al ver que abrió la mirada y emitió un gemido parecido a un orgasmo. ¡Mi sexo estaba vivo!

foto:vice.com
Se resfrió debido al tiempo que estuvo sumergido en el retrete, así que debió quedarse en cama mientras yo iba a trabajar. Durante esos días lo arropaba, le tomaba la temperatura, le daba arrumacos, le acariciaba la cabellera hirsuta y oscura, le prendía la televisión para que no se aburriera mientras yo estaba fuera. Antes de salir me aseguraba de que puertas, ventanas y drenajes quedaran bien cerrados; trataba en lo posible de evitar que nuevos ataques psicóticos lo empujaran  a la calle o a la muerte y me abandonara para siempre. No quería que de pronto se lanzara a un carro y que el desprevenido conductor le pasara por encima sin percatarse de que estaba matando a mi sexo y lo dejara tirado en la carretera, como un pedazo de cosa muerta, y que de la intemperie viniera un zamuro y se lo llevara en su pico; mi sexo muerto volando en el pico de un ave de rapiña hasta que llegara otro zamuro y alguien, desde el suelo de su casa, avistara en las alturas los dos pajarracos negros peleando por mi sexo.

Después de su intento de suicidio se recuperó y durante un tiempo estuvimos bien, salíamos, mordisqueábamos algún uno que otro pene disponible, nos restregábamos con las cucas de otras muchachas, permitíamos que lenguas procaces nos babearan. Con todo y eso mi sexo sigue siendo inconforme, infeliz, y últimamente ha vuelto a desprenderse en las madrugadas, deslizándose tan subrepticiamente que si tuviera piernas diría que lo hace en puntas de pie, pero tratándose de él, ¿qué puedo decir, que lo hace en puntas de cuca? Lo cierto es que parece que quiere arrancarse del todo y andar por la casa y por la vida como un animal realengo. Ya no sé qué hacer para mantenerlo a salvo y contento. Cuando se desaparece suelo encontrarlo lloriqueando por los rincones, completamente arisco a mis manos y palabras; entonces debo armarme de paciencia y tomarlo con cuidado, esquivando sus rabiosas tarascadas. A pesar de todo, lo quiero, es mi sexo. Misu, misu, lo llevo a la cocina, le ofrezco un té, caldo o leche caliente y espumosa —su favorita—; le alcanzo un cigarrillo, que recibe de mala gana. Ya quisiera él tener ceño para fruncirlo, pero se resiente de esta ausencia y de tantas otras ausencias mi sexo gruñón, tan solo, tan “déjame en paz que me quiero morir”.

Es tarde, cuca mía, mañana te pongo un lazo rojo y te perfumo para que salgamos por ahí a ver qué nos comemos, le prometo. Él me mira como si tuviera ojos, con su pelo brusco, con sus labios finos, con sus ganas de ser gemido. Suspira hasta quedarse dormido arrumado en mi mano. Él y yo tan solos en este cuarto grande, en esta cama chica.



Calo y Olivia.foto:luis moreno villamediana



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(*) Carolina Lozada. (Venezuela, 1974). Narradora. Entre sus publicaciones se encuentran, entre otros, los libros de cuentos: El cuarto del loco(Caracas: Barco de piedra, 2014), La culpa es del porno (Caracas: Libros de El Nacional, 2013), Los cuentos de Natalia (Caracas: Monte Ávila Editores, 2007) y el libro de crónicas literarias La vida de los mismos (Caracas: Fundarte, 2012). Diario ajeno es su columna en el Papel literario del Diario El Nacional.





Salvoconducto para un cuerpo ausente (Adalber Salas Hernández - Caracas 1987)

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—por Néstor Mendoza—

Da pena estar así como no estando
Eliseo Diego

Adalber Salas Hernández.foto:lamajadesnuda.com
Por más que busco o hurgo en el escritorio, en los rincones o detrás del cuadro del nuevo prócer, no consigo el documento que me permitiría transitar libremente en estas ruinas; debe tener, eso sí, la firma ilegible y el sello lubricado con tinta: el líquido azul, o color petróleo, que legitima la fragilidad del papel.

No quiero salir de casa. El miedo es mi pan y mi alfabeto. Cuando se tiene miedo es difícil distinguir entre el querer y el deber, entre el ser y el deber ser, entre el azote y la espalda que lo recibe. Todo se trueca en un problema ontológico. Palpo mis pies cansados, emancipados de los zapatos y de las medias; toco mi cabeza, y debajo de ella, las conexiones neuronales, las ideas que se empujan y solapan. No hay claridad. El documento que tanto espero, ¿es mi libertad condicional o una invención para mantenerme en esta parálisis? ¿Es Teseo o el minotauro?

Se supone que me darían el pliego hoy mismo; sin embargo, gotea con ese ritmo espeso y baboso de la burocracia. Me toca quedarme en casa nuevamente. Entonces repito: ellos no desean darme la autorización. Pueden dármela pero no quieren. Prefieren engordar un método de transacciones fútiles que embrutece, envilece y confunde. Por eso leo y escribo, para transitar el paisaje que han tachado con anuncios. Con cinismo. Por eso Adalber Salas Hernández, pienso yo, ha decidido escribir un poemario; o sea, un Salvoconducto.

¿Qué parentesco hay entre Caupolicán Ovalles y Rubén Darío y entre “¿Duerme usted, señor presidente?” y “Sonatina”?  Las motivaciones de estos dos poemas son distantes a simple vista. El poema dariano nos remite al hastío de una princesa atrapada en su opulencia, imagen típicamente modernista. El texto de Caupolicán, en cambio, es un puñetazo desafiante, soez en ocasiones, que tiene marcadas referencias político-sociales y una forma análoga al grupo literario El Techo de la Ballena. En apariencia resultaría difícil asociarlos o pensar en un ensamble o engranaje. Acaso allí radica su valor más original. Y este ha sido, justamente, el acierto de Adalber Salas Hernández (Caracas, 1987), quien unifica “realidades distantes” y pone en marcha una nueva y muy efectiva articulación, no menos afilada que la citada obra de Caupolicán. En este caso me refiero a un poema en específico, “X (Sonatesco y ripioso)”, el cual forma parte de Salvoconducto, ganador del prestigioso Premio Arcipreste de Hita 2014. Adalber Salas maneja, en ese libro, diversos procedimientos textuales para configurar una poética en la cual lo grotesco, lo nimio, la ironía y el sarcasmo muestran los márgenes corroídos de la realidad.

Salvoconducto es una propuesta de expresividad madura y de elocuencia narrativa que no teme a la colocación irregular de los versos.  Adalber relee exhaustiva e intertextualmente algunos clásicos de las lenguas española e inglesa, exhorta y pone en evidencia los infortunios de una ciudad que puede ser cualquier capital del país o del mundo; capital mal administrada (malversada), en definitiva, violenta y temerosa al unísono. El autor dice “Caracas”, con énfasis y sin eufemismos; dice Caracas, y en seguida se abre un grifo de imágenes, o mejor, una cañería que fluye al mismo ritmo que un río embaulado, con escombros y olores indeseables. Esta Caracas de Adalber es férreamente la capital de Venezuela, con sus alrededores de intimidación, secuestros express, desconcierto, impunidad y esa otra ciudadela llamada morgue de Bello Monte (“Hay cadáveres que fueron lanzados al mar/ para que sólo el agua recordara sus nombres”). También es la idéntica rutina de Valencia, Maracay, Cabimas, Mariara, Boconó y cualquier ciudad, pueblo o caserío. Estos poemas no pretenden ser cuadros impasibles dispuestos en salas de espera, clínicas odontológicas o escritorios jurídicos, tampoco son piezas esterilizadas o floreros parnasianos. Adalber no es Leconte de Lisle.

Salvoconducto aproxima los opuestos y toda su dotación de exterioridad. Lo hace con Rubén Darío y Caupolicán Ovalles; lo hace con Caracas, que indistintamente pasa de víctima a victimaria. La gramática nos dice que, en el siguiente verso, el sustantivo “Caracas” funciona como un vocativo; pero yo veo, además, una salutación fúnebre: “Caracas, los que van a morir te saludan”. Los hombres que caminan en cualquier noche capitalina son brochetas de miedo, y transitan las calles iluminadas u oscuras con un “temblor/metálico que les atraviesa la espalda, /que les ensarta las vértebras, que les/tuerce el andar”.

foto:colofonrevistaliteraria
Salvoconducto frecuenta sin complejos los antecedentes literarios, no importa si la intención es abiertamente premeditada. Siguiendo aquella recomendación horaciana en la que el poeta debe afirmar y negar algo, Adalber señala: “Y yo, / yo estaba en el asiento trasero, con mis/ siete u ocho años, respirando ese calor espeso que/ era como un castigo de dios o un/regalo de dios, uno nunca podía notar/ la diferencia”. Como en el relato “Maniquíes” de Salvador Garmendia, Salas Hernández describe la aparición de extraños cuerpos sintéticos, tan semejantes a nosotros y a las estadísticas de la ausencia. Muñecos de cera, inexpresivos, que han aparecido repentinamente. Esos cuerpos venían con su castigo a cuestas: “Ninguno de ellos tenía el descuido/ de poseer una historia”. Y justo al cierre del poema, la hermosura de unos versos, efectivos en su estética y que nos afectan en el ánimo: “Nunca fueron tan amados como cuando/ sus figuras se habían diluido por completo”. Todos los muertos no caben debajo de la alfombra de algún ministerio.

Pero esto no es todo lo que nos ofrece Salvoconducto: también podemos leer episodios de la experiencia personal del poeta y su círculo familiar o la sonoridad del movimiento que trae nuevamente la fuerza y amor maternales. Libro de despedidas, de cartas póstumas, de testamentos e informe forense; pero hay mucho más, algo más que contrasta y que pesa y se muestra con humanidad y humildad: una palpitación que se alarga y busca con los brazos abiertos la piel sensible, el brote de la hoja, la memoria. Se trata de desenredar el ovillo de la indolencia para tejer un mantel en el que podamos disponer una comida menos angustiosa.

foto:nagarimagazine.com
Salvoconducto resuena con ecos amplios y diversos, se aleja del coro monocorde de las propagandas goebbelianas y de ciertos individuos que se han transformado en empleados pacificadores, funcionarios con discurso subvencionado. En una época de amputación comunicacional, la epidermis de algunos poetas es más porosa. No olvidemos los cuerpos caídos en las aceras: “Nadie notaba el olor, /la luz fría lo había escondido. / Eso no era un cuerpo, era algo más, / replegado, tachado. /Algo que había perdido todas sus alianzas”. Adalber concibe la subversión poética sin didactismo y no cae en la cómoda enumeración de culpables: la realidad tiene sus propios ladrillos que caen cada cierto tiempo en algunas frentes.

Valencia, abril de 2015.





El mago o “la tercera realidad”: cuentos de Ryunosuke Akutagawa

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—por Alberto Hernández—

I
Ryunosuke Akutagawa nada muy bien en las rápidas aguas del cuento. Maestro del género, lo sabemos cercano a nosotros gracias al cine. Hace ya algunas décadas, leímos “Rashomon”, cuento que conjugado con las imágenes del relato “En el bosque” dio origen a la película Rashomon, dirigida por Akira Kurosawa, donde destaca el alejamiento de los japoneses de ciertas tradiciones. En este filme los personajes revelan muchos de los problemas que, por occidentales, afectaban al pueblo nipón.

Akutagawa regresa a nuestra memoria gracias a la traducción de trece de sus cuentos realizada por el reconocido Ryukichi Terao, quien contó con la colaboración del escritor venezolano Ednodio Quintero, quien también escribió el prólogo para la publicación del libro de relatos El mago(Barcelona, España, 2012), en la editorial Candaya.

El mago es un acto de magia, un milagro literario que nos aproxima a lo mejor de la literatura de ese muy lejano país. Pero también es una polémica silenciosa. Podría pensarse que en lo afirmado por Daisuki Ikeda —en el prólogo del libro La noche anuncia la aurora (Emecé Editores, Buenos Aires 1985), diálogo en el que participan René Huyghe y el mismo Ikeda— se debate la relación de ambos hemisferios culturales: “Ahora bien, diría yo que la morada en que vivimos no se ve amenazada por una tromba que aparece en el horizonte, sino que está amenazada por sus propios ocupantes —los hombres, rivales en la carrera del lucro—, que se disputan los muebles, que arrancan los cielos rasos, las tablas de los pisos, que socavan los pilares y tienden así a derrumbarla”. La imagen podría resultar exagerada, pero no quedan dudas de que ocurre algo en el ambiente que flota aún en las líneas narrativas de Akutagawa. Algunos cuentos de este libro que Candaya lanza al mundo delinean eso que muchos han dado en llamar la “decadencia” del Japón y que nuestro autor nos hace ver a través de la película de Kurosawa.

II
El primer cuento, el que le da nombre al libro, es uno de los más japoneses. Es, a juicio de este lector, el más cercano al espíritu nipón junto a “Blanco” y “Crónica de una deuda liquidada”. Todos los relatos fueron escritos con elegancia y delicadeza, próximas a las de Kawabata en las novelas País de nieve y Kioto. Estas características se notan en el uso de las imágenes, en el ritmo de las acciones. Por supuesto, el paisaje del también autor de Diario de un muchacho atiende más a la mirada inmediata. Akutagawa se detiene con más paciencia y atención en los personajes, a quienes rodea de problemas, los que alarga hasta convertirlos en una atmósfera con cierta tensión psicológica.

Este maestro japonés del cuento cabe perfectamente en la expresión “La armonía es la piedra angular del equilibrio”, que Huyghe usara para hablar de la clave acerca de los dos bloques culturales. Cada relato de nuestro autor desvela la mirada inasible del budismo, donde el mundo objetivo y el mundo subjetivo se debaten para dar paso al yo y al no yo. Estas dos instancias aparecen como una “tercera realidad”, que es el arte. Es decir, Akutagawa roza la teoría de Huyghe y participa en el diálogo desde los personajes, como queda visto en el cuento “El baile de Akiko”, tan francés, tan Maupassant, para decirlo con la perspectiva de Ednodio Quintero. Se trata del relato menos nipón, el más occidental, el más diplomáticamente occidental.

En “El Cristo de Nanking” el autor revela la tensión que Oriente y Occidente siempre han tratado de disimular. O al menos de maquillar a través de los negocios. Esta vez a través de la religión. Un problema de fe. Se trata de una historia en la que una joven prostituta es contagiada de sífilis. La mujer tiene que abandonar el oficio del cual viven ella y su padre enfermo. La mujer se dedica a rechazar a todos los clientes hasta que aparece un extranjero (mitad japonés, mitad norteamericano) quien la “enamora” a través del ofrecimiento de muchos dólares y por su parecido con un Cristo que ella tenía puesto en la pared. Años después, un japonés que hace de narrador silencioso entera al lector de que el tal extranjero no es ningún santo sino un aventurero llamado George Murry, quien se ufanaba de haber tenido relaciones con una muchacha china porque lo creía un enviado de Dios. Murry —dice la voz del japonés— enloqueció al enterarse de que tenía sífilis, mientras la joven, gracias a la fe en el personaje a quien creía su salvador, se cura. El relator japonés, personaje circunstancial, decide no revelarle nada a la muchacha, quien siguió su vida “con la cara resplandeciente mientras masticaba las semillas de sandía”.

En este relato se puede asimilar la tensión entre ambos bloques culturales. Oriente se venga de Occidente. Oriente derrota a Occidente. Occidente enloquece. Oriente sigue vivo. No obstante, existe un elemento catalizador: quien provoca la crisis es un mestizo. Un hombre que tiene sangre oriental y sangre occidental. La paradoja da paso a la moraleja.

III
Los ojos rasgados del Buda, los que ambulan por el archipiélago, por las tierras de la antigua China, por la curva silenciosa de unos labios que pronuncian el universo con tanta lentitud, están presentes en estos relatos. Pero también los ojos reconocidamente abiertos en el autorretrato de Van Gogh, que son los mismos de Chejov, Borges o Edgar Allan Poe. Es decir, el rostro de dos mundos que expresa igual número de miradas. Si bien Akutagawa recibió la sospechosa influencia de los prenombrados, también es cierto que su obra se sostiene en el “dolor” permanente de la crisis del espíritu japonés. De allí que haya sido considerado el más importante de los cuentistas de esa lejana nación, por su apego a sus tradiciones genéticas que convirtió en expresión universal.

La publicación de estos trece cuentos nos acerca a un escritor que, pese a haber sido traducido a varios idiomas, hoy día está casi olvidado. He allí la importancia de su salida al campo de los lectores. Hay otros sabores cercanos a este hoy convulsionado, como los de Haruki Murakami o Banana Yoshimoto, quienes seguramente tuvieron que aprender mucho de quien hoy nos ocupa.

Japón es todos ellos, pero queda en El mago la ilusión de haber leído lo que aún nos queda por leer de ese extraordinario país, tan misterioso como la mirada oblicua del Buda en medio de la noche.

Dejemos, para completar, las palabras de Quintero al arbitrio de nuestros curiosos lectores: “Para una mejor comprensión de la obra de Akutagawa, aun cuando demos por sentada su originalidad y la impronta de su genio, no deja de ser útil recurrir a los autores que están en la génesis de su creación. La relación de Akutagawa con sus maestros, Natsume Soseki y Mori Ogay, al igual que con sus contemporáneos Shiga Naoya, Nagai Kafu y Tanizaki, es muy importante de dilucidar aun cuando no sería pertinente en estos casos hablar de influencias”.

La “tercera realidad” recurre sin dilación a las páginas de este tomo que Candaya ha sabido escoger para lanzarlo al mundo, tanto al occidental como al oriental, donde el español es idioma de muchas bocas con variados sabores y acentos.





TRAE TU ESPALDA PARA HACER MI MESA: La voz de Lena Yau

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—por Alberto Hernández—

la escritora venezolana
Lena Yau.foto:carlos rondón
1.-
La voz de Lena Yau insiste. Luego de “Hormigas en la lengua”, novela que levita sobre un poema, se nos presenta con “Trae tu espalda para hacer mi mesa”, un poemario en el que la palabra se paladea, es voz con sabores, gastronomía, comida con apellidos distintos, sueños y erotismo.

La imagen que sugiere el título estimula un verbo imperativo, pero contiene, además, la fuerza del acompañamiento, el forjamiento de un espacio para la celebración: cuerpo y objeto se conjugan para compartir la comida y las bebidas: “Trae tu espalda/ para hacer mi mesa” se abre a muchos significados. Pero la imagen gráfica impera en el ojo: un hombre se dobla y sobre su flexible columna vertebral se coloca el mantel. Se colocan las servilletas, los cubiertos, las flores de adorno y hasta unos cirios si se trata de un aniversario o de una primera cita amorosa. La comida llega e instala el convite. Otra imagen vertiginosamente creativa nos empuja a pensar en la idea de alguien que forma parte de la comida, de la deglución, que es objeto del comer, que se come. El amor es alimenticio, se mastica, se degusta.

El surrealismo valida el momento de sentarse frente a un cuerpo dominado por el lujo de un almuerzo. De una cena, de un momento íntimo, de una erótica de la digestión. La poesía comienza en el título.

Libro enunciativo que no abrevia en voces: tiene varias escrituras. Se escribe y se vierten cuerpo y hambre sobre las palabras. Libro polifónico, abierto a todas las posibilidades en el que lo aforístico también tiene su espacio.

La persona que habla en estas páginas no deja de ser un sujeto tratante de la literatura en tanto texto que se lee y recapacita sobre su mismo significado. Escribe quien actúa: no sólo es el tema, es también el actante:

“Preparábamos conferencias/ Me tocaba hablar de literatura y hambre / escribía a mano algunas ideas y contaba cuentos de panacota. Tenía más ponentes / comensales que panacotas / “Si fueran tartas”, pensaba, “podría dividirlas”. / Volví a contar”.

El poema es un relato experiencial. Una vertiente de la realidad cotidiana: da conferencias, habla de gastronomía y del hambre. Pero no puede repartirse a todos. Cuenta –relata- pero también cuenta –enumera.

La mesa está servida. Sobre tu espalda, sobre tu cuerpo –amado o no- sirvo la mesa, sirvo también el alimento que otro no puede llevarse a la boca, diría en primera persona y en silencio.

Extraña manera de iniciar un libro de poesía, pero poesía al fin, rara en estos tiempos de desmesura, hambre de letras y de alimentos para el estómago.

2.-
La persona misma que habla, calla y se hace para hablar, reúne un grupo de versos que mantienen la atención afilada del lector. Los mecanismos del lenguaje se prestan a este juego: participan las imágenes y destejen el proceso cotidiano. El tema genera una “vocación conclusiva” (Miguel Casado), que resuelve un lector avezado, avisado y avispado. ¿Quién no alienta los deseos de leer un texto corto que le imprima sorpresa? ¿Quién no acepta que lo encaren con inteligencia, sobre todo si se trata de imágenes sugerentes e inclusive anhelantes?

3.-
Una segunda parte de este libro, titulado “Los Cuentos de Jelly Beans” nos asocia con los granos, los porotos, los frijoles, caraotas negras y demás especies que nos han salvado de perder hierro, proteínas y fortaleza. Los platos se conservan llenos durante un rato, mientras un hombre y una mujer se observan. Pasada la cinta fílmica, sólo los rastros, las huellas, las sobras.

¿Quedan sobras?

El poema se resiste a no estar agradecido de los sabores. A no estar lleno de comida e ilusiones, que el hambre suele escapar por cualquier lado.

4.-
Y de seguidas, sorbo a sorbo, nombra el amor y demás sentidos del cuerpo y del espíritu, porque beber asoma ese interior deseado que está mucho más allá de la gula o de la conducta del gourmet. Olores, sabores y deseos: las cotufas, palomitas de maíz o popcorn, las margaritas, las bebidas suntuosamente tropicales entre las que reina el mango, el yogurt de ciruelas pasas y hasta el chicle, una suerte de estructura textual que se estira –como una bomba en la boca- que crece y luego se desinfla.

foto.mariajuliana.com
5.-
La escritura de este libro se aposenta en unas “Relecturas” que favorecen los nombres de Claude Levi-Strauss en medio del humo de la carne asada. Las ramas de los manzanos de David Foster Wallace, el mito de Ulises, el largo ensueño, el costillar deseado, el de la dama que espera y el que se lleva a la boca. El relato, en páginas anteriores,  de Adriano González León en una amorosa misiva, suerte de reclamo por la ausencia, por los tragos compartidos, por las palabras cruzadas en el interior del carro y un ¡cállate! afectivo que conmueve. Roberto Bolaño sumido por el arroz blanco como materia de enseñanza en la cocina. Y Montejo en “El taller blanco” donde la poesía se hizo pan y palabras en los adentros de sus lectores.

6.-
Un libro para tantas teorías. Un libro que es varios libros. Un libro para reanimar contextos, despabilar la memoria mientras hierve el agua del café o se absuelven los raviolis de su impasible degustación. Una tonada para despecharse a la orilla de una olla, con kétchup entre los versos. Una canción, el recuerdo de “Georgia In My Mind” en la voz de Ella Fitzgerald. Hasta nuestro Amargo de Angostura para el ron, para la delicia de las primeras horas de la noche.

Y esa escritura adobada con estas letras: “Su palabra en la pantalla/ cadáver que intento reanimar”. El amor, el desapego, la sospecha. Siempre la comida: eje temático que se asiste con la aborigen catara. Sin olvidar que hay un sujeto conservado en “Carta al hombre ubicuo”, atravesado en plena vía afectiva:

“Amar es comer/ comer lo que come el otro/ Comer al otro”.

¿Cuánto tiempo el cuerpo devorado, la voz silenciosa de quien sostiene sobras y cubertería? Del mantel a las sábanas, sabores, olores: el amor como alimento, sustrato erótico que habita en proteínas y carbohidratos. Momentos que se hacen íntimos hasta el final donde también hay viajes, norteñas habilitaciones: es decir, la poesía es un periplo, una travesía, un destino seguro en el que siempre habrá un instante para saborear la vida.

foto.unionradio.net
7.-
Y así hasta “Arcimboldo o el espejo” en el que dos voces juegan con el lector. La vainilla francesa, los enseres sobre alguna mesa vertebrada. O sobre la misma tierra en la que la poeta resume el despertar, el volver a la realidad luego de su paseo por la niñez: “Creo que mi editor/ planifica mi muerte/ una muerte de lino, plata y porcelana/ una muerte cruel”.

El mundo se mueve, los ojos van y vienen mientras el cielo es un mapa de nubes. La misma voz se mece en un columpio. Describe su pequeño universo, su figura y luego “Me leo y me escribo en el sueño/ Si falta el aire acudo a un nombre”. Eco onírico, el ahogo, alguien recurre ante el llamado. El poema se desliza hasta esta imagen que queda sonando en el mismo aire:

“Soy un camino que no se comerán los pájaros”.

El tiempo no deja de moverse. La voz retorna a un sitio siempre inesperado. Nueva York y sus laberintos, la ciudad evadida, su clima, un espejo que reproduce mitos y olvidos. Ella, quien viaja, descuelga al final del sendero esta poética:

“Se escribe un poema

en el revés de lo que hubo”,

Y después, el silencio, el libro duerme sobre una repisa, sobre un lado de la cama, cerca de la computadora donde quedará plasmado este texto que acabo de imaginar.





ESCRITORES LATINOS PROMUEVEN LA MAGIA DE LA LITERATURA PARA MANTENER EL ESPAÑOL EN DENVER

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Luis Fernández-Zavala leyendo La soledad
también tiene nombre de mujer
.
“Con más de cincuenta millones de latinos
en Estados Unidos, un ochenta por ciento
consumidores de información y entretenimiento
en español, las posibilidades de un mercado
de lectores son más amplias que las de
muchísimos países latinoamericanos.”
Ani Palacios, editora.


Con este titular la agencia española de noticias EFE, y Fox Latino, dieron cuenta del evento literario organizado por el blog internacional de arte y literatura Cervantes@MileHighCity que se realizó en el Museo de las Américas en Denver, Colorado, coincidiendo con las actividades de la Bienal de las Américas http://ow.ly/QDZiF.

Román Luján, poeta mexicano radicado en LA, y el
escritor venezolano en Denver, John Montañez Cortez 
Este año, el Segundo encuentro de escritores latinoamericanos, tuvo el privilegio de contar con la presencia del poeta mexicano Román Luján (Nigredo: Antología personal, Secretaría de Cultura de Coahuila, Saltillo, 2013) y los escritores de ficción Luis Fernández-Zavala (El guerrero de la espuma y otras tantas despedidas, Pukiyari Editores 2014) y John Montañez Cortez (Cuentos Regresivos, Editorial Lector Cómplice, Caracas, 2014).

El certamen permitió un contacto íntimo con lectores de habla hispana y también un intercambio humano y literario entre los escritores; este año ambas facetas han sido sumamente aleccionadoras. Merece resaltarse el hecho de que entre el público asistente había jóvenes y fueron estos los que compraron libros; este hecho nos habla de un público de lectores de segunda generación que tienen interés en acceder a la literatura en castellano en los Estados Unidos. Otro hecho anecdótico e interesante lo dio la presencia de un humilde trabajador rural que no se atrevía a sentarse con el resto del público pero que esperó hasta el final de la presentación, compró su libro y pidió que se lo autografiaran. Mientras esto sucedía, nos contó que le habían robado su libro de segunda mano, Cien años de Soledad, pero que cuidaría su nuevo libro porque así se sentiría menos solo.

Luis Fernández-Zavala, escritor peruano residente de
Santa Fe, NM, departiendo con Román Luján.
No todos los lectores que leen nuestros trabajos en castellano son de las universidades, primera generación de migrantes y de clase media, el público de la literatura en castellano es diverso. Por otro lado, la experiencia de nuestro trabajador rural, nos indica que la literatura en castellano habla a este público al oído no solo para entretenerlos, sino para conectarnos como parte de una cultura inmensa que sueña y fantasea en su propio idioma, sin fronteras, y los hace sentir menos solos.

Estos hechos anecdóticos nos refuerzan la idea que sí se puede y se debe escribir y publicar en castellano en los Estados Unidos porque existe un mercado potencial al cual se debería llegar de diferentes formas. Un blog como Cervantes@MileHighCitytiene una función y un ámbito, pero no todo el mundo tiene computadora; por lo tanto, eventos como el realizado es una forma más de llegar a este público ávido de lecturas en castellano pero que deberían complementarse con talleres de escritura, charlas sobre literatura clásica y contemporánea y más producción literaria de diversa índole en castellano. Se trata de sacar la literatura en castellano a las calles.

John Montañez Cortez y sus Cuentos regresivos
Aquí lo más importante es reforzar los pilares de la creación literaria para que esos lectores potenciales se conviertan en lectores reales asiduos y de ellos surja una nueva generación de escritores que escriban y publiquen en castellano viviendo en los Estados Unidos. Su producción sería inmensamente rica porque no tendría los límites regionales o nacionalistas sino que por el contrario, todo bagaje cultural particular enriquecería los temas universales de la experiencia humana. Al mismo tiempo le daría al lenguaje ese dinamismo que solo se adquiere cuando se sueña, se procesan emociones y fantasías en el idioma castellano. Ya no solo se trata del uso del lenguaje como conciencia práctica, sino como creación, como arte, el lenguaje del ensueño, de las emociones y las mentiras posibles, llamada ficción.

Los segmentos de las obras presentadas por Fernández-Zavala, Luján y Montañez Cortez, se caracterizan por su diversidad de fondo y forma, pero tienen algo en común:

“Lo extranjero en toda la amplitud de la palabra…desde la distancia que impone una lengua y una cultura distinta a la propia” (comentario de Gaëlle Le Calvez sobre la poesía de Román Luján).

Estos escritores, como tantos otros en los Estados Unidos, se revelan frente a la cotidianidad y la recrean en la poesía y la ficción con los nuevos signos aprendidos de su nueva realidad y la mochila cultural que nunca dejaron cuando le sellaron el pasaporte de entrada. La diáspora latinoamericana es una realidad fracturada que necesita converger con distintas voces para hacerse una sola voz, y esto se logra a través de la creación literaria.

"La cultura no se pierde, se deja ir porque
resulta fácil adaptarse a la cultura
dominante. Pero al integrarse a una nueva
cultura no significa la desintegración de la
cultura propia.", comentó Fernández-Zavala
Para muchos escritores su creatividad no nació aquí pero sí se vio enriquecida porque no está limitada por la frontera de la memoria. Así mismo, se podría afirmar que sus lectores acceden a una serie —“funcionamientos sociales, modos de lenguaje y emociones” (Ricardo Piglia)— intensas que solo la literatura puede revelar sobrepasando la realidad pastosa. Estamos aquí no solo para producir, sino para recrear nuestra nueva realidad.

¡Felicitaciones a los organizadores y a los escritores presentes en el Segundo encuentro de escritores latinoamericanos Cervantes@MileHighCity 2015!.

Nos vemos el próximo año.





Rodrigo Fresán: ser argentino es una forma de estar lejos (Entrevista)

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—por Gregory Zambrano @gregoryzam

En una cafetería de Jimbocho.
Foto:GregoryZambrano
Rodrigo Fresán (Buenos Aires, 1963) se pasea entre el mundo de las novelas y los cuentos, el de los artículos periodísticos y las ciudades. Viaja constantemente, aunque confiesa que prefiere estar en Barcelona, reposado, escribiendo sus ficciones. Lo vimos en Tokio, donde tuvo lugar este diálogo informal en el que comenzamos por preguntarle sobre el origen de una de sus novelas más emblemáticas, Jardines de Kensington

Rodrigo Fresán: Hay escritores que se obsesionan con lo que más saben, a mí me pasa lo contrario, que me voy obsesionando en la medida en que voy escribiendo. En el caso de Jardines de Kensington, es una novela que no tenía entre mis planes. En mi infancia no había visto la película de Peter Pan, de Walt Disney, ni había leído el libro que trataba de Peter Pan. Pero una noche mientras veía la televisión, haciendo zapping, me detuve en una película en blanco y negro, muy lenta, de cine mudo o muy antigua, en la que aparecían George Bernard Shaw y Chesterton, vestidos de vaqueros e indios, como jugando en un jardín de una manera muy incómoda. Y en eso entra un hombre muy bajito dando saltos y comienza a darles instrucciones. Era un programa documental sobre John Matew Barrie. Ya no me interesó más, apagué inmediatamente el televisor, pero me quedé pensando en que me gustaría escribir una novela sobre este hombre, que es el autor de Peter Pan. Entonces me compré todas las biografías que había sobre John Mattew Barrie, y no fue que me las leí para después escribir aquella novela, sino que las fui leyendo en la medida en que iba escribiendo, y me sorprendía muchísimo el aliento novelesco de su biografía. Me pareció que el tiempo y la vida dramática de este hombre eran una novela perfecta. Y también, en la medida que escribía, me iba llenando de pánico, pues pensaba que en algún momento la vida de ese hombre dejaría de ser interesante. Cosa que podía ocurrir perfectamente, sin embargo, mientras avanzaba en la biografía, el personaje se me iba haciendo cada vez más apasionante.

El otro tema tiene que ver con el mundo de la infancia. En todos mis libros hay siempre algo relacionado con los niños. En Mantra, esta presencia es muy poderosa; en Esperanto también, en La parte inventada, ocurre de igual manera. Muchos lectores lo señalan, aunque yo, cuando escribo, no estoy muy consiente de eso; pienso en una frase de Barrie, cuando dijo, que lo esencial en la vida nos ocurre antes de los doce años; luego queda otra experiencia profunda, que es también como la ultima experiencia infantil, o su prolongación, que es el debut sexual.

¿Tuviste que hacer una investigación exhaustiva en Inglaterra para reconstruir el ambiente de los jardines?

No. Realmente no fue así. Yo había ido a Londres, con mi padre, cuando era niño, pero fue un viaje fallido. Nos alojamos en las afueras de Londres y no pude visitar nada de interés, ni el Big Ben, ni el Palacio de Buckingham. Lo que sí fue como mi epifanía turística fue haber visto la fábrica que aparece en la portada de “Animals”, el disco de Pink Floyd. Así que empecé a escribir el libro, y en un momento pensé que iría a Londres, pero preferí seguir así como Salgari escribió sobre la Malasia o Julio Verne sobre la Patagonia. Para mí era una especie de Londres imaginaria. Y cuando se publicó el libro, sí fui y tuve una enorme decepción. Como aparece en el libro, yo pensé que Kensington Garden sería una jungla tupidísima, pero no es así, es una especie de planicie; la estatua de Peter Pan es una pequeña efigie, pero me quedé contento porque si hubiese ido antes, la decepción hubiese sido tan grande que tal vez no hubiera escrito el libro. Así que mi Kensignton Garden es más bien el jardín botánico de Buenos Aires. Y volví de nuevo a Kensignton Garden con mi hijo, que está muy interesado por la arquitectura y me reconcilié un poco. Me gusta que Londres sea algo así como un estado mental, más que una postal.

Gregory Zambrano: ¿Cómo recuerdas tu infancia y adolescencia?, con alegría, con nostalgia…

Rodrigo Fresán: Yo tuve una infancia muy activa con mis padres, que a veces eran como una especie de niños grandes; pero llegó un momento en el que yo me sentía más maduro que mis padres. Mi padre siempre me decía una frase que, vista en la perspectiva del tiempo, siempre me hiela la sangre. Mi padre me decía “yo quiero ser tu mejor amigo”. Y para mí eso era terrible porque yo quería que fuese mi padre, no mi mejor amigo. De mi adolescencia tengo recuerdos lamentables, por ejemplo, cuando mi padre intentaba seducir a mis novias. Una de mis primeras novias me dijo un día: —“pero, ¿qué le pasa a tu papá?”, y yo me moría de vergüenza. Pero bueno, así es la vida. Tengo muy claras las sensaciones infantiles y cuando tienes un hijo, tienes como un flash back, y te conviertes en una persona más sensible y acaso más tierna.

En aquellos años de transición entre la infancia y la adolescencia, te tocó el drama del exilio, el traslado de Argentina a Venezuela, ¿cómo recuerdas esos cambios en el espacio y en el tiempo?

Bueno, aquellos años yo los recuerdo como hechos muy traumáticos. Pero también, vistos en el tiempo, los recuerdo como un privilegio. Haber podido salir de Argentina los diez años, y haber llegado a la Venezuela de entonces. Yo era muy fan del Corto maltés, de Hugo Pratt, y una de las obras de esta serie, Siempre un poco más lejos, transcurría en Venezuela, y yo quería ir a Maracaibo. Tenía esos referentes vivos y los años en que me tocó vivir en Venezuela yo hubiera tenido que pasarlos bajo una dictadura en Buenos Aires; pero la pasé muy bien en Caracas. Vivía en las residencias “Country”, que tenían un salón de fiestas, una gran piscina, y yo podía tener no una sino varias novias. Era una especie de microcosmos aquella vida sentimental entre rascacielos. En ese sentido, no tengo ningún trauma. Yo no me siento argentino puntualmente, pero en mí hay una constante argentina. Recuerdo una frase de Julio Cortázar que dice “ser argentino es una forma de estar lejos”. Y estoy de acuerdo. En Venezuela estuve como cuatros años, sin embargo, cuando lo recuerdo siento que fue más tiempo.

Caminando por Ochanomizu.
foto:GregoryZambrano
Y luego de esos años tu familia volvió a radicarse en Argentina…

Cuando regresamos a Argentina todo fue muy complicado en la parte académica, porque los programas en Venezuela y en Argentina eran completamente diferentes. Y no me adapté. Por eso, para la ley argentina, soy un sujeto casi semianalfabeta, porque sé leer y escribir, pero no pude terminar la educación primaria. Entonces debía hacer todo desde cero. Yo tenía decidido desde muy chico que quería ser escritor. Desde que tengo memoria nunca tuve otro destino posible para mí, por eso siempre pienso que sigo siendo un infante. En el mejor sentido de la palabra. Yo quería ser escritor cuando mis amigos querían ser pilotos de Fórmula 1 o Supermán, presidente de la República, o integrante de la selección nacional de fútbol. Entonces, fue estupendo no haber tenido que renunciar a mi vocación más infantil y primaria.

¿Consideras que fue un privilegio que tus padres te hayan dejado decidir lo que querías hacer cuando eras apenas un niño?

Desde que tengo memoria soy escritor. Recuerdo claramente que cuando entré al colegio primario, a los cinco años, siempre quería terminar la clase para poder dedicarme a leer y escribir. Yo antes de la escuela podía leer ciertas cosas; por ejemplo, recuerdo que aprendí inglés leyendo la obrita del El granjero Pimienta, con un diccionario. No estudié inglés formalmente. El tema de la infancia es para mí muy grato y por eso disfruto mucho estar con mi hijo; cuando entro con él a una juguetería, en realidad voy a comprar juguetes para mí. En Japón estuve buscando un Godzilla para mi hijo. Me encanta que a él le guste Godzilla. A mi me hubiera gustado tener un Godzilla. Pero entonces no llegaban esos juguetes a Buenos Aires.

¿Es verdad que apuntabas todo en un cuaderno Rivadavia?

Sí, yo utilizaba cuadernos Rivadavia, allí apuntaba todo. Todavía conservo varios cuadernos Rivadavia con las anotaciones de la infancia. En ellos escribí muchos micros relatos.

¿Y es cierto que llevabas contigo un cuaderno Rivadavia cuando te secuestraron?

Bueno no todo es verdad. La parte del pasado que se narra en ese cuento último de Historia argentina es todo cierto, la del futuro es inventada. Pero es sólo algo que muestra mucho el poder de la literatura. Cuando me secuestraron —realmente me secuestraron— estaba junto a mi hermano, que es un año y medio menor que yo. Pero consideré que, dramáticamente, cuando relataba la historia, no me convenía tener a mi hermano al lado. Ahora, cuando evoco lo que viví, me acuerdo más de lo que escribí, que de lo que viví realmente; es decir, que cuando yo me ocupo del recuerdo de aquel momento, ya mi hermano no está y realmente él estuvo cuando vivimos ese hecho. Lo siento por él, pero él también podría escribir su versión.

¿Con cuál de tus libros te sientes más afín?

Me siento afín con todos mis libros, pero de manera distinta. Quizás con Historia argentina, por ser mi primer libro, tengo una relación especial. La primera vez que lees tu nombre escrito en un formato de libro y lo pones en la biblioteca, es como tu primer amor. Con un beneficio para mí y es que no me arrepiento de ese primer libro, como suele ocurrir con algunos escritores que sí se arrepienten de su primer libro. O no lo reeditan. En Historia argentina ya hay bastante de lo que iba a venir. Después, tengo mucho cariño por Esperanto, sobre todo porque es una novela que escribí en una semana. Y porque es producto de un sueño. Cuando desperté de un sueño recordaba las primeras escenas, pero me puse a escribirlas y sentí que me las dictaban. Así escribí la novela entera, sin parar, durante una semana. Por eso le tengo mucho cariño, porque sé que no voy a poder repetir esta acción. Pero también le tengo poco de miedo. Escribí un capítulo por día y lo terminé al séptimo día, la semana siguiente. Es una cosa rarísima. Y tiene poquísimas correcciones. Lo único que hice en una reedición fue sugerir una foto de Bob Dylan.

Luego, La velocidad de las cosas, es un libro al que le tengo especial cariño porque significa un cambio muy grande en mi ADN de lector y escritor. Esperantofue tal vez el hecho que motivó esa escritura; el haberme pasado encerrado en un hotel durante quince días leyendo En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust. Leí los siete volúmenes seguidos. Y eso me cargó tanto las baterías que luego ya no puede parar el ejercicio de escritura. Yo pensaba que Esperantohabía sido una especie de regalo y que ahora las cosas se pondrían difíciles. La velocidad de las cosas me parece interesante porque es un libro que también es una especie de teoría del cuento. La literatura argentina es una de las pocas en las que el género rey es el cuento y no la novela. Incluso sus grandes novelas como Facundo, Sobre héroes y tumbas, Respiración artificial, Adán Buenosayres y Rayuela son novelas muy cuentisticas. Para mí la más perfecta formalmente es la de Bioy Casares, El sueño de los héroes, que además es mi favorita y no deja de ser la historia de una novela que quiere acordarse de un cuento. Mantrame gusta porque es un libro escrito por encargo y me lo encomendaron solamente porque estaba casado con una mexicana. Y el editor quería sumar una historia que transcurriera en México. En esa colección hay un libro de Santiago Gamboa, uno de Roberto Bolaño, otro de Rodrigo Rey Rosa. Yo hubiera preferido escribir situándome en Nueva York. Entonces tuve que recurrir a cosas que mí me gustan mucho de México, como los cómics, la lucha libre, y otros elementos que tienen que ver con el lenguaje.

¿Crees que haya un “acento” particular en tu escritura, es decir, que el hecho de asumirte en tu lengua materna deje esos rastros en la escritura artística?

Yo no escribo con un español porteño, sino que trato de escribir en un español muy neutro, como el doblaje de las series o películas que hacen en México. Pero ese también es el español de Borges cuando traduce, el de José Bianco, el de Enrique Pezzoni, cuando traduce Lolita o Moby Dick, y yo creo que es el mejor español. Es un español esperántico, neutro. Cada una de mis novelas tiene un atractivo diferente. Por ejemplo, Jardines de Kensignton me ha dado muchas alegrías por cuanto se tradujo a dieciocho idiomas, o a diecinueve, incluyendo ahora el japonés —que está en camino— y en el fondo, es un libro que tuve que recortar, lo comprimí y lo convertí en otra cosa, una especie de prosa poética, es más lírico. Y como me gusta mucho la ciencia ficción siento que éste es un libro de ciencia ficción que le da gran importancia al pasado. Y La parte inventada me gusta mucho porque es el libro más personal, aunque en él no cuento cosas reales. Con Vidas de santos y con Trabajos manuales, tal vez son libros con lo que tengo una relación difícil. Quizás porque los dos vienen después de haber tenido mi primer éxito como escritor con Historia argentina. Porque con este libro yo supe lo que es acostarse un día como un desconocido y unas horas después, amanecer siendo famoso. Nunca ocurrió algo así y nunca me lo han perdonado. Fue número uno en ventas, tal vez por el enganche con el título. El editor no estaba de acuerdo con el título, porque pensaba que la gente iba creer que era un manual escolar de historia. Y por eso me costó mucho luchar para que se titulara de esa manera.

Luego vino Vidas de santos que es un libro provocador, revulsivo. Pero ni siquiera el Vaticano se escandalizó, que eso nos pudo haber salvado. Pero un año después salió Dan Brown con El código Da Vinci y le ocurrió lo que me tuvo que ocurrir a mí, y hoy yo fuese millonario. O si por lo menos, hubiese sido prohibido por Juan Pablo II… La idea de este libro es que cuando nace Jesucristo, tiene un hermano mellizo. Así, va Jesucristo por el mundo mientras al otro lo tienen encerrado en un monasterio para que cuando crucifiquen al otro, el mellizo aparezca diciendo: “!Resucité!”. Ese es su único momento de gloria. Es un resentido absoluto pero con un agravante, y es que el tipo es inmortal. Y eso tiene lo peor de ambos mundos, porque tiene que hacer las veces del hermano y quedarse así para siempre sin poder decir: éste soy yo y no aquel que andaba diciendo “amaos los unos a los otros”.

En una entrevista hiciste un comentario acerca de la zona misteriosa, muy personal, que hay en la literatura. En esta nueva novela, La parte inventada, ¿haces algo con esa zona misteriosa?

Lo que dije es que la literatura, no es que haya perdido todas las batallas, sino que ya no es lo que era. Que la novela ya no es el artefacto donde la gente conocía otros mundos, o recibía ideas, porque la gente tiene otros medios donde busca y encuentra eso, ni mejor ni peor, porque el libro no tiene la garantía de que la gente encuentre algo noble; pero me parece que la única zona de misterio que le queda a la literatura es el estilo. Lo único donde se puede competir con los medios audiovisuales. Hay ciertos directores de cine que sí son unos estilistas. Como Stanley Kubrick, por ejemplo; pero también directores como Terrence Malik, o los hermanos Cohen o Woody Allen. Para mí todos ellos están más cerca de la escritura que del cine. Me parece que estando todo perdido, que no queda nada para ganar, y esto sobrepasa la crisis del sector literario, de la escritura y del papel incluso, creo que es el momento de los grandes gestos. Paradójicamente, ya que puedes hacer realmente lo que quieres. Me parece muy bien que aparezcan novelas cada vez más extremas, más complejas, menos complacientes.

¿Por qué siempre en tus libros hay escritores como personajes?

No sé si sea mi vocación primera como escritor o una forma de permanecer en la infancia, pero los amigos escritores, o la vida de los escritores, siempre se me ha hecho muy interesante. Un amigo mío, Alan Paul, que es un escritor también argentino, siempre me hace una apuesta. Si en tu próximo libro no hay un escritor te pago una cena en el mejor restaurante que elijas. Lo acepto, pero siempre pierdo la apuesta. La parte inventada era mi intento de acabar con todos los escritores que hay en mis libros, pero no pude. Traje de vuelta a un escritor. Me gusta leer la biografía de los escritores y también me parece que sus vidas son muy interesantes.

En tus obras, me parece que lo ficticio está en la mente de los personajes, pero la verdad también está en la mente…

La parte inventada trata sobre eso, ¿cuánto de verdad debe haber en algo para luego pueda ser inventada? Me gusta mucho una expresión de Nabokov, cuando dice que la realidad está sobrevalorada. La realidad no es más que información más especialización. Así que si uno es escritor, va a tener una relación  literaria con la realidad. Pero, por ejemplo, si tú vas a un restaurante y comes un pan, no hay nada más allá de ese acto natural de comer, pero si va un panadero, ve la cantaste del pan de otra manera, porque esa es su zona de especialización. Pero hay otra realidad en la que nos movemos todos, que es una realidad neutra. Igual que pasa con los niños, que tienen una relación aparte con el mundo real, que es de su propio tamaño. Al principio, para el niño todo es gigantesco y luego todo comienza a achicarse. Borges dijo que el pasado es la memoria y el futuro son la esperanza y el miedo. Todo está en la mente de las personas. En la medida que vas creciendo el pasado es cada vez más grande y el futuro es cada vez más pequeño. Tienes más para recordar, y recordar es reescribir. Eso está en todo mis libros, pero quizás en La parte inventadaestá tratado de manera más exhaustiva.

¿Podrías mencionar algunos autores o libros que te hayan influido —si pudiera decirse de esa manera— o que te hayan ayudado a escribir?

Ese tema de las influencias es algo muy complejo, uno tiende a pensar que los autores que más te gustan son los que mas te influyen, pero no siempre es así. Podría ser el caso de que se tengan muchas influencias, pero que no se está consiente de ello y te las reencuentras luego. Por ejemplo, yo leí a Nabokov muy mal traducido al español durante mi adolescencia; no volví a leerlo hasta hace muy poco, traducido al inglés y cuando lo releí me di cuenta de lo mucho que me había influenciado. Y Nabokov no están entre mis autores preferidos. Me gustaría hablar más que de autores, de libros. Me marcaron mucho Drácula, Martin Eden, una novela criptobiográfica de Jack London, eso cuando era niño. Después tuve mi periodo de lectura de Keruac. Todos los escritores beatnik me parecen muy interesantes. Luego Proust, En busca del tiempo perdido. También Matadero Cinco, de Kurt Vonnegut, que tiene un párrafo que yo siempre cito en todos mis libros. Un párrafo sobre los libros y los extraterrestres, en el que todo transcurre al mismo tiempo. Es el libro que me hubiese gustado escribir, que me ha influido mucho, tanto en lo formal como con el tratamiento del humor, y en cierto tono de escritura; también las novelas de John Banville, un autor irlandés. Entre los escritores, podría mencionar a Adolfo Bioy Casares, que me gusta mucho más que Borges, lo cual siempre me ha traído muchos problemas, pero yo no tengo ningún reparo en decirlo. También me gustan Roberto Bolaño y Enrique Vila Matas, amigos muy cercanos.

Rodrigo Fresán con los traductores Ryukichi Terao (izq.) y Akifumi Uchida


Colaboraron con esta entrevista los académicos y traductores Ryukichi Terao y Akifumi Uchida,
a quienes expreso mi gratitud.
©Gregory Zambrano. Tokio, 2015.





Cuento: SANTA FE NORTE (De amores y domicilios) de ARNOLDO ROSAS (1960) Venezuela

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¿Has tocado el timbre de mi casa? A veces no suena. Cosas de electricista aficionado. Lo instalé un fin de semana cualquiera, hace tiempo atrás. En general cumple su función, pero, de pronto, echa chispas y nos deja a oscuras; otras se dispara solo; otras tantas no suena.

Uno de estos días, Carmen, mi esposa, cansada, contratará a un profesional para solventar el problema; mientras, tendremos este detalle irregular que de alguna manera nos recuerda que sólo Dios es perfecto.

Punto curioso, se me olvidaba decir, nadie aún se ha quedado afuera esperando ser recibido. Suene o no el timbre, alguno de nosotros abre la puerta y recibe al visitante. Como si los cortos circuitos lo conectaran a nuestros corazones para decir al unísono:

—¡Bienvenidos, pasen adelante!

La sala muestra al azar lugares visitados: solo, en pareja, en familia. Costa Rica enlaza a India, y Perú conecta con Chéster, Cheshire. Pakistán sirve de apoyo a Fort Worth, Texas; y Tintorero brinda sombra a Tigre, Argentina. Sao Paulo, junto a Fráncfort, acompaña a República Dominicana en la pared frontal. La Guajira apoltrona un licor jamaiquino… ¡Veleros de Panamá! ¡Tallas del Ecuador! ¡Caracoles de la Margarita! ¡Artesanías de Paipa! ¡Autobuses londinenses! ¡Sillas de Falcón! ¡Molinos de Holanda! ¡Cerámica romana! ¡Cerámica española! ¡Cerámica francesa!: ¡Rueguen por nosotros!

En la mesa del centro: fotos. Muchas fotos para Daniela, mi hija, cronista privado y familiar. Las colecciona, las clasifica, elabora collages, arma árboles genealógicos llenos de afectos. No en balde estudia Comunicación Social. Difundirá nuestras historias como chismes de pequeños burgueses al margen de cualquier grandeza que nadie quiere, que nadie busca. Nada más allá de ese día de playa, de ese bautizo, de esa primera comunión, de ese acto académico, de ese matrimonio, de ese otro bautizo, de esa otra primera comunión, de ese otro acto académico, de ese otro matrimonio, de ese otro día de playa... Todos tan parecidos, donde sólo el tiempo y la calidad de la foto cambian. ¡Ah jueguito el tuyo, Daniela querida! ¡Coleccionar un álbum con puros cromos repetidos!

Ese gallo de madera, obsequio de mi compadre Carlos —el que está al lado del equipo de sonido, sobre el libro naranja que me regaló Claudia, mi cuñada— desconoce su naturaleza. Rechaza su condición inanimada y, a los primeros rayos de sol, nos despierta consistentemente con un canto portentoso y electrizante.

Andrés Ignacio, mi hijo menor, ha intentado servirle de terapista, de psicólogo:
—Eres un adorno —le dice—. Tú no cantas, sólo estás y embelleces.

Pero no hay modo: Inmutable, continúa el rito matutino, sin alzar un ala, sin abrir el pico, sin levantar vuelo, con el canto claro y fuerte del que se sabe poderoso.

Al final de cuentas, reflexiona Andrés Ignacio, mejor así:
—¡Siempre estoy puntual en la escuela!

Arnoldo Rosas.foto:letralia.com
Mi rincón, tú rincón, nuestro rincón. Mi espacio tiene nombre y un cuadro colorido con una sartén y un pescado frito, y música de toda índole: jazz, folklórica, popular, balada, ranchera, tango, rock... Para que escuchemos lo que te gusta mientras conversamos y bebemos algo que anime la charla en este sofá-cama donde me arrincono y pienso y recuerdo e imagino y me fugo y me apersono y me confronto y me conforto: Mi rincón.

Pero este sofá-cama también es nuestro hotel para visitantes. Servicio cinco estrellas para hermanos, primos y compadres; viajeros todos que buscan este refugio en las no tan deseadas visitas a la capital.

Se abre en la noche y se arregla con sábanas limpias y un par de caramelos sobre la almohada como toque de cariño y picardía que Carmen le pone.

Se guarda en la mañana mientras el ocupante disfruta un café después del baño.
¡Tanto esmero y nunca una propina!

¿Qué te ofrezco? Un licorcito siempre es bienvenido para matizar la conversa. Aprendí de un conocido, un compañero de trabajo, a tener la mayor variedad posible de licores para ofrecer. Es como de mal gusto decir “de eso no tengo”, decía. Retaba al visitante a solicitarle algo que no tuviera en la despensa de su bar, por tipo o, incluso, por marca. Nunca lo vi perder el reto. ¿Lo extraordinario? Era abstemio. Sólo agua, jugos y refrescos bebía.

Del resto de la familia qué te cuento:
Nairobi, mi hermana, nos visitó en algún momento memorable: un bautizo, una primera comunión, un aniversario importante...

Papá murió, era hora...
Mamá no recuerda nada, sólo el olvido, el olvido, el olvido...

Fiel creyente de que la vida es sueño, Jesús Rafael, mi hijo mayor, duerme.

Ha perfeccionado este arte. Duerme de día y no se desvela de noche. Duerme y come Jesús Rafael. Come y duerme Jesús Rafael. Día y noche, duerme Jesús Rafael.

Para hablar con él, saber de él, estar con él, he contratado los servicios de un famoso hipnotista.
En la profundidad de la inducción, todos reunidos en familia, vamos de paseo a los lugares adonde Jesús Rafael nos conduce.

Ahora lo entendemos.
Ninguno de nosotros quiere despertar.

Daniela tiene un sueño recurrente. Un espacio blanco irradiante, sin sombras, sin matices de color, sin sonidos. Sólo una silla blanca en el centro.

De pronto, alguien de la familia está sentado allí: sin hablar, tenso, con el torso erguido, las manos en el regazo, las piernas rectas, la vista al frente, inexpresivo.

Cada vez es alguien distinto. Primero el abuelo Agustín, después el abuelo Charo, la abuela Carmen, la tía Marichu...

Nos queda claro. Al contrario de ciertas películas con elencos fuera de serie, en los créditos del sueño, iremos desfilando por la silla en orden de desaparición...

En algún descuido mío, la casa se nos convirtió en un zoológico: peces de pelea, periquitos australianos, canarios mustios, hámsteres atolondrados, tortugas coprófagas, perros insaciables... Gracias a Dios, ya estamos de regreso. A fuerza de indolencia se nos fueron muriendo. Sólo el Chespi y una pecera vacía nos quedan.

Chespi, la mascota de Daniela, se orina por doquier. A orines de perro va oliendo íntegro el espacio. Ciertos días el hedor se siente desde afuera.

Lidis, la señora de servicio, persigue el olor con cloro, desinfectantes y aromatizadores asperjables en franca competencia con la vejiga del animal. ¿Quién ganará? Apostamos, aún a conciencia de conocer la respuesta. A estas alturas, ¿quién desconoce las Leyes de la Termodinámica?

Lidis va y viene a lo largo del año. Toma trimestres sabáticos sin aviso ni protesta. Viajes a su terruño, quizá para renovar el acento, para ver a los hijos, para gastar los ahorros.

Carmen le hace la suplencia con un ahínco increíble, para descubrir y redescubrir que nadie cuida o limpia como uno y que definitivamente no vale la pena pagar lo que se paga.

Pero Lidis siempre regresa y la recibimos como si nada: vagabundos que somos, caradura que somos...
Por algo lo dicen: ¡La confianza da asco!

También tenemos un fantasma. No huye a ensalmos, ni a dientes de ajo, ni a pencas de sábila, ni a velas benditas que alumbran en la noche. Fantasma valiente y colaborador: tiende alfombras al paso de la aspiradora y recoge vasos sucios olvidados en las habitaciones. Pocos, ajenos a nosotros, lo han visto. Nadie se asusta. Ventajas de la ciudad: ¡Fantasmas mansos entre tanto vivo pendenciero!

¿El baño?
Como en cualquier bar, al final del pasillo, a la izquierda.

foto:mylibreto.com
Disculpa el desorden. Tú sabes, tres adolescentes se turnan su uso. Por más que Carmen y Lidis luchen, persigan, acosen; no hay manera de que se pierda el aire de campo de batalla...

Eso sí, ¡limpio y con aromas de popurrí!

Tres adolescentes que van restringiendo nuestros espacios y se van apoderando inmisericordes de cada centímetro, de cada molécula de oxígeno y dejan sus huellas sin intención alguna de encubrirlas, dueños absolutos, amos del universo...

¿Por qué destendieron mi cama? ¿Quién me cambió el canal del televisor? ¿Dónde está mi camisa? ¿Alguien se llevó mi libro? ¿Por qué me prendieron la computadora? ¿Han visto mi cepillo para el pelo? ¡Daniela, ¿tienes mis botines?! ¡Andrés Ignacio, ¿te acabaste mi cereal?! ¡Jesús Rafael, ¿tienes mi almohada?! Nos escuchas a diario, clamando en el desierto...

Como a los ositos aquellos, Ricitos de Oro ha venido a visitarnos... ¡Gracias al Cielo! ¡Ojalá hubieses venido entonces!

Pero alguien nos recordó las quimeras, las utopías, las libertades, los derechos... Salimos a buscarlos con sonrisas, con cantos, con esperanzas, por las calles... Sin embargo, los Gobiernos no tienen madres, no tienen hijos, no tienen hermanos, no tienen amores... Sólo botas, peinillas, bombas lacrimógenas, perdigones, metralletas tienen... Allá quedó el asfalto, el concreto, rojo, rojito de sangre nuestra, y acá esta soledad terrible de espacios vacíos...

Mantel con migas. Servilletas arrugadas. Cenicero sucio. Vasos con posos. Hielera con agua. Lavaplatos atestado. Sillas desordenadas... Botones abiertos. Párpados caídos...

Un último café.
¡Vuelve cuando quieras!
Apago la luz.
Amén.


  
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De amores y domicilios Arnoldo Rosas©; Copyright© FB Libros C.A. Caracas (noviembre 2014); @FBlibros/@libreros; www.fblibros.com




ALGO ACERCA DE MÍ de ANNA ANDRÉYEVNA AJMÁTOVA (1889-1966) Imperio Ruso

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—por Alberto Hernández—

Anna Ajmátova.foto:liveinternet.ru
1.—
Regreso a Anna Ajmátova. Retorno a su puerta y toco y me abre con su testimonio Algo acerca de mí. Habla bajito. Tiene ojos tristes. La nariz aguileña, como quebrada. Simula la boca. Respira entre una fisura que los labios inventan.

Y vuelvo a ella luego de haberla visto en Soy vuestra voz y Somos cuatro, ambos títulos publicados hace algunos años por la editorial La Liebre Libre. Después me la tropecé en un poema una madrugada mexicana, entre un cuento mío y el ajetreo de los pasajeros en el aeropuerto del D.F. Regreso a Anna Ajmátova como quien regresa a un remolino. Pero esta vez me concentro un poco en sus textos en prosa y sus cartas, igualmente traducidas por la poeta Belén Ojeda. El tomo donde bebo estos mensajes lleva como título el mismo de su testimonio: Algo acerca de mí (bid & co. editor, Caracas 2009). 

Escancio la lectura, en la que aparecen personajes conocidos y borrosos de aquella Rusia y luego Unión Soviética que siempre ha representado una tragedia para el mundo. Pocos momentos de paz tuvo esta mujer dedicada a mirar la humanidad a través de las palabras, de hacer posible una belleza muy personal, dolorosa, frontal. Sin miedo.

En esta edición repasamos poemas conocidos. Fragmentos del Réquiem(1935). Una selección de sus libros, entre los que destacan La noche (1909), El rosario (1911/12/13), Rebaño blanco (1913/14/15), La caña(1934), Séptimo libro, ciclo Cinque (1945/46): El escaramujo florece (1946/56), El trébol moscovita, Poemas de medianoche (1963), Corona fúnebre(1944/1953) Poemas no incluidos en libros, y Cuartetas (1941/¿1964?).

foto:R.B.(juntalibros.wordpress.com)
2.—
En los Textos en prosa de la poeta tártara (rusa por su poesía) leemos semblanzas sentidas sobre Pushkin, quien dejó una marca imborrable en la poeta que nos habla. “Toda una época, no sin ruido, por supuesto, poco a poco ha sido llamada pushkiniana”. Tanta fue la presencia, la influencia de Pushkin que se decía de los lugares donde estuvo, seguramente donde leyó, bebió, durmió, amó. No obstante, el gran poeta dejó escrito:

No respondáis por mí, / podéis dormir en paz por ahora./ La fuerza es derecho y sólo vuestros hijos/ por mí os maldecirán”.

En otro texto sobre el mismo poeta, Ajmátova escribe acerca de la relación de éste con los niños, y aunque no existió la clara intención de dedicar su labor literaria a los más pequeños, éstos lo adoraban, tanto que evitaron que una estatua del poeta fuese derribada por el gobierno: “los niños que jugaban en el jardín, alrededor del monumento, dieron tal alarido, que hubo que llamar donde era necesario y preguntar qué hacer. Respondieron: “Déjenle a ellos el monumento”. El camión se fue vacío”.

Alexander Block es otro de los personajes que Anna Ajmátova toca con su prosa, así como a Mijaíl Lozinski, Amadeo Modigliani, a quien conoció en París. Petersburgo mereció dos notas: “La ciudad” y “Más sobre la ciudad”, en las que se pasea por sus monumentos, su gente y sus costumbres. Un toque de nostalgia con la piel adosada a Zárskoie Sieló. En “La garita” deja parte de su biografía, de sus orígenes, de la pobreza en una “dacha”. La familia forma parte de ese casi silencio que sentimos al leer sus dolores, la miseria humana y la tragedia.

En “Algo acerca de mí”, el núcleo del libro, la poeta viaja por la memoria de su existencia. Relata cómo  quedó su ciudad por efectos de la guerra, el hambre, los sobresaltos, acoso, arresto y asesinato de su hijo y, sin embargo, al final testimonia: “Soy feliz por haber vivido en estos años y haber visto acontecimientos sin igual”.

La parcela final del libro recoge varias cartas dirigidas, entre otros, a Briúsov, Blok, Gumiliov, Chulkov y Mandelshtam. Cada epístola es una referencia que nos ubica en medio de la azorada vida de esta mujer, pero también en los momentos de tranquilidad cuando su poesía alzaba vuelo y llenaba su espíritu.

foto:the100.ru
3.—
Belén Ojeda, quien traduce directamente del ruso, escribió en la entrada del libro un estudio titulado “Musa del llanto”, un paseo por la existencia de quien sufrió los rigores de una historia que no termina de borrarse. Pero también incluyó las opiniones de muchos de sus contemporáneos acerca de la poesía de quien fue valorada como una de las voces más importantes de la poesía rusa. Anna Ajmátova recibió diversos reconocimientos en Europa. América no tenía conocimiento de su existencia. En Italia le dieron el Premio Internacional de Poesía “Etna-Taormina”. En junio de 1965 fue reconocida con un doctorado honoris causa por la Universidad de Oxford.

Su muerte, ocurrida el 5 de marzo de 1966 en Moscú, produjo diversas reacciones en distintas generaciones de poetas y lectores que la vieron crecer y sufrir. Fue enterrada en Leningrado luego de ser velada en la Iglesia de San Nicolás del Mar.

Este libro recompensa muchos olvidos. Con él completamos parte de la Anna Ajmátova que habíamos leído en otras páginas. Quizás aparezcan otras que la aproximen mucho más a nuestras angustias personales.








LO QUE QUEDA de JOSÉ WATANABE (1945-2007) Perú

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—por Néstor Mendoza [*]

José Watanabe.foto:deperu.com
I
Lo que queda (Monte Ávila Editores Latinoamericana) es una antología que agrupa una muestra de cinco libros de José Watanabe. La edición es del año 2005. La adquirí hace cuatro años aproximadamente, gracias a la oportuna y siempre agradecida recomendación de un amigo. De tanto pasar sus páginas, de tanto doblarlas, ha ido perdiendo poco a poco la débil resistencia de la costura: el libro se ha descocido parcialmente y un pedazo de cinta plástica intenta reunir de nuevo las hojas. Alrededor de cada poema hay muchas anotaciones y borrones que dejo tras cada lectura. Leo, vuelvo a leer y dejo reposar el texto varios meses. Me olvido de su existencia. Hasta que retorna el interés —semanas, meses más tarde—, y sigo leyendo: su poesía se transformó en una residencia íntima, tan familiar que se confunde con los objetos de la casa.

Watanabe (1945) nace en el distrito de Laredo, un pueblo localizado en el departamento de La Libertad, en la costa norte del Perú. Su infancia transcurre en una hacienda azucarera, en un ambiente rural donde “el único valor era vivir”. Ese contexto lo lleva a valorar la naturaleza con otro sentido, uno menos bucólico, dotado de una fuerza casi panteísta. Residenciado en Lima, varios años después, inicia la carrera de Arquitectura en la Universidad Nacional Federico Villarreal, la cual abandona más tarde. Tuvo contacto con poetas limeños durante ese periodo capitalino; colaboró en diversas publicaciones literarias y se perfiló, en ese entonces, como una de las figuras más resaltantes de la poesía peruana de la década de los 70.

Conozco parte del trabajo de otros autores postvallejianos—Blanca Varela, Emilio Adolfo Westphalen, Martín Adán, Rodolfo Hinostroza, Carlos Germán Belli—. Dentro de ese grupo, José Watanabe se diferencia con gran vigor: su estilo, si bien no es un islote apartado, logra afirmar un acento genuino, conjugado con su laborioso lenguaje. Su obra poética consta de pocos libros, con intervalos relativamente largos de distancia entre la publicación de uno y otro. El primero de ellos, Álbum de familia(1971), revela el estilo minucioso y sosegado, la precisión verbal que caracterizará toda su obra y que sustenta su particular poética. Luego, y con una diferencia de dieciocho años, aparecerá, en 1989, El huso de la palabra. A pesar de tantos años de aparente sequía creativa, el motivo central de este largo silencio reafirma el trabajo orfebre y paciente de todos sus textos. Como él mismo dijera alguna vez en una entrevista, todo ese tiempo escribió constantemente; reescribió muchas veces varias versiones del mismo poema; tachó, corrigió y omitió material suficiente para armar, al menos, cinco libros. Pero ninguno satisfizo las exigencias de Watanabe. Esa obsesión revisionista será, en él, una poética en sí: cada poema, antes de llegar a ese punto final (el punto en que se “abandona”), siguió varios niveles de corrección, sin dejar lugar a la frase descuidada o gratuita.

Después de El huso de la palabra surgirían, con cierto margen de regularidad, los volúmenes Historia natural (1994), Cosas del cuerpo (1999), Habitó entre nosotros (2002) y La piedra alada (2005). También incursionó en otros géneros: publicó en 1999 La memoria del ojo, un relato histórico de la inmigración japonesa al Perú; la pieza teatral Antígora y varios guiones cinematográficos; entre ellos, La ciudad y los perros, una adaptación dramática de la novela homónima de Mario Vargas Llosa. En torno a los títulos disponibles en Venezuela, contamos solamente con Lo que queda, una muestra antológica hecha por Monte Ávila Editores en el 2005 y reeditada en el 2011. Solo eso se puede hallar, si nos limitamos al interés de las editoriales locales. En cuanto a publicaciones extranjeras, encontramos la antología El guardián del hielo (2003), una edición cubana a propósito del Premio de Poesía José Lezama Lima 2002, otorgado por la Casa de las Américas, con selección a cargo de Piedad Bonnett.

foto:adondevamos.pe
Quien más ha demostrado receptividad fuera del Perú ha sido la editorial española Pre-Textos; hasta ahora, tres títulos de Watanabe integran su catálogo: La piedra alada(2005), Banderas detrás de la niebla(2006) y Poesía completa (2008), estos dos últimos aparecidos tras la muerte del poeta a los 61 años, en el 2007, a causa de un cáncer de garganta.

II
Los poemas de José Watanabe procuran la univocidad del lenguaje, una exactitud hiperrealista. Los detalles aparecen minuciosamente descritos, mediante un ejercicio consciente de la escritura. Pareciera decirnos que el camino lo traza el orden en que se disponen las palabras, bajo una continua y sostenida vigilancia. Hay un ritmo particular, con diferentes matices y caídas repentinas: oraciones extensas que prolongan el aliento descriptivo. Watanabe concilia lo mejor del discurso en prosa con la cadencia del verso. Gran parte de su equilibrio rítmico radica en el manejo sintáctico. Cuando el poeta así lo requiere, se ciñe a la normativa gramatical, al uso prescriptivo de la oración, sin alterar la disposición que en el discurso tienen regularmente las palabras. Por eso, encontramos versos precisos que describen situaciones y espacios concretos, reflejando una realidad aparentemente verosímil. Puntos, comas, signos de interrogación, etcétera, cumplen una función limítrofe.

foto:serperuano.com
Hans-Georg Gadamer escribió que “la puntuación no pertenece a la sustancia de la palabra poética”. El origen de la puntuación del poema proviene, no solo de un estricto origen normativo, sino de un dictado interior, capaz de matizar cada verso de manera exclusiva. Estos recursos lingüísticos y expresivos se alternan, en la poesía de Watanabe, con el lenguaje transgresor: distinguimos una voz más desenfadada, una sintaxis libre, con muchas caídas y encabalgamientos; vemos la supresión de signos de puntuación y oraciones de largo aliento. En ese caso, el poema muestra mayor complejidad metafórica, mayor énfasis en el lenguaje sugerido, prescindiendo de ciertos usos habituales en la redacción formal. Entonces, no es solo imagen, metáfora. El poema toca dos orillas: sigue la normativa convencional y la transgrede, según su conveniencia. Hay un esfuerzo por agudizar el ojo que profundiza su visión para mostrar, no un lado inefable y metafísico, sino un lado cercano y concreto de la realidad, aquella realidad que muchas veces pasa desapercibida por ser tan obvia.

Dos años antes de fallecer, en uno de sus tantos viajes alrededor del continente, el poeta arribó a Venezuela para participar en la Semana Internacional de la Poesía. En ese marco, visitó la Casa Nacional de las Letras Andrés Bello y compartió la lectura de sus poemas, dejando en muchos de los asistentes —y sus lectores posteriores— una campanada sutil y sólida que aún resuena entre nosotros: todo su paciente trabajo poético continúa vivo en ese libro remendado que conservo.



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[*] Néstor Mendoza (Maracay, Venezuela, 1985). Poeta y ensayista. Licenciado en Educación (Universidad de Carabobo) y estudios de posgrado en Literatura Latinoamericana. Ha publicado Andamios (IV Premio Nacional Universitario de Literatura, 2011). Forma parte del comité de redacción de la revista Poesía, y de la comisión de cultura de la Feria Internacional del Libro de la UC (FILUC), Venezuela.





Kiko Mendive y sus vidas de papel - Ibsen Martínez: Simpatía por King Kong

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—por Gregory Zambrano (*)—

(Para mi amigo Isaac Abraham López, quien no sólo conoce el cine mexicano… lo ha vivido).

“El día que yo me muera /se acaban los trovadores/ y del cielo bajarán/ otros nuevos cantadores”, rimaba un hombre enjuto que hacía sonar su garganta imitando un bongó y golpeaba con sus manos el volante del camión que conducía. Se reía a carcajadas mientras el vehículo daba bandazos.

Luego le hablaba a un joven que había salido desde la Patagonia argentina: «Ushuaia, fin del mundo, principio de todo». Iba en busca de su padre, guiado por los dibujos que aquél le había enviado años atrás desde algún lugar insólito de América Latina, y en ellos reconstruía la historia de los personajes que había conocido en el camino.

El joven descubriría que esos personajes tenían vida real y, precisamente, el que ríe y canta a su lado es Américo Inconcluso, a quien creía producto de la imaginación. El hombre no para de reírse estruendosamente y cuando hace una pausa lo mira y le habla, le pincela su filosofía acerca de la vida y la muerte mientras vuelve a los versos de su rumba y al serpenteo del camión que sigue sinuoso en el camino.

Cuando terminé de leer Simpatía por King Kong, la más reciente obra de Ibsen Martínez, volvió a mi memoria aquel personaje tan etéreo y sonriente que tomaba corporeidad y repasaba los males del siglo en los países latinoamericanos azotados por las dictaduras. Esto ocurre en la película “El viaje”, dirigida por Fernando Solanas, con música de Egberto Gismonti y Astor Piazzolla. La volví a ver después de muchos años para encontrarme la mirada desquiciada de Fito Páez en su papel de estudiante preparatoriano, y a un Kiko Mendive que cuenta, canta, baila y como el personaje mitológico que remonta el río Aqueronte, guía al joven Martín que en busca de su padre se encuentra a sí mismo.

La visión cinematográfica me remontó al pasado para imaginar a este mismo personaje, eléctrico y sonriente, cantando en un cine habanero una rumba que decía “King Kong no le temas /al aeroplano enemigo (bis)/ Estamos contigo, King Kong/ Todos los niches, King Kong/ La rubia sí quiere, King Kong/ Y quiere contigo, King Kong”… mientras un coro de muchachos le hacían estribillo. También me gustó imaginar que en una de esas funciones improbables pudo estar Guillermo Cabrera Infante, furtivo en el cine Actualidades, viendo la misma película para después concluir poéticamente en que “la tradición desde King Kong obliga a que el monstruo siempre rapte a la heroína, pero después no sepa qué hacer con ella, más que gastar toda la pólvora del amor en las salvas del suspiro.”

Cecilio Francisco "Kiko" Mendive Pereira
Ciertamente, el Kiko Mendive de carne y hueso que vimos en el cine y la televisión guardaba mucho de la historia musical y artística de Cuba, México y Venezuela en la segunda mitad del siglo XX, pero él no era más que un sobreviviente. Un personaje de segunda que se representaba así mismo cada lunes en “Radio Rochela”.

Ahora Ibsen Martínez lo saca de ese nebuloso pasado donde vive convertido en recuerdo. Vuelve a la memoria la nota cómica, un breve sketch del recordado espacio televisivo diciendo “aguuuua”. Kiko Mendive, o Kiko Malanga es el personaje que junta varias historias en Simpatía por King Kong: la suya propia, arrancada de una sala de cine habanero en los años treinta. Allí comienza el mito. Lo vemos luego en los escenarios mexicanos actuando de la mano de grandes directores cuando el cine de ese país estaba en su apogeo y cosía con hilos dorados su mejor época. Lo vemos intercediendo a favor de Dámaso Pérez Prado para que lo contratara un empresario mexicano, anticipándose así a la leyenda de quién sería llamado el “rey del mambo”. Y lo vemos desplazado a Venezuela huyendo de una historia de amor, de una obsesión que pudiera llamarse Ninón Sevilla, África o Socorro.

Luego emerge convertido en un actor de segunda categoría en un espacio televisivo de corte popular. Hace reír y oculta sus tristezas, sus frustraciones, su procesión, la procesión que va por dentro. Aquí se conecta la segunda historia, la de Venezuela a finales de los años ochenta, el país que comenzaba a fracturarse en la desmesura de sus riquezas, y también en la desidia y la corrupción. Esto es el telón de fondo donde el personaje urde su plan de vida tras las luces de los estudios y los lugares de diversión. Y es también el escenario donde se encuentra aquel día de febrero, cuando comenzaron las protestas de Guarenas, luego los saqueos en la capital y otras poblaciones, el día triste en que bajaron los cerros y se produjo el “estallido social” que recoge la historia con el infausto nombre del “Caracazo”. La obra lo sitúa en el ojo del huracán, impelido al saqueo en procura de un vibráfono. Un final nada glorioso para este antihéroe de papel.

Una tercera historia, la del narrador, repasa también cinematográficamente los hechos de su vida, matizados por la pasión musical, los amores frustrados, la cercanía al poder político y mediático, la memoria de aquellos años llenos sueños que se truncan con el exceso de realidad, porque todo parece adverso, y realmente lo es. Por las páginas de este relato desfilan nombre reales y nombres simulados (cuyos verdaderos rostros son perfectamente reconocibles), mientras pasa una mirada dolorosa sobre el país. El resultado es una obra que nos atrapa por su dinamismo, que nos lleva a recorrer diversos planos espaciales y temporales, como si fuera una suerte de mirada cubista. Nos movemos en distintas geografías y siempre tenemos al país en crisis, al personaje Kiko Malanga que entra y sale del escenario, que se rebusca como vendedor de yuca en el mercado de Quinta Crespo y lucha por sobrevivir en un medio cada vez más deprimido.

Ibsen Martínez. foto:Carlos Germán Rojas
El narrador y el personaje se conocen, se recelan, se alejan, se reencuentran. El trasfondo es la pieza musical “Simpatía por King Kong”, que había sido compuesta por Kiko en La Habana, cuando era apenas un adolescente aficionado al cine y a la música popular. La canción que nunca se había grabado, aunque Pérez Prado le hubiese hecho los arreglos. Ese es el leitmotiv de la historia. El narrador se la sabe de memoria y es capaz de cantarla acompañando su voz con el golpeteo de sus manos sobre una mesa.

Este relato juega de manera eficaz a contar una “historia de vida” que no se acopla de manera estricta con los hechos. Los inventa para solapar la verdad ficcional, se apega a lo verosímil. Es el homenaje a un hombre cuya existencia real está dotada de fábula. Es la historia de un perdedor, pero de aquellos tipos que dejan una huella profunda. Por eso los rescata la literatura y los hace duraderos. Ibsen Martínez lo logra con creces.

Quien quiera buscar los hechos épicos de esta historia, que consulte una enciclopedia, quien quiebra reírse, que vea los sketches de Radio Rochela donde Kiko actúa con sus ojos bien abiertos y sus gestos previsibles; quien quiera recordarlo con su acento musical que lo escuche cantando “El telefonito”. Quien quiera acercarse a una historia literariamente bien contada —arte de entretejer con hilo finísimo la intriga novelesca— que lea Simpatía por King Kong. Mejor si es de un tirón. Seguro la disfrutará y también le dará la oportunidad de pensar en aquella Venezuela que daba todas las señales de que se venía abajo; lo hará reír con esa risa que a veces es amarga y gozará con las peripecias de aquel personaje que abandonó su país, no casualmente un día de Santa Cecilia, en 1938 (¿o acaso fue en 1939?), y recorrió diversas geografías antes de recalar en la Tierra de Gracia donde entregó su talento y dejó sus huesos en medio de la más atroz indiferencia.

(Ibsen Martínez, Simpatía por King Kong, Caracas, Planeta, 2013).



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(*) Gregory Zambrano (Mérida, Venezuela, 1963). Poeta, ensayista, crítico literario y editor. Doctor en Literatura Hispánica por El Colegio de México, Ciudad de México. Profesor titular jubilado de la Escuela de Letras, Facultad de Humanidades y Educación de la Universidad de Los Andes, Venezuela. Actualmente, profesor e investigador de la Universidad de Tokio, Japón.





PUTAS ASESINAS de ROBERTO BOLAÑO (1953-2003) Chile

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—por Juan Martins (*)—

Putas asesinas de Roberto Bolaño, editado por Anagrama (2001). Relatos que se estructuran a partir de la condición del sujeto/narrador. Éste se coloca sobre una relación abierta de personaje/narrador. Tal espaciedad narrativa tiene el objeto de desplazar al lector en la sintaxis de un relato en el que se ensayan aquellas condiciones del escritor, su visión en torno a la literatura, pero como si el hecho literario deviniera del mismo contexto narrativo cuya formalidad se expresa por exigencia del lector.Entendiendo por esta exigencia un movimiento interno y dinámico el cual le va a producir placer por ese encuentro con otras realidades, con ese entorno imaginado y ficcional. Es decir, el lector se entregará con el mismo rigor al compromiso con la literatura, por aquello que se representa sobre este espacio de significancia y de la estructura de lo narrado. Es por lo demás, cuerpo, unidad de significación. El signo se introduce en el pensamiento del lector (el lugar donde se posesiona el narrador). De este modo el componente lúdico será el flujo de aquella sintaxis. La impronta de ese divertimento, del gusto por la lectura, el hallazgo con otras realidades que, como decía, es ficcional, pero se sostiene desde la reflexión, desde la otredadpara devolverle la metáfora al lector y el placer en la elaboración conceptual de esa realidad, la cual se define en el instante de la lectura.La lectura entonces establece su eje entre las diferentes realidades: la que es para el lector, aquella del narrador y el yo poético del autor los cuales se componen en el lugar del relato. Todo en uno para hacer del relato lenguaje, rigor de la composición y allí se centra esa búsqueda. El lector se le contará algo (a pesar de que estaremos unos lectores con ganas de una cosa y otros con otra), pero la historia se desvanece en el ritmo del lenguaje: las palabras, su gramática y estilo me entregan a esa realidad, a la alteridad en la construcción de su única verdad para el autor: lo escrito, y sobre la escritura me edifico como lector. El lenguaje como tensión de la vida que se forja en la realidad del relato: la vida de los escritores, la relación del narrador con estos escritores afines, otros distantes en la herencia estética de Roberto Bolaño.

En sí, Bolaño es materia para sus relatos, antes de cualquier edición, incluso ésta, ya vida y literatura están metidas en el lugar del lector, en esa tensión que se crea alrededor de los escritores, una relación estrecha con cierta modalidad literaria, si queremos con una tradición de una literatura cercana a sus amigos.

Es el caso de Enrique Vila-Matas: sus personajes recrean es mundo vivido por el hecho de ser escritores. Y por una parte es placentero, queremos formar parte de esa dinámica, de ese divertimento para el lector que es la escritura en sí. Tanto dentro como fuera de ella, es una unidad que se descubre en la literatura. Claro está, la literatura como estilo de vida.

Roberto Bolaño.foto:madimado.com
Así por ejemplo el destino del poeta (en tanto personaje) será huir de su búsqueda. Recrear aquella paradoja del escritor lumpen, lanzado a su condición de desconocido pero con la madurez literaria que aporta reconocerse en un oficio que se domina a puro pulso de habérselo ganado con el mérito de identificar la tensión y el ritmo que impone la escritura.

Así son estos relatos, así son estas historias que nos construye y se construye sobre la dinámica conceptual, rigurosa y creativa, potencial e imaginativa de estos relatos: Enrique Martín, Vida de Anne Moore, entre otros, de su otro libro Llamadas telefónicas se presentan como la continuidad de éste otro al que aquí hago referencia. Están allí presentes, pienso que están hechos para que el lector no les dé un tiempo exacto de escritura. Por el contrario, pertenecerán —cada uno de estos relatos en conjunto— al tiempo del lector, de esa pasión con la que se escribió (como estilo de vida, ¿acaso había otra para Bolaño?).

Entre un libro y otro los cuentos se parecen, nos pertenecen en una posible continuidad narrativa, más por su estilo que por lo que nos quiera contar, lo diré de una vez, por el lenguaje. Importa es el lenguaje, cómo le funciona en la edificación literaria a la voz del narrador. Los desenlaces de sus relatos están para terminar de la manera más sencilla e inacabada, pero todo forma parte de un convenio con el lector, que éste encuentre más en el estilo, el ritmo y la cadencia de lo gramático que en la historia. Lo sustituido por la historia estará en la composición de ese lenguaje alcanzado.

Por ejemplo en su relato Buba, la distancia con la vida. La no/vida como identificación del personaje: habla desde la ficcionalidad de la muerte como estructura narrativa y trasgrede un sentido de la realidad por otro. En ese sentido de interpretación es ficcional, pero también quiere dejar un sentido veraz en el relato, que sea creíble para quien lee y por tanto divertido.

foto:blog.frieze.com
Vayamos entonces al relato que le da título al libro, Putas asesinas. Allí poco me interesa si hay o no putas asesinas (que en efecto se presentan), en cambio, el ritmo con el que se introduce el personaje asesino, es lo que crea la tensión, el sentido estético de la escritura donde se hace literario el diálogo, el constante diálogo, descolando la convencionalidad del emisor en un lugar más íntimo para el lector. De alguna manera formaré parte de ese relato en una relación abierta con el enunciado: soy yo/lector quien establece el discurso.

Veamos: en Putas asesinas, la historia parece simple, en tanto a la estructura literaria, es un cuento sobre la venganza. Una prostituta ve en la televisión a un hombre quiere tomarlo y va en pos de él para asesinarlo, quizás, la ambigüedad está planteada. El cuento, mediante la técnica del dialogo me involucra. Me hacer forma parte de éste, como si el uso consecutivo de guiones largos (para graficar el diálogo de acuerdo con el signo de la escritura) sean escritos en un espacio mental del lector, me involucra en ese ritmo de las imágenes, como si fuere una película que necesita recorrer la memoria del lector lo más pronto posible. Y lo alcanza. De esta manera, como suele suceder en una buena parte de estos relatos, el tratamiento del contexto en lo narrado pone en evidencia el carácter sórdido del cuento como para definir un ritmo con la estructura del relato. Lo hemos dicho cuando indicábamos más arriba cómo trata el lenguaje a modo de hacer del lector su pertenencia.

Así el personaje Arturo Belano (alteridad del yo poético del autor) es colocado como identidad de ese sujeto/personaje a modo de alcanzar esos estados oníricos, cercanos y ficcionales del relato.



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(*) Juan Martins(1960, Venezuela), dramaturgo, escritor, editor, crítico teatral y promotor cultural con amplia trayectoria internacional. Magíster en Literatura Latinoamericana, UPEL, Maracay. Ha recibido honores y premios en drama y literatura, dentro y fuera de su país.





ESPERANDO A LOS BÁRBAROS de J.M. COETZEE (1940) Sudáfrica

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—por Alberto Hernández—

1
Un silencio lejano aproxima el terror. Una potencia, un imperio, se adueña de un territorio y somete a sus habitantes, los domina con una suerte de exilio, de destierro, de acoso, de barbarie. Sin embargo, quienes han sido sometidos son llamados bárbaros por quienes tienen el poder.

Un Magistrado, convencido de sus debilidades, asume la defensa de los que al ser capturados reciben los peores tratos. Un poblado en la frontera de un país X, donde el centro de la vida es un cuartel, sirve de base de operaciones donde se realizan torturas, vejaciones y todo tipo de crueldades. Mientras tanto, el Magistrado los interroga y se hace de una joven “bárbara” a quien cuida, cura sus heridas y hasta convierte en su mujer. Luego decide devolverla a sus orígenes, a su gente. Viaja con una comisión al desierto donde está ubicada la tierra de los invadidos, acorralados por la naturaleza: nieve, calor, polvo, arena, etc. El Magistrado entrega a la mujer y regresa al cuartel y es enjuiciado por hacer contacto con el enemigo.

Un Coronel, que tiene como insignia el uso permanente de cristales negros, quien ha sido el más perverso interrogador de los capturados bárbaros, es ahora el juez que encierra al Magistrado en una inmunda celda. La llegada de los militares, al mando de un oficial muy joven, fue celebrada por el poblado. Luego se arrepentiría al someterlo a la ruina, al abandono. Un retrato de una realidad que sobresale en estos tiempos, y que tiene como referente los errores de pasados cercanos, pero que no han servido de ejemplo para no seguir siendo esclavo de ellos. La tragedia de ese poder está centrado en el hecho de que los “bárbaros” siempre han estado allí. Que nunca han sido una amenaza, pero que con el tiempo podrían convertirse en otro poder.

John Maxwell Coetzee
2
Esperando a los bárbaros (Riesa Ediciones, Buenos Aires, 1983) es la primera novela de J. M. Coetzee, un relato cuya realidad ya ha ocurrido y sigue ocurriendo. Un relato en proceso, en plena vigencia en estos tiempos, un relato que registra la crueldad y la capacidad para convertir a una región en un establecimiento de tortura, de miedo. Es una novela sobre el poder. Escrita sin sobresaltos temporales, Esperando a los bárbaros podría ser la historia de aquella Sudáfrica que los llamados afrikáners transformaron en un experimento que con los años se tradujo en el apartheid. Podría ser también la de Australia. La de cualquier país de África o de América Latina. Es parte de la historia universal de la infamia. Es parte del relato de muchos crímenes que Coetzee convirtió en ofrenda. Es la historia de una conjura en la que participan los muertos, los que susurran durante la noche en la imaginación de muchos personajes.

El narrador protagonista, el mismo Magistrado, desnuda sus emociones a través de este texto: “No oigo nada de los alaridos que, según contó después la gente, venían del granero. Esa noche, en todo momento, mientras atiendo mis ocupaciones, tengo conciencia de lo que puede suceder, e incluso mi oído está siempre afinado al sonido del dolor humano”.

Premio Nobel de Literatura 2003
El coronel, de apellido Joll, no tiene misericordia con nadie. Su odio lo concentra en la manera de interrogar, oficio en el que es experto. La experiencia judicial con el Magistrado convirtió a este último en un prisionero. La intensidad de los interrogatorios, la tensión en los diálogos muestran la maestría de Coetzee. Un engranaje narrativo que coloca dos conciencias frente a frente. Finalmente, el Magistrado es una marioneta, una burla, un mendigo, un indigente que duerme con los perros en el patio del cuartel. Hasta que se escapa: recorre el monte, se esconde como una alimaña bajo la cama de una prostituta, filosofa, casi muere de frío, regresa a su sitio de reclusión. Se olvidan de él cuando lo huelen y lo sienten como parte de los animales del lugar. El Magistrado es un ofendido, un humillado que piensa y se recuesta del tronco de un árbol y se rasca el lomo como un jumento. Pero piensa. Sabe lo que viene.

3
El poder, costado funerario de la cadena de mando del imperio, comienza a presentar problemas. Entonces Joll regresa a la ciudad y abandona el cuartel. Lo deja solo con dos o tres soldados. El Magistrado asume de nuevo sus funciones. Toma sus papeles. Revisa y hace un inventario de su comportamiento con las mujeres, con la mujer que entregó a los bárbaros. Finalmente, éstos nunca llegan. Han sido una metáfora del terror que incita el poder. No obstante, de los huesos de los primeros habitantes de la zona, hallados por el Magistrado, de esos restos brotan miradas que se depositan en el poblado. Los ojos que vienen del desierto, del frío, del silencio, de la lejanía, representan el anuncio de que algo va a suceder. Esperando a los bárbaros es una poética del miedo, del dolor de las víctimas, del mismo poder, pero también de la cobardía de quienes lo ejercen.

Esos “bárbaros” podrían escribir otra página para emerger de las sombras e imponer su ley.





Cuento: AMOR de CLARICE LISPECTOR (1920-1977) Brasil

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Clarice Lispector.foto:bookforum.com
Un poco cansada, con las compras deformando la nueva bolsa de malla, Ana subió al tranvía. Depositó la bolsa sobre las rodillas y el tranvía comenzó a andar. Entonces se recostó en el banco en busca de comodidad, con un suspiro casi de satisfacción. Los hijos de Ana eran buenos, algo verdadero y jugoso. Crecían, se bañaban, exigían, malcriados, por momentos cada vez más completos. La cocina era espaciosa, el fogón estaba descompuesto y hacía explosiones. El calor era fuerte en el departamento que estaban pagando de a poco. Pero el viento golpeando las cortinas que ella misma había cortado recordaba que si quería podía enjugarse la frente, mirando el calmo horizonte. Lo mismo que un labrador. Ella había plantado las simientes que tenía en la mano, no las otras, sino esas mismas. Y los árboles crecían.

Crecía su rápida conversación con el cobrador de la luz, crecía el agua llenando la pileta, crecían sus hijos, crecía la mesa con comidas, el marido llegando con los diarios y sonriendo de hambre, el canto importuno de las sirvientas del edificio. Ana prestaba a todo, tranquilamente, su mano pequeña y fuerte, su corriente de vida. Cierta hora de la tarde era la más peligrosa. A cierta hora de la tarde los árboles que ella había plantado se reían de ella. Cuando ya no precisaba más de su fuerza, se inquietaba. Sin embargo, se sentía más sólida que nunca, su cuerpo había engrosado un poco, y había que ver la forma en que cortaba blusas para los chicos, con la gran tijera restallando sobre el género. Todo su deseo vagamente artístico hacía mucho que se había encaminado a transformar los días bien realizados y hermosos; con el tiempo su gusto por lo decorativo se había desarrollado suplantando su íntimo desorden. Parecía haber descubierto que todo era susceptible de perfeccionamiento, que a cada cosa se prestaría una apariencia armoniosa; la vida podría ser hecha por la mano del hombre.

En el fondo, Ana siempre había tenido necesidad de sentir la raíz firme de las cosas. Y eso le había dado un hogar, sorprendentemente. Por caminos torcidos había venido a caer en un destino de mujer, con la sorpresa de caber en él como si ella lo hubiera inventado. El hombre con el que se había casado era un hombre de verdad, los hijos que habían tenido eran hijos de verdad. Su juventud anterior le parecía tan extraña como una enfermedad de vida. Había surgido de ella muy pronto para descubrir que también sin la felicidad se vivía: aboliéndola, había encontrado una legión de personas, antes invisibles, que vivían como quien trabaja con persistencia, continuidad, alegría. Lo que le había sucedido a Ana antes de tener su hogar ya estaba para siempre fuera de su alcance: era una exaltación perturbada a la que tantas veces había confundido con una insoportable felicidad. A cambio de eso, había creado algo al fin comprensible, una vida de adulto. Así lo había querido ella y así lo había escogido. Su precaución se reducía a cuidarse en la hora peligrosa de la tarde, cuando la casa estaba vacía y sin necesitar ya de ella, el sol alto, y cada miembro de la familia distribuido en sus ocupaciones. Mirando los muebles limpios, su corazón se apretaba un poco con espanto. Pero en su vida no había lugar para sentir ternura por su espanto: ella lo sofocaba con la misma habilidad que le habían transmitido los trabajos de la casa. Entonces salía para hacer las compras o llevar objetos para arreglar, cuidando del hogar y de la familia y en rebeldía con ellos. Cuando volvía ya era el final de la tarde y los niños, de regreso del colegio, le exigían. Así llegaba la noche, con su tranquila vibración. De mañana despertaba aureolada por los tranquilos deberes. Nuevamente encontraba los muebles sucios y llenos de polvo, como si regresaran arrepentidos. En cuanto a ella misma, formaba oscuramente parte de las raíces negras y suaves del mundo. Y alimentaba anónimamente la vida. Y eso estaba bien. Así lo había querido y elegido ella.

El tranvía vacilaba sobre las vías, entraba en calles anchas. Enseguida soplaba un viento más húmedo anunciando, mucho más que el fin de la tarde, el final de la hora inestable. Ana respiró profundamente y una gran aceptación dio a su rostro un aire de mujer.

El tranvía se arrastraba, enseguida se detenía. Hasta la calle Humaitá tenía tiempo de descansar. Fue entonces cuando miró hacia el hombre detenido en la parada. La diferencia entre él y los otros es que él estaba realmente detenido. De pie, sus manos se mantenían extendidas. Era un ciego.

¿Qué otra cosa había hecho que Ana se fijase erizada de desconfianza? Algo inquietante estaba pasando. Entonces lo advirtió: el ciego masticaba chicle... Un hombre ciego masticaba chicle.

Ana todavía tuvo tiempo de pensar por un segundo que los hermanos irían a comer; el corazón le latía con violencia, espaciadamente. Inclinada, miraba al ciego profundamente, como se mira lo que no nos ve. Él masticaba goma en la oscuridad. Sin sufrimiento, con los ojos abiertos. El movimiento, al masticar, lo hacía parecer sonriente y de pronto dejó de sonreír, sonreír y dejar de sonreír como si él la hubiese insultado, Ana lo miraba. Y quien la viese tendría la impresión de una mujer con odio. Pero continuaba mirándolo, cada vez más inclinada. El tranvía arrancó súbitamente, arrojándola desprevenida hacia atrás y la pesada bolsa de malla rodó de su regazo y cayó en el suelo. Ana dio un grito y el conductor dio la orden de parar antes de saber de qué se trataba; el tranvía se detuvo, los pasajeros miraron asustados. Incapaz de moverse para recoger sus compras, Ana se irguió pálida. Una expresión desde hacía tiempo no usada en el rostro resurgía con dificultad, todavía incierta, incomprensible. El muchacho de los diarios reía entregándole sus paquetes. Pero los huevos se habían quebrado en el paquete de papel de diario. Yemas amarillas y viscosas se pegoteaban entre los hilos de la malla. El ciego había interrumpido su tarea de masticar chicle y extendía las manos inseguras, intentando inútilmente percibir lo que estaba sucediendo. El paquete de los huevos fue arrojado fuera de la bolsa y, entre las sonrisas de los pasajeros y la señal del conductor, el tranvía reinició nuevamente la marcha.

Pocos instantes después ya nadie la miraba. El tranvía se sacudía sobre los rieles y el ciego masticando chicle había quedado atrás para siempre. Pero el mal ya estaba hecho.

La bolsa de malla era áspera entre sus dedos, no íntima como cuando la había tejido. La bolsa había perdido el sentido, y estar en un tranvía era un hilo roto; no sabía qué hacer con las compras en el regazo. Y como una extraña música, el mundo recomenzaba a su alrededor. El mal estaba hecho. ¿Por qué?, ¿acaso se había olvidado de que había ciegos? La piedad la sofocaba, y Ana respiraba con dificultad. Aun las cosas que existían antes de lo sucedido ahora estaban precavidas, tenían un aire hostil, perecedero... El mundo nuevamente se había transformado en un malestar. Varios años se desmoronaban, las yemas amarillas se escurrían. Expulsada de sus propios días, le parecía que las personas en la calle corrían peligro, que se mantenían por un mínimo equilibrio, por azar, en la oscuridad; y por un momento la falta de sentido las dejaba tan libres que ellas
foto:filmow.com
no sabían hacia dónde ir. Notar una ausencia de ley fue tan súbito que Ana se agarró al asiento de enfrente, como si se pudiera caer del tranvía, como si las cosas pudieran ser revertidas con la misma calma con que no lo eran. Aquello que ella llamaba crisis había venido, finalmente. Y su marca era el placer intenso con que ahora gozaba de las cosas, sufriendo espantada. El calor se había vuelto menos sofocante, todo había ganado una fuerza y unas voces más altas. En la calle Voluntarios de la Patria parecía que estaba pronta a estallar una revolución. Las rejas de las cloacas estaban secas, el aire cargado de polvo. Un ciego mascando chicle había sumergido al mundo en oscura impaciencia. En cada persona fuerte estaba ausente la piedad por el ciego, y las personas la asustaban con el vigor que poseían. Junto a ella había una señora de azul, ¡con un rostro! Desvió la mirada, rápido. ¡En la acera, una mujer dio un empujón al hijo! Dos novios entrelazaban los dedos sonriendo... ¿Y el ciego? Ana se había deslizado hacia una bondad extremadamente dolorosa.

Ella había calmado tan bien a la vida, había cuidado tanto que no explotara. Mantenía todo en serena comprensión, separaba una persona de las otras, las ropas estaban claramente hechas para ser usadas y se podía elegir por el diario la película de la noche, todo hecho de tal modo que un día sucediera al otro. Y un ciego masticando chicle lo había destrozado todo. A través de la piedad a Ana se le aparecía una vida llena de náusea dulce, hasta la boca.

Solamente entonces percibió que hacía mucho que había pasado la parada para descender. En la debilidad en que estaba, todo la alcanzaba con un susto; descendió del tranvía con piernas débiles, miró a su alrededor, asegurando la bolsa de malla sucia de huevo. Por un momento no consiguió orientarse. Le parecía haber descendido en medio de la noche.

Era una calle larga, con altos muros amarillos. Su corazón latía con miedo, ella buscaba inútilmente reconocer los alrededores, mientras la vida que había descubierto continuaba latiendo y un viento más tibio y más misterioso le rodeaba el rostro. Se quedó parada mirando el muro. Al fin pudo ubicarse. Caminando un poco más a lo largo de la tapia, cruzó los portones del Jardín Botánico.

Caminaba pesadamente por la alameda central, entre los cocoteros. No había nadie en el Jardín. Dejó los paquetes en el suelo, se sentó en un banco de un atajo y allí se quedó por algún tiempo.

La vastedad parecía calmarla, el silencio regulaba su respiración. Ella se adormecía dentro de sí.

De lejos se veía la hilera de árboles donde la tarde era clara y redonda. Pero la penumbra de las ramas cubría el atajo.

foto:youtube.com
A su alrededor se escuchaban ruidos serenos, olor a árboles, pequeñas sorpresas entre los "cipós". Todo el Jardín era triturado por los instantes ya más apresurados de la tarde. ¿De dónde venía el medio sueño por el cual estaba rodeada? Como por un zumbar de abejas y de aves. Todo era extraño, demasiado suave, demasiado grande. Un movimiento leve e íntimo la sobresaltó: se volvió rápida. Nada parecía haberse movido. Pero en la alameda central estaba inmóvil un poderoso gato. Su pelaje era suave. En una nueva marcha silenciosa, desapareció.

Inquieta, miró en torno. Las ramas se balanceaban, las sombras vacilaban sobre el suelo. Un gorrión escarbaba en la tierra. Y de repente, con malestar, le pareció haber caído en una emboscada. En el Jardín se hacía un trabajo secreto del cual ella comenzaba a apercibirse.

En los árboles las frutas eran negras, dulces como la miel. En el suelo había carozos llenos de orificios, como pequeños cerebros podridos. El banco estaba manchado de jugos violetas. Con suavidad intensa las aguas rumoreaban. En el tronco del árbol se pegaban las lujosas patas de una araña. La crudeza del mundo era tranquila. El asesinato era profundo. Y la muerte no era aquello que pensábamos.

Al mismo tiempo que imaginario, era un mundo para comerlo con los dientes, un mundo de grandes dalias y tulipanes. Los troncos eran recorridos por parásitos con hojas, y el abrazo era suave, apretado. Como el rechazo que precedía a una entrega, era fascinante, la mujer sentía asco, y a la vez era fascinada.

Los árboles estaban cargados, el mundo era tan rico que se pudría. Cuando Ana pensó que había niños y hombres grandes con hambre, la náusea le subió a la garganta, como si ella estuviera grávida y abandonada. La moral del Jardín era otra. Ahora que el ciego la había guiado hasta él, se estremecía en los primeros pasos de un mundo brillante, sombrío, donde las victorias-regias flotaban, monstruosas. Las pequeñas flores esparcidas sobre el césped no le parecían amarillas o rosadas, sino del color de un mal oro y escarlatas. La descomposición era profunda, perfumada... Pero todas las pesadas cosas eran vistas por ella con la cabeza rodeada de un enjambre de insectos, enviados por la vida más delicada del mundo. La brisa se insinuaba entre las flores. Ana, más adivinaba que sentía su olor dulzón... El Jardín era tan bonito que ella tuvo miedo del Infierno.

Ahora era casi noche y todo parecía lleno, pesado, un esquilo pareció volar con la sombra. Bajo los pies la tierra estaba fofa, Ana la aspiraba con delicia. Era fascinante, y ella se sentía mareada.

Pero cuando recordó a los niños, frente a los cuales se había vuelto culpable, se irguió con una exclamación de dolor. Tomó el paquete, avanzó por el atajo oscuro y alcanzó la alameda. Casi corría, y veía el Jardín en torno de ella, con su soberbia impersonalidad. Sacudió los portones cerrados, los sacudía apretando la madera áspera. El cuidador apareció asustado por no haberla visto.

Hasta que no llegó a la puerta del edificio, había parecido estar al borde del desastre. Corrió con la bolsa hasta el ascensor, su alma golpeaba en el pecho: ¿qué sucedía? La piedad por el ciego era muy violenta, como una ansiedad, pero el mundo le parecía suyo, sucio, perecedero, suyo. Abrió la puerta de la casa. La sala era grande, cuadrada, los picaportes brillaban limpios, los vidrios de las ventanas brillaban, la lámpara brillaba: ¿qué nueva tierra era ésa? Y por un instante la vida sana que hasta entonces llevara le pareció una manera moralmente loca de vivir. El niño que se acercó corriendo era un ser de piernas largas y rostro igual al suyo, que corría y la abrazaba. Lo apretó con fuerza, con espanto. Se protegía trémula. Porque la vida era peligrosa. Ella amaba el mundo, amaba cuanto había sido creado, amaba con repugnancia. Del mismo modo en que siempre había sido fascinada por las ostras, con aquel vago sentimiento de asco que la proximidad de la verdad le provocaba, avisándola. Abrazó al hijo casi hasta el punto de estrujarlo. Como si supiera de un mal —¿el ciego o el hermoso Jardín Botánico?— se prendía a él, a quien quería por encima de todo. Había sido alcanzada por el demonio de la fe. La vida es horrible, dijo muy bajo, hambrienta. ¿Qué haría en caso de seguir el llamado del ciego? Iría sola... Había lugares pobres y ricos que necesitaban de ella. Ella precisaba de ellos...

—Tengo miedo —dijo. Sentía las costillas delicadas de la criatura entre los brazos, escuchó su llanto asustado.

—Mamá -exclamó el niño. Lo alejó de sí, miró aquel rostro, su corazón se crispó.

—No dejes que mamá te olvide —le dijo.

El niño, apenas sintió que el abrazo se aflojaba, escapó y corrió hasta la puerta de la habitación, de donde la miró más seguro. Era la peor mirada que jamás había recibido. La sangre le subió al rostro, afiebrándolo.

Se dejó caer en una silla, con los dedos todavía presos en la bolsa de malla. ¿De qué tenía vergüenza?

No había cómo huir. Los días que ella había forjado se habían roto en la costra y el agua se escapaba. Estaba delante de la ostra. Y no sabía cómo mirarla. ¿De qué tenía vergüenza? Porque ya no se trataba de piedad, no era solamente piedad: su corazón se había llenado con el peor deseo de vivir.

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Ya no sabía si estaba del otro lado del ciego o de las espesas plantas. El hombre poco a poco se había distanciado, y torturada, ella parecía haber pasado para el lado de los que le habían herido los ojos. El Jardín Botánico, tranquilo y alto, la revelaba. Con horror descubría que ella pertenecía a la parte fuerte del mundo ¿y qué nombre se debería dar a su misericordia violenta? Sería obligada a besar al leproso, pues nunca sería solamente su hermana. Un ciego me llevó hasta lo peor de mí misma, pensó asustada. Sentíase expulsada porque ningún pobre bebería agua en sus manos ardientes. ¡Ah!, ¡era más fácil ser un santo que una persona! Por Dios, ¿no había sido verdadera la piedad que sondeara en su corazón las aguas más profundas? Pero era una piedad de león.

Humillada, sabía que el ciego preferiría un amor más pobre. Y, estremeciéndose, también sabía por qué. La vida del Jardín Botánico la llamaba como el lobo es llamado por la luna. ¡Oh, pero ella amaba al ciego!, pensó con los ojos humedecidos. Sin embargo, no era con ese sentimiento con el que se va a la iglesia. Estoy con miedo, se dijo, sola en la sala. Se levantó y fue a la cocina para ayudar a la sirvienta a preparar la cena.

Pero la vida la estremecía, como un frío. Oía la campana de la escuela, lejana y constante. El pequeño horror del polvo ligando en hilos la parte inferior del fogón, donde descubrió la pequeña araña. Llevando el florero para cambiar el agua estaba el horror de la flor entregándose lánguida y asquerosa a sus manos. El mismo trabajo secreto se hacía allí en la cocina. Cerca de la lata de basura, aplastó con el pie a una hormiga. El pequeño asesinato de la hormiga. El pequeño cuerpo temblaba. Las gotas de agua caían en el agua inmóvil de la pileta. Los abejorros de verano. El horror de los abejorros inexpresivos. Horror, horror. Caminaba de un lado para otro en la cocina, cortando los bifes, batiendo la crema. En torno a su cabeza, en una ronda, en torno de la luz, los mosquitos de una noche cálida. Una noche en que la piedad era tan cruda como el mal amor. Entre los dos senos corría el sudor. La fe se quebrantaba, el calor del horno ardía en sus ojos.

Después vino el marido, vinieron los hermanos y sus mujeres, vinieron los hijos de los hermanos.

Comieron con las ventanas todas abiertas, en el noveno piso. Un avión estremecía, amenazando en el calor del cielo. A pesar de haber usado pocos huevos, la comida estaba buena. También sus chicos se quedaron despiertos, jugando en la alfombra con los otros. Era verano, sería inútil obligarlos a ir a dormir. Ana estaba un poco pálida y reía suavemente con los otros.

Finalmente, después de la comida, la primera brisa más fresca entró por las ventanas. Ellos rodeaban la mesa, ellos, la familia. Cansados del día, felices al no disentir, bien dispuestos a no ver defectos. Se reían de todo, con el corazón bondadoso y humano. Los chicos crecían admirablemente alrededor de ellos. Y como a una mariposa, Ana sujetó el instante entre los dedos antes que desapareciera para siempre.

Después, cuando todos se fueron y los chicos estaban acostados, ella era una mujer inerte que miraba por la ventana. La ciudad estaba adormecida y caliente. Y lo que el ciego había desencadenado, ¿cabría en sus días? ¿Cuántos años le llevaría envejecer de nuevo? Cualquier movimiento de ella, y pisaría a uno de los chicos. Pero con una maldad de amante, parecía aceptar que de la flor saliera el mosquito, que las victorias regias flotasen en la oscuridad del lago. El ciego pendía entre los frutos del Jardín Botánico.

¡Si ella fuera un abejorro del fogón, el fuego ya habría abrasado toda la casa!, pensó corriendo hacia la cocina y tropezando con su marido frente al café derramado.

—¿Qué fue? —gritó vibrando toda.

Él se asustó por el miedo de la mujer. Y de repente rió, entendiendo:

—No fue nada —dijo—, soy un descuidado —parecía cansado, con ojeras.

Pero ante el extraño rostro de Ana, la observó con mayor atención. Después la atrajo hacia sí, en rápida caricia.

—¡No quiero que te suceda nada, nunca! —dijo ella.

—Deja que por lo menos me suceda que el fogón explote —respondió él sonriendo. Ella continuó sin fuerzas en sus brazos.

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Ese día, en la tarde, algo tranquilo había estallado, y en toda la casa había un clima humorístico, triste.

—Es hora de dormir —dijo él—, es tarde.

En un gesto que no era de él, pero que le pareció natural, tomó la mano de la mujer, llevándola consigo sin mirar para atrás, alejándola del peligro de vivir. Había terminado el vértigo de la bondad.

Había atravesado el amor y su infierno; ahora peinábase delante del espejo, por un momento sin ningún mundo en el corazón. Antes de acostarse, como si apagara una vela, sopló la pequeña llama del día.





El hombre que amaba a los perros de Leonardo Padura: utopía, distopía y desastre personal

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—por Luis Fernández-Zavala (*)—

"Si hubiera habido un asomo de Trotski en Cuba, hubiera sido el Che."
Leonardo Padura


La reciente apertura y “descongelamiento” de las relaciones diplomáticas entre Cuba y los Estados Unidos, con todo su correlato de apasionamientos y movidas políticas dentro y fuera de la Isla Mayor, cierra un gran círculo histórico que se abrió hace más de cincuenta años en pleno desenvolvimiento de la Guerra Fría. En este contexto, la lectura de la novela de Leonardo Padura, El hombre que amaba a los perros (Tusquets, 2003), adquiere una relevancia especial no solo en las actuales circunstancias en que Cuba está haciendo noticia en el mundo y existe una necesidad de comprender a Cuba desde el punto de vista de los cubanos, sino porque su temática tiene una relevancia universal.

Padura sumerge al lector en los porosos bordes entre historia y la biografía (los sociólogos dirían, la relación entre estructura social e individuo), forzando la pregunta sobre cuánta libertad tienen los individuos para actuar frente a las grandes tendencias socio-políticas que los envuelven. La respuesta a esta pregunta desde la literatura solo se puede dar como exploración, sin respuestas absolutas, y cuando la obra revela lo más íntimo de las obsesiones de los protagonistas en el contexto. Creemos que Padura lo logra magistralmente, dejando además abiertas muchas más preguntas al lector osado.

En 675 páginas, Padura nos lleva a un viaje por la siniestra historia del Estalinismo y la vida ciertamente azarosa de Trotski en el exilio (el político irreductible), Ramón Mercader (el asesino creado por el Estalinismo) e Iván (el frustrado escritor cubano en el presente) basado en una diligente investigación histórica y un fino manejo de las emociones e interioridades de personajes complejos.

El hombre que… ha recibido una atención especial de la crítica literaria, ganando varios premios (Premio Nacional de Literatura en Cuba en 2012, y los premios Gelmi di Caporiacco, Carbet del Caribe, Prix Iniciales, Prix Roger Caillois), siendo traducida a más de diez idiomas y estando en lista para su versión cinematográfica. Algunos críticos podrían señalar que esto se debe al carácter político de la obra. Algo así como decir que la obra de Vargas Llosa, La fiesta del Chivo, es importante literariamente porque cuenta la historia de un dictador. Creemos que la novela de Padura es importante porque, parafraseando a Kundera, cumple la única misión válida de una novela: ayudarnos a entender aspectos de nuestra humanidad, por más fétida que esta sea.

Trostski y Frida Kahlo.foto:fronterad.com
Padura se demoró cinco años para producir la información que no existía en Cuba sobre Trotski y Mercader. Este hecho mismo, ya es intelectualmente heroico. Su bagaje periodístico no le exigía menos. En la novela, el cubano Iván “encuentra” esta información a partir de sus reuniones casuales y fortuitas con un misterioso personaje (Jaime López) que paseaba sus perros en la playa de Santa María del Mar en el año 1977. Sus encuentros con este personaje lo impulsan a buscar leer sobre Trotski. Sin embargo, Iván, siendo un escritor y a pesar de tener toda la información de primera fuente, confiesa a su esposa su cobardía. Iván había interiorizado el miedo, la auto censura.

Ana se quedó mirándome hasta que el peso de sus ojos negros  aquellos ojos que parecían lo más vivo de su cuerpo comenzó a escocerme en la piel y al fin me dijo, con una convicción espantosa, que no entendía cómo era posible que yo, precisamente yo, no hubiese escrito un libro con aquella historia que Dios había puesto en mi camino… yo le di la respuesta que tanta veces me había escamoteado, pero que, por tratarse de Ana, le podía entregar:

No lo escribí por miedo.

En este pasaje y otros posteriormente, el autor nos introduce a la “Cuba real” y a las vicisitudes de su generación, aquella que se enroló en la utopía revolucionaria y pagó el precio del juego de la macro política, la burocracia y la crisis económica cuando se desintegra la Unión Soviética. La versión intimista, personal de Iván, narrada siempre en primera persona, no es panfletaria, ni es reemplazada por otra utopía o un despotricar lloroso contra el sistema. Lo que el lector aprenderá será acerca de cómo Iván “siente” la organización social en su cotidianidad pasmosa.

…Éramos la generación de los crédulos, la de los que románticamente aceptábamos y justificábamos todo con la vista puesta en el futuro… y allá nos fuimos sin esperar otras recompensas que la gratitud de la Humanidad y la Historia.

foto:storify.com
La historia de Trotski en cambio, es presentada desde la voz del narrador omnipresente que le permite al autor no solo concatenar los hechos de una “asesinato anunciado”, sino que también entrar en las emociones de un luchador social al cual se le está matando no solo a sus allegados y familiares, sino que también se le está privando poco a poco de su manejo de la política, que era su razón de ser. La tragedia de Trotski es que él está luchando por sobrevivir el asedio de todo un aparato estatal. Estado que ha decidido aislarlo y mantenerlo vivo hasta que le sea funcional su muerte como un evento político. En esta tragedia Stalin es el monstruo que corrompe la revolución proletaria con una fórmula de miedo, corrupción, manipulaciones y asesinatos. Stalin usa la utopía socialista, la más igualitaria del Siglo XX, para someter a sus creyentes para que sigan sus designios y coronen sus ambiciones de poder. Stalin convierte la utopía en una diatopía que en vez de hacer avanzar la Historia mediante la solidaridad, la hace retroceder con el odio, la descarrila y la hace caminar hacia atrás, hacia la barbarie.  Trotski disminuido y asediado quiere reencarrilar desde el exilio la utopía por la cual luchó toda su vida. La historia de Trotski en el exilio es la historia de su muerte en cámara lenta. La macro política diseñada desde el Kremlin decidirá el momento preciso cuando esta tortura del perseguimiento implacable deberá terminar.

A pesar de que llevaba doce años esperándola, en ocasiones era capaz de olvidar que, ese mismo día, tal vez en el momento más apacible de la noche, la muerte podría tocarle a la puerta. En el mejor estilo soviético, había aprendido a vivir con esa expectativa, a cargar con su inminencia como si fuera una camisa ajustada a su cuerpo.

Leonardo Padura.foto:sellocultural.com
La historia de Ramón Mercader se da entorno a cómo se crea un asesino. Para lograr su cometido el autor nos lleva de la mano por un periplo que empieza durante la guerra civil española, época en que Mercader es reclutado por GPU (inteligencia soviética comandada por Stalin) para realizar un acto de transcendental para el triunfo de la revolución proletaria mundial. Por aquel entonces, Mercader luchaba contra los fascistas, era un soldado más entre miles de patriotas republicanos de distintas tendencias izquierdistas, pero dadas sus características personales (educado, multilingüe, comunista acérrimo) y los contactos de su madre Soledad Mercader con la GPU, es escogido para ser la mano asesina de Stalin, iniciando su transformación de soldado a asesino solitario y calculador.

…Y en adelante recuerda, cada cabrón segundo de tu vida, que lo más importante es la revolución y que ella merece cualquier sacrificio. Tú eres el Soldado 13 y no tienes piedad, no tienes miedo, no tienes alma. Tú eres un comunista de pies a cabeza, Ramón Mercader.

Desde la época de su entrenamiento especializado como el Soldado 13, hasta el momento en que reaparece en París como Jacques Mornard, pasa un buen tiempo de inacción: la paciencia inculcada era la clave del éxito de su misión.  Los desafíos físicos y psicológicos durante su entrenamiento fueron enormes, pero una vez en la calle su mayor tormento era enterarse que no podía hacer nada para evitar el desastre de su España revolucionaria que estaba siendo aniquilada por las fuerzas franquistas, desenlace en el cual Stalin tuvo mucho que ver.

Un aspecto muy importante en su transformación es la presencia en su vida de mujeres fuertes que le demandan directa o indirectamente, probarles que él es un hombre a la altura de las circunstancias. África, la amante revolucionaria española con la que tiene una hija que nunca verá, y su madre Soledad Mercader, con quien tiene una relación conflictiva de amor-odio, lo empujan a entrar en el ciclo de la muerte agazapada. Años más tarde, en pleno desenvolvimiento del conspiración para matar a Trotski, aprovechará su carisma creado para manipular a Sylvia Ageloff, una norteamericana militante de la IV Internacional, y poder acercarse a su víctima. Esta mujer frágil y enamorada era la antítesis de las otras mujeres de su vida, no le exigía nada y existía para complacerlo.

Sylvia Ageloff cataba la desnudez de Jacques Mornard y pensaba que estaba viviendo un cuento de hadas… Si aquel joven, hijo de diplomáticos, refinado, culto, bello y mundano no era el mismo príncipe azul, ¿que otra cosa sería? La pasión con que Jacques le despertó los resortes oxidados de su libido la había lanzado más allá de todos los éxtasis inimaginables, hasta el punto de aceptar la condición de abstenerse de hablar de política, el monotema de su vida sin amor.

Aquí cabe señalar que en la vida tanto Trotski, Mercader e Iván, las mujeres tienen un papel relevante que marcan influencias muy poderosas en el derrotero final de los personajes y representan bajo las mismas circunstancias modelos diferentes de madres, esposas o amantes. Mientras Natalia Sedova es el ejemplo de mujer combativa que por más de cuarenta años es el pilar de la vida política de Trotski, apoyándolo, entendiéndolo, sufriendo la misma persecución y perdonándolo inclusive durante el affaire de Trotski con la sensual Frida Kahlo, Caridad Mercader es un ejemplo vivo de manipulación y odio que trasmite a sus vástagos varones; según sus propias palabras, ella sirve más para destruir y odiar que crear.

El hombre que… es una novela con muchas aristas y brinda al lector la posibilidad de reflexionar sobre muchos aspectos de los acontecimientos históricos de las décadas iniciales del siglo pasado y cuyas consecuencias se expandieron hasta mitad del siglo pasado y hasta un poco más. Muchos de los paradigmas ideológicos y de organización social creados por esa época, han seguido deambulando y han afectado a generaciones enteras de revolucionarios y ciudadanos comunes y corrientes en su vida cotidiana. Pero esto es una reflexión sobre la Historia. La reflexión más importante sin embargo, se ubica en el marco de la biografía ficcionalizada que nos permite visualizar las reacciones íntimas de los individuos frente a un contexto que los pretende subsumir.

Caridad Mercader.foto:walterlippmann.com
Finalmente, habría que remarcar que el rango de la obra de Padura es muy amplio y antes de la publicación de El hombre que…  ya era conocido fuera y dentro de Cuba por sus nueve novelas: Pasado perfecto, 1991; Vientos de cuaresma, 1994. Máscaras 1997. Paisaje de otoño, 1998. Adiós Hemingway, 2001. La novela de mi vida, 2002. La neblina del ayer, 2005; La cola de la serpiente, 2011. Herejes, 2011. Acaba de publicar un conjunto de relatos compilados en Aquello estaba deseando ocurrir (febrero, 2015) que trata sobre el erotismo, la amistad, la búsqueda del amor de unos cubanos excombatientes en Angola. Tanto en estos relatos como en las aventuras detectivescas de su personaje Mario Conte de la novelas mencionadas y en El hombre que amaba a los perros se encontrará una “cubanidad” y una “habanidad” impenitentes. Padura, según sus propias palabras no podría escribir si es que viviera fuera de Cuba.

Los perros como personajes: tarea para los lectores osados: ¿Cuáles son los nombres de los perros de Trotski, Mercader e Iván? ¿Cuál es la relación que ata a los personajes principales con sus perros? ¿Cuál es la intención del autor al presentar tres personajes que aman a los perros? ¿Es un recurso técnico para darle unidad a tres vidas diferentes o una alegoría sobre la humanidad de los personajes? ¿No sería un mejor título de la obra: Los hombres que amaban a los perros?

Links: http://ow.ly/JljqP   http://ow.ly/Jlmco



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(*) Luis Fernández-Zavala, Ph.D. Autor de El guerrero de la espuma y otras tantas despedidas (Pukiyari Editores, 2014). Disponible en Amazon.com.





SEXTINARIO de ANA NUÑO

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—por Néstor Mendoza (*)—

Sextinario tiene una triple rareza y un triple propósito. Es una poética, un poemario y una antología. Y añado otra cualidad: la traducción. Estos cuatro elementos se involucran con una manifestación métrica de casi nulo entusiasmo en este balbuceante siglo XXI. Quien se ha atrevido a ofrecer esta extraña pieza de orfebrería medieval no suele ser reconocida (o, al menos, conocida) como poeta. No es frecuente verla (no está, no la he visto) en los índices o sumarios de las compilaciones de poesía venezolana. Explicaré lo obvio: Sextinario es un libro de y sobre sextinas. Si necesita un adjetivo, sería el de polivalente. Está la poeta, la investigadora, la traductora y la compiladora.

Un gran y conocido antecedente, en nuestra lengua, es el peruano Carlos Germán Belli. En su obra desfilan este tipo de estructuras métricas. Fue él quien me acercó a ellas. Me atrajo la sorpresiva secuencia de los versos y los sentidos que estos adquieren al pasar de una estrofa a otra. De ahí mi interés, no sé si infructuoso, de escribir “Sextina con saudade”, la cual forma parte de un libro inédito.

Conocía a Ana Nuño en su rol de sobria, culta y afilada columnista del Papel Literario, cada domingo y en su espacio “Falso cuaderno”, ahora ausente. Las voces encontradas(1989) es su primer poemario. Ha escrito y subrayado sus ideas con firmeza, en temas tan variados pero no excluyentes entre sí: política, cine, literatura, arte y filosofía. Redacta sin venda ni chantaje. Vive desde hace casi dos décadas en Barcelona, España. Desde la ciudad catalana mantiene contacto periódico con el medio editorial venezolano. Hace poco apareció Nuño por Nuño, antología preparada y prologada por Ana sobre los aforismos de su padre, el conocido filósofo Juan Nuño.

Una generación literaria se edifica, a pesar de todo, con las omisiones. En la gran pizarra generacional los tachones también cuentan. Están los agrupados y los desagrupados, los que logran afianzarse y los que llegan y se sujetan a destiempo. Sextinario es un islote con fauna variadísima y flores y frutas inclasificables. Tiene dos ediciones: la primera a cargo de la Fundación Esta Tierra de Gracia, Colección de poesía Rasgos Comunes (Caracas, 1999); y una segunda preparada por Randon House Mondadori, en su colección Debolsillo (Barcelona, 2002). Aun así, conseguir un ejemplar en librerías locales es improbable.

Sujeto el libro y lo miro con ojo de naturalista alemán. Nuño ha invertido muchísimo tiempo en la elaboración de este libro. La composición requiere de un apostolado, y ella, a su manera, lo ha hecho. Muy visible es el motivo de cada sextina, el adecuado conteo métrico y la novedad que aparece con su buena dosis de cultismo y atrevimiento. No se puede dejar de mencionar el trabajo de selección y traducción, que demandan una dedicación personalizada y esmerada.

Intento ubicar a Sextinario en algún espacio de nuestros anaqueles de poesía venezolana. Es un ave bifronte que sobrevuela en el invierno. Estaría junto a los palíndromos reunidos en Oír a Darío, de Darío Lancini, otro raro espécimen. Y si ampliamos la visión, podría anexar otro ejemplo y así completamos un tridente: Guitarra del horizonte de Sergio Sandoval (heterónimo de Eugenio Montejo). Tendríamos, con esto, tres manifestaciones: la sextina, el palíndromo y la copla glosada.

Nuño le ha dado un hermoso nombre a la sextina y ha delimitado su función: “joya negra que brilla sólo en la oscuridad”. No se equivoca: la sextina tiene un complejo engranaje. El trovador provenzal Arnaut Daniel la inventó, y con sus altibajos, no ha sido enterrada. Ana Nuño supera cierta ojeriza que desconfía o duda de las formas tradicionales. Ella sabe que también es factible transgredir desde la tradición: un retorno al pasado métrico que vence el absolutismo del verso libre.

Desde el prólogo de Sextinario, la autora expone públicamente su devoción por la forma y lo explica con la sinceridad que se espera y que el lector agradece. Hace una revisión y con originalidad ubica a la sextina en un horizonte, no en un peldaño o escalafón. Y yo agregaría lo siguiente: la sextina como forma métrica válida y vigente, que no compite sino que refresca y complementa. En tiempos de tartamudeos (“hipos tipográficos”, diría Nuño), la sextina se ve fortalecida desde sus entrañas. Con el derrumbe de las estéticas grupales cada poeta habita un ecosistema individual; y desde esa perspectiva ha de constituir sus propios antecedentes.

La poeta está en un cuarto oscuro, da manotazos en el aire y espera que aparezca algo concreto, un lazarillo que la dirija o guíe. Es un cuarto oscuro, ciertamente, pero no una habitación de revelado fotográfico. Solo es un cuarto de tinieblas. La sextina puede ser ese brazo que dirige a Ana Nuño en el pasadizo de la creación poética. Hay poetas que necesitan publicaciones sucesivas, casi simultáneas, para dar con la forma que mejor se adapte. Las piezas deben encajar. Ana Nuño elige las barricas de roble para añejar sus poemas. Y ya sabemos cuánto puede tardar este proceso de envejecimiento. Ella misma lo ha mencionado en algún artículo de prensa: “Ahora no son clásicos, es decir, obras que alcanzan esta condición tras templarse en la fría mirada de generaciones de lectores, críticos e imitadores, sino la producción —aún humeante, en algunos casos a medio cocer— de cualquier reciente difunto, lo que se ve sometido al pasapurés editorial”.

Por ahora, solo está el libro y mi lectura ¿Qué se puede argumentar? Son poemas, no hay duda de ello. Desde cualquier ángulo son poemas. Tienen algo característico que los convierte en objetos de divertimento lúdico e intelectual. Hay medida sin castración. Basta una primera ojeada para notar la libertad de asociación y de elección del tema. Quien lea apreciará las versiones que Nuño hace de Petrarca. Notará el registro de lo amoroso y la finura de la exploración lésbica, la exhortación al joven poeta (jovial y festiva) y la contemplación de un paisaje físico que se confunde con la pretensión axiomática:

“no existen los hechos, sólo hay estados/de ánimo como ese azul del cielo”.

En muchos casos la reiteración de las frases es una manera de fijeza. Se intenta atrapar lo que la voz poética traduce, repite o transcribe. O lo que inventa o recuerda. De eso, y mucho más, se vale la sextina.




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HISTORIAS DEL EDIFICIO de Juan Carlos Méndez Guédez

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por Alberto Hernández—

foto:auroraboreal.net
1.-
Vuelvoa las puertas del edificio. A un libro lejano en el tiempo, pero no a unos relatos viejos. No, los cuentos que habitan en estas páginas no se salen del  hoy que nos ocupa o encierra en su burbuja de recurrencias. En Historias del edificio (Editorial Guaraira Repano, Caracas 1994), de Juan Carlos Méndez Guédez, el narrador hace labor de fisgón, como todo narrador que se respete, como éste que entra y sale de los apartamentos de un edificio y husmea en la vida de los habitantes, de esos “pequeños seres” que se alimentan de la ciudad y la ciudad se alimenta de ellos, quienes -en dos partes en las que se divide el libro- conforman la visión de quienes viajamos en él.

La primera sección, la que le da nombre al tomo, contiene 18 textos que representan 18 apartamentos con sus tragedias, instantes de felicidad, lucidez o violencia. Es decir, la vida de un condominio en el que realidad y metáforas destacan la curiosidad de quien se mueve por pasillos, aceras, portales y sombras de habitación. Cada apartamento, signado por número de piso, entrega al lector una brevedad narrativa. Son trozos de existencia en medio de una ciudad caótica, demencial pero también afectiva. Es la ciudad de los hechos  de febrero de 1989, la ciudad de todos los días, la ciudad de pequeñas conspiraciones familiares. La ciudadpolicial. La ciudaddelictiva. La ciudad que oculta sus amores o los ofrece abiertamente. Es una Caracas que cabe en un pequeño edificio donde un determinado número de familias construye o destruye el destino de unas biografías compartidas. Cada cuento, relato o historia podría relacionarse con la otra hasta conformar una novela fragmentaria: este primer libro de Méndez Guédez le aporta al lector imágenes poéticas que procuran un instante de reflexión por la belleza de su escritura.

Juan Carlos Méndez Guédez.foto:conoceralautor.com
Ejemplos, algunos:
“Era una madrugada decembrina que se colocó sobre las ventanas como una fría gasa tras la cual se ocultaba la respiración de la montaña” (p. 45).

“Sobre la ventanilla del tren, en una fugaz insistencia de la luz, corre un fragmento de nosotros” (p. 72).

Estos dos extractos, a mi parecer, son dos microrrelatos (no son los únicos) que concentran una densa revelación poética en muchos de los textos de Méndez Guédez.

2.-
La segunda parte del libro, titulada “Otras historias”, nos conduce a relatos más abiertos, menos localizados en un solo espacio geográfico. Son trabajos más elaborados, no sólo en el entramado sino en la extensión. Estas otras historias son expuestas como homenajes a quienes aparecen en las dedicatorias. Son brevedades íntimas, familiares, ajenas. Visiones de algún viaje, retazos de personajes que se siguen construyendo aun ya terminado el texto. Son densidades narrativas que vislumbraban lo que más tarde haría el autor. En ellas está el país revuelto entre disparos, toque de queda, alaridos, noticias escandalosas en la televisión, etcétera. Es el país de aquellos años envuelto por la niebla de la confusión, lo que más tarde lo traería, al país, a este otro país desconocido, anormal, fuera de sitio, acorralado e invertebrado.

foto:silviabastos.com
Confieso, no que he vivido, pero sí que he rescatado algunas líneas que tenía escritas luego de la primera lectura de Historias del edificio, por allá por 1995, en medio de notas periodísticas, poemas inconclusos, rostros con boina y demás amarguras que en esos días hicieron de Venezuela un espacio que no se ha recuperado y sigue acoplado a un discurso anacrónico y embrutecedor. Confieso, reitero, que de Méndez Guédez sólo conozco este libro y “Retrato de Abel con isla volcánica al fondo”, del cual también tengo unas letras adelantadas.  Ya llegará el día en que pueda entrarle, nunca es tarde, a sus otros trabajos. Mientras tanto, afirmo que éste primero merece ser tomado y revisado para una nueva lectura por parte de quienes ya lo habían hecho: sigue siendo el relato de un país parecido a un crucigrama en un idioma extraño.

Vuelvoa las puertas. No las cierro: el edificio permanece abierto.
                                                                                                                                     Maracay, 1995/ 2015






La “Sección constante” de José Martí - Pequeño tratado de enciclopedia

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—por Gregory Zambrano—

José Martí con Gonzalo de Quesada y Aróstegui
y su esposa Angelina y Govin, 1893
Entre el 4 de noviembre de 1881 y el 15 de junio de 1882, salieron publicados en La Opinión Nacional de Caracas 112 artículos de José Martí, bajo la denominación común de “Sección constante”; eran breves notas, fechadas de manera consecutiva y de redacción diaria que trataban diversos aspectos, a modo de una pequeña enciclopedia, con los cuales Martí prolongaba su presencia en la prensa venezolana que lo había acogido durante su breve pero significativo paso por Caracas, entre enero y julio de 1881.

Las notas eran producto de un ejercicio de observación e interpretación logrados con una excepcional capacidad de síntesis, que hoy en día sitúan al lector frente a un testigo también excepcional, apasionado por el conocimiento y presto a sorprender con su elocuencia y estilo inconfundibles. En ellas ensayaba como un cartógrafo los mapas de conocimiento de la época, con la erudición y al mismo tiempo la sencillez de un artista de la palabra. Los temas se reunían —bajo el catalejo de don Pedro Grases— en: naturaleza, economía, lenguaje, libros y ediciones, historia, consejos y noticias útiles (medicina, cosas prácticas, etc.) inventos, comercio, novedades, arte (música, pintura, teatro, novela, ensayo, literatura en general), ciencia, acontecimientos públicos, política, poesía y costumbres, personajes, filosofía, psicología, derechos, instituciones, adelantos prácticos (navegación, telégrafo, electricidad, etc.), productos de la tierra, anécdotas, sentencias, problema de régimen social, investigaciones, indigenismo, historia de la cultura, crítica, organización social.

La “Sección constante” aparecía sin firma, y el título se le debe a los redactores de La Opinión Nacional; es por ello que pasado el tiempo, Martí reconoce la paternidad de los textos, de manera expresa, en una carta fechada en marzo de 1889: “Podría renovar la columna diaria, que solían ser dos, y escribí por un año, sin firma, en La Opinión Nacional, de Caracas, que la llamó “Sección constante”, y que dice que el público se la bebía, porque era un comentario corriente, en párrafos concentrados, vivos de color y variando de tonos, sobre todo lo que, en un centro universal como éste, puede interesar a un hombre culto a la vez que a los lectores usuales”.

foto:wikimedia.org
Sería largo enumerar en detalle los aspectos que sobresalen en el interés que lleva a Martí a pasearse por la historia, las artes y las ciencias. Desde los datos sobre la observación de la fotografía que el astrónomo Hugghins logró de la nebulosa de Orión, hasta los aspectos científicos del cultivo del maíz, pasando por una atenta observación del caso de una mujer en estado cataléptico. Novedad y curiosidad son los rasgos que definen este original modo de hacer periodismo, el cual visto en el tiempo, deja también al descubierto la conciencia de permanencia afianzada en el uso cuidado del lenguaje, amén de un sentido axiológico de todo cuanto reseñaba.

Así, para un motivador ejercicio de síntesis erudita e inventario alucinante, Martí coloca en un mismo plano la naturalidad y la razón de sus búsquedas, su indagación en diversas culturas, la investigación de los hechos, el comentario sobre la naturaleza de las cosas; lo insólito y lo natural, los quehaceres de la gente, mientras que impregna de cotidianidad todo cuanto sea de interés. Se detiene en el detalle de los sucesos acaecidos en Nueva York, el centro desde el cual irradia su interés por la novedad, cautiva y estimula a sus lectores con invectiva y belleza.

Muchas de estas anotaciones podríamos verlas hoy con ojos de anticuario, pero cuánto resplandecieron en el momento en que la noticia como novedad dependía en mucho de quien con mayor elocuencia, detalle y belleza fuera capaz de transmitirla. En José Martí, el periodista y el cronista se convertían en un intermediario que llenaba de formas y texturas, de colores, sonidos y asombros el transcurrir de su tiempo como un lenguaje múltiple abierto a la imaginación.



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Revista Investigación(Mérida, Venezuela), núm.8, 2003, pp.56-57.




Cuento: LA RAMA SECA de ANA MARÍA MATUTE (1926-2014) España

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Apenas tenía seis años y aún no la llevaban al campo. Era por el tiempo de la siega, con un calor grande, abrasador, sobre los senderos. La dejaban en casa, cerrada con llave, y le decían:

—Que seas buena, que no alborotes: y si algo te pasara, asómate a la ventana y llama a doña Clementina.

Ella decía que sí con la cabeza. Pero nunca le ocurría nada, y se pasaba el día sentada al borde de la ventana, jugando con "Pipa".

Doña Clementina la veía desde el huertecillo. Sus casas estaban pegadas la una a la otra, aunque la de doña Clementina era mucho más grande, y tenía, además, un huerto con un peral y dos ciruelos. Al otro lado del muro se abría el ventanuco tras el cual la niña se sentaba siempre. A veces, doña Clementina levantaba los ojos de su costura y la miraba.

—¿Qué haces, niña?

La niña tenía la carita delgada, pálida, entre las flacas trenzas de un negro mate.

—Juego con "Pipa"—decía.

Doña Clementina seguía cosiendo y no volvía a pensar en la niña. Luego, poco a poco, fue escuchando aquel raro parloteo que le llegaba de lo alto, a través de las ramas del peral. En su ventana, la pequeña de los Mediavilla se pasaba el día hablando, al parecer, con alguien.

—¿Con quién hablas, tú?

—Con "Pipa".

Doña Clementina, día a día, se llenó de una curiosidad leve, tierna, por la niña y por "Pipa". Doña Clementina estaba casada con don Leoncio, el médico. Don Leoncio era un hombre adusto y dado al vino, que se pasaba el día renegando de la aldea y de sus habitantes. No tenían hijos y doña Clementina estaba ya hecha a su soledad. En un principio, apenas pensaba en aquella criatura, también solitaria, que se sentaba al alféizar de la ventana. Por piedad la miraba de cuando en cuando y se aseguraba de que nada malo le ocurría. La mujer Mediavilla se lo pidió:

—Doña Clementina, ya que usted cose en el huerto por las tardes, ¿querrá echar de cuando en cuando una mirada a la ventana, por si le pasara algo a la niña? Sabe usted, es aún pequeña para llevarla a los pagos...

—Sí, mujer, nada me cuesta. Marcha sin cuidado...

Luego, poco a poco, la niña de los Mediavilla y su charloteo ininteligible, allá arriba, fueron metiéndosele pecho adentro.

—Cuando acaben con las tareas del campo y la niña vuelva a jugar en la calle, la echaré a faltar —se decía.

2
Un día, por fin, se enteró de quién era "Pipa".

—La muñeca —explicó la niña.

—Enséñamela...

La niña levantó en su mano terrosa un objeto que doña Clementina no podía ver claramente.

—No la veo, hija. Échamela...

La niña vaciló.

—Pero luego, ¿me la devolverá?

—Claro está...

La niña le echó a "Pipa" y doña Clementina, cuando la tuvo en sus manos, se quedó pensativa. "Pipa" era simplemente una ramita seca envuelta en un trozo de percal sujeto con un cordel. Le dio la vuelta entre los dedos y miró con cierta tristeza hacia la ventana. La niña la observaba con ojos impacientes y extendía las dos manos.

—¿Me la echa, doña Clementina...?

Doña Clementina se levantó de la silla y arrojó de nuevo a "Pipa" hacia la ventana. "Pipa" pasó sobre la cabeza de la niña y entró en la oscuridad de la casa. La cabeza de la niña desapareció y al cabo de un rato asomó de nuevo, embebida en su juego.

Desde aquel día doña Clementina empezó a escucharla. La niña hablaba infatigablemente con "Pipa".

—"Pipa", no tengas miedo, estate quieta. ¡Ay, "Pipa", cómo me miras! Cogeré un palo grande y le romperé la cabeza al lobo. No tengas miedo, "Pipa"... Siéntate, estate quietecita, te voy a contar, el lobo está ahora escondido en la montaña...

La niña hablaba con "Pipa" del lobo, del hombre mendigo con su saco lleno de gatos muertos, del horno del pan, de la comida. Cuando llegaba la hora de comer la niña cogía el plato que su madre le dejó tapado, al arrimo de las ascuas. Lo llevaba a la ventana y comía despacito, con su cuchara de hueso. Tenía a "Pipa" en las rodillas, y la hacía participar de su comida.

—Abre la boca, "Pipa", que pareces tonta...

Doña Clementina la oía en silencio. La escuchaba, bebía cada una de sus palabras. Igual que escuchaba al viento sobre la hierba y entre las ramas, la algarabía de los pájaros y el rumor de la acequia.

3
Un día, la niña dejó de asomarse a la ventana. Doña Clementina le preguntó a la mujer Mediavilla:

—¿Y la pequeña?

—Ay, está delicá, sabe usted. Don Leoncio dice que le dieron las fiebres de Malta.

—No sabía nada...

Claro, ¿cómo iba a saber algo? Su marido nunca le contaba los sucesos de la aldea.

—Sí —continuó explicando la Mediavilla—. Se conoce que algún día debí dejarme la leche sin hervir... ¿sabe usted? ¡Tiene una tanto que hacer! Ya ve usted, ahora, en tanto se reponga, he de privarme de los brazos de Pascualín.

Pascualín tenía doce años y quedaba durante el día al cuidado de la niña. En realidad, Pascualín salía a la calle o se iba a robar fruta al huerto vecino, al del cura o al del alcalde. A veces, doña Clementina oía la voz de la niña que llamaba. Un día se decidió a ir, aunque sabía que su marido la regañaría.

La casa era angosta, maloliente y oscura. Junto al establo nacía una escalera, en la que se acostaban las gallinas. Subió, pisando con cuidado los escalones apolillados que crujían bajo su peso. La niña la debió oír, porque gritó:

—¡Pascualín! ¡Pascualín!

Entró en una estancia muy pequeña, a donde la claridad llegaba apenas por un ventanuco alargado. Afuera, al otro lado, debían moverse las ramas de algún árbol, porque la luz era de un verde fresco y encendido, extraño como un sueño en la oscuridad. El fajo de luz verde venía a dar contra la cabecera de la cama de hierro en que estaba la niña. Al verla, abrió más sus párpados entornados.

—Hola, pequeña —dijo doña Clementina—. ¿Qué tal estás?

La niña empezó a llorar de un modo suave y silencioso. Doña Clementina se agachó y contempló su carita amarillenta, entre las trenzas negras.

—Sabe usted —dijo la niña-, Pascualín es malo. Es un bruto. Dígale usted que me devuelva a "Pipa", que me aburro sin "Pipa"...

Seguía llorando. Doña Clementina no estaba acostumbrada a hablar a los niños, y algo extraño agarrotaba su garganta y su corazón.

Salió de allí, en silencio, y buscó a Pascualín. Estaba sentado en la calle, con la espalda apoyada en el muro de la casa. Iba descalzo y sus piernas morenas, desnudas, brillaban al sol como dos piezas de cobre.

—Pascualín —dijo doña Clementina.

El muchacho levantó hacia ella sus ojos desconfiados. Tenía las pupilas grises y muy juntas y el cabello le crecía abundante como a una muchacha, por encima de las orejas.

—Pascualín, ¿qué hiciste de la muñeca de tu hermana? Devuélvesela.

Pascualín lanzó una blasfemia y se levantó.

—¡Anda! ¡La muñeca dice! ¡Aviaos estamos!

Dio media vuelta y se fue hacia la casa, murmurando.

Al día siguiente, doña Clementina volvió a visitar a la niña. En cuanto la vio, como si se tratara de una cómplice, la pequeña le habló de "Pipa":

—Que me traiga a "Pipa", dígaselo usted, que la traiga...

El llanto levantaba el pecho de la niña, le llenaba la cara de lágrimas, que caían despacio hasta la manta.

—Yo te voy a traer una muñeca, no llores.

Doña Clementina dijo a su marido, por la noche:

—Tendría que bajar a Fuenmayor, a unas compras.

—Baja —respondió el médico, con la cabeza hundida en el periódico.

4
A las seis de la mañana doña Clementina tomó el auto de línea, y a las once bajó en Fuenmayor. En Fuenmayor había tiendas, mercado, y un gran bazar llamado "El Ideal". Doña Clementina llevaba sus pequeños ahorros envueltos en un pañuelo de seda. En "El Ideal" compró una muñeca de cabello crespo y ojos redondos y fijos, que le pareció muy hermosa. "La pequeña va a alegrarse de veras", pensó. Le costó más cara de lo que imaginaba, pero pagó de buena gana.

Anochecía ya cuando llegó a la aldea. Subió la escalera y, algo avergonzada de sí misma, notó que su corazón latía fuerte. La mujer Mediavilla estaba ya en casa, preparando la cena. En cuanto la vio alzó las dos manos.

—¡Ay, usté, doña Clementina! ¡Válgame Dios, ya disimulará en qué trazas la recibo! ¡Quién iba a pensar...!

Cortó sus exclamaciones.

—Venía a ver a la pequeña, le traigo un juguete...

Muda de asombro la Mediavilla la hizo pasar.

—Ay, cuitada, y mira quién viene a verte...

La niña levantó la cabeza de la almohada. La llama de un candil de aceite, clavado en la pared, temblaba, amarilla.

—Mira lo que te traigo: te traigo otra "Pipa", mucho más bonita.

Abrió la caja y la muñeca apareció, rubia y extraña.

Los ojos negros de la niña estaban llenos de una luz nueva, que casi embellecía su carita fea. Una sonrisa se le iniciaba, que se enfrió en seguida a la vista de la muñeca. Dejó caer de nuevo la cabeza en la almohada y empezó a llorar despacio y silenciosamente, como acostumbraba.

—No es "Pipa"—dijo—. No es "Pipa".

La madre empezó a chillar:

—¡Habrase visto la tonta! ¡Habrase visto, la desagradecida! ¡Ay, por Dios, doña Clementina, no se lo tenga usted en cuenta, que esta moza nos ha salido retrasada...!

Doña Clementina parpadeó. (Todos en el pueblo sabían que era una mujer tímida y solitaria, y le tenían cierta compasión).

—No importa, mujer —dijo, con una pálida sonrisa—. No importa.

Salió. La mujer Mediavilla cogió la muñeca entre sus manos rudas, como si se tratara de una flor.

—¡Ay, madre, y qué cosa más preciosa! ¡Habrase visto la tonta ésta...!

Al día siguiente doña Clementina recogió del huerto una ramita seca y la envolvió en un retal. Subió a ver a la niña:

—Te traigo a tu "Pipa".

La niña levantó la cabeza con la viveza del día anterior. De nuevo, la tristeza subió a sus ojos oscuros.

—No es "Pipa".

Día a día, doña Clementina confeccionó "Pipa" tras "Pipa", sin ningún resultado. Una gran tristeza la llenaba, y el caso llegó a oídos de don Leoncio.

—Oye, mujer: que no sepa yo de más majaderías de ésas... ¡Ya no estamos, a estas alturas, para andar siendo el hazmerreír del pueblo! Que no vuelvas a ver a esa muchacha: se va a morir, de todos modos...

—¿Se va a morir?

—Pues claro, ¡que remedio! No tienen posibilidades los Mediavilla para pensar en otra cosa... ¡Va a ser mejor para todos!

5
En efecto, apenas iniciado el otoño, la niña se murió. Doña Clementina sintió un pesar grande, allí dentro, donde un día le naciera tan tierna curiosidad por "Pipa" y su pequeña madre.

6
Fue a la primavera siguiente, ya en pleno deshielo, cuando una mañana, rebuscando en la tierra, bajo los ciruelos, apareció la ramita seca, envuelta en su pedazo de percal. Estaba quemada por la nieve, quebradiza, y el color rojo de la tela se había vuelto de un rosa desvaído. Doña Clementina tomó a "Pipa" entre sus dedos, la levantó con respeto y la miró, bajo los rayos pálidos del sol.

—Verdaderamente— se dijo—. ¡Cuánta razón tenía la pequeña! ¡Qué cara tan hermosa y triste tiene esta muñeca!

FIN

1961





Conversación con el joven poeta y crítico mexicano Manuel Iris

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—por Néstor Mendoza—

Manuel Iris.foto:literalmagazine.com
Manuel Iris es un joven poeta y crítico mexicano. Obtuvo un doctorado en Lenguas Romances en la Universidad de Cincinnati. Su tesis doctoral desarrolla algunos “perfiles poéticos actuales”, específicamente en la obra de autores latinoamericanos; entre ellos, Gonzalo Rojas y Juan Sánchez Peláez. Nuestro primer encuentro surgió digitalmente, motivado por una misma admiración: la poética de Juan Calzadilla.

En una oportunidad, Manuel Iris visitó Caracas para hallar pistas y material bibliográfico en torno a la poesía venezolana. Esa experiencia se ha reflejado en una sustancial devoción y difusión de nuestras letras. Gentilmente, compartió impresiones sobre su trayectoria literaria, la tradición poética mexicana y estadounidense y sus nexos personales con la poesía venezolana.

¿Cómo llega Manuel Iris a la poesía venezolana y de qué manera ha evolucionado ese primer acercamiento?

—La poesía venezolana empezó a existir para mí de una manera real en Cincinnati, donde conocí e hice amistad con dos poetas, el colombiano Armando Romero, dadaísta que paso una buena parte de su vida en Venezuela, y el venezolano Arturo Gutiérrez Plaza. Ambos encarnan para mí, aunque de distintos modos, la figura de maestros de esto que significa ser poeta. Ellos dos abrieron mi conciencia hacia otras tradiciones poéticas, y Arturo en particular se convirtió en un guía de la poesía venezolana. Incluso, hace ya dos años pasé una corta temporada en Caracas, precisamente investigando sobre Sánchez Peláez, y ese contacto con la literatura venezolana allí ha sido una de las experiencias más ricas de mi vida. Actualmente creo que la poesía venezolana cuenta con varios de los poetas más interesantes de la lengua, como Ramos Sucre, Vicente Gerbasi o el mismo Juan Sánchez Peláez, y creo que es necesario hacer que la poesía venezolana actual sea más conocida en el orbe de la lengua.

¿Qué motivó la selección de Juan Sánchez Peláez para un capítulo de tu tesis de doctorado?

—Mi tesis estudia la obra y trayectoria de cuatro poetas de distintas nacionalidades (Alí Chumacero en México, Fernando Charry Lara en Colombia, Juan Sánchez Peláez en Venezuela y Gonzalo Rojas en Chile), para entender la conformación del campo literario de cada país, y para proponer un acercamiento latinoamericano a la conformación de los distintos perfiles poéticos nacionales actuales. Todos los poetas que abordo son nacidos alrededor de los años 20 del siglo pasado, es decir, durante las vanguardias, y son igualmente poetas que ayudan de algún modo a establecer la tradición poética de cada uno de sus países: su trabajo define o delinea un momento estético que terminó por ser canónico. Son, por supuesto, autores de una obra indiscutible. La elección de Sánchez Peláez tiene que ver con varias coyunturas temporales y estéticas (su fecha de nacimiento, su pertenencia a Mandrágora, su estética…), y con el hecho simple de que creo que es uno de los poetas más impactantes del idioma. Yo lo admiro profundamente.

Según tu conocimiento de los ámbitos editorial y académico, ¿qué aspectos consideras relevantes para la valoración de la poesía venezolana actual en tu país?

—La poesía venezolana y la mexicana tienen muchos puntos de contacto pero también grandes diferencias. Venezuela ha sido un país menos encerrado en sí mismo en su poesía, y sin embargo sus grandes poetas no son conocidos a nivel latinoamericano. Esta falta de exposición es una contradicción curiosa, dado que creo que el escritor venezolano tiene un talante más latinoamericanista. Me parece una pena, por ejemplo, que la inmensidad de un poeta como Vicente Gerbasi, o la importancia de un grupo como el Techo de la Ballena o de un poeta vivo como Calzadilla no sea aquilatada en Latinoamérica, donde hay tanto poeta menor inexplicablemente famoso. Los que pierden, creo, son los lectores, pues conocer a los que menciono es fundamental para entender la poesía escrita en español en este continente.

foto:MilenioNovedades
¿Qué espacio ocupa la poética de José Emilio Pacheco en el ámbito de la poesía iberoamericana actual?

—No necesito decir que la obra no solamente poética sino narrativa y ensayística de José Emilio Pacheco es de una importancia capital para los escritores mexicanos y para cualquiera que se interese en la literatura escrita en español en el siglo pasado y en el presente. Pacheco tiene la facultad de los grandes escritores, que no consiste solamente mostrar un modo de escribir, sino enseñar una manera de leer, de pensar el acto literario y de pensar, en general. Su obsesión con el tiempo y con el modo en que todo cambia y permanece, obsesión tan antigua con la poesía misma, fue combustible de muchas páginas fabulosas. Su desenfado en el uso de la prosa y de un verso libre por momentos conversacional, ensayístico, dado tanto a la imagen poética como a la reflexión filosófica, ha marcado mucho a los poetas posteriores a él, que usan esos recursos ya de un modo natural, muchas veces sin saber la deuda que tienen con el maestro. Yo aprecio especialmente que sea un erudito que suena a hombre de a pie, sin esforzarse por ello. Su escritura, que siempre estuvo en cambio constante alrededor de las mismas obsesiones temáticas, es central e incluso rastreable en nuestros poetas actuales. Pacheco es parte ya de nuestro ADN poético.

Tu carrera académica transita dos cauces: el mexicano y el estadounidense. Tienes una posición privilegiada, pues te mueves entre dos importantes tradiciones poéticas del continente. ¿Cuáles poetas consideras referentes ineludibles de la poesía anglosajona contemporánea?

—Últimamente he estado leyendo con atención, en su lengua, poemas de Charles Simic y de Li Young Lee, poetas a los que tuve la oportunidad de ver en persona, aquí en Cincinnati. Son poetas muy distintos pero luminosos, y comparten el hecho de ser americanos e inmigrantes, al mismo tiempo. Igualmente, tengo amigos poetas jóvenes americanos como Ivette Nepper, Lisa Ampleman o Matt McBride, con los cuales he podido compartir y debatir, y leo a otros poetas jóvenes con los que he tenido algún contacto como Reginald Dwayne Betts, dueño de una voz sumamente interesante. Me parece que la norteamericana es una de las tradiciones poéticas más saludables de la actualidad  y que varios de sus poetas vivos, como los que he mencionado, son importantes.

Como joven poeta y crítico literario, ¿qué opinión te merece la actual poesía mexicana?

—Como cualquier poesía de cualquier país, la actual poesía mexicana necesita tiempo para decantarse y que con ello se separe lo importante de lo promovido, lo necesario de lo sencillamente visible. Creo que hay una muy buena cantidad de poetas vivos que hacen un trabajo notable o de plano extraordinario, como por ejemplo Jorge Fernández Granados,  Malva Flores, A.E. Quintero, María Baranda, Luis Armenta Malpica, y maestros mayores vivos como Eduardo Lizalde o Hugo Gutiérrez Vega.

Entre los jóvenes creo que es necesario todavía esperar, aunque algunos ya han producido libros que seguramente seguirán siendo importantes. Pienso en gente como Oscar de Pablo, Armando Salgado, Luis Paniagua, Beatriz Pérez Pereda, Paula Abramo, Audomaro Ernesto y muchos, muchos otros. Y tal es el centro del problema: somos muchos, tantos que es difícil distinguirnos. Esto en realidad, como dije antes, lo solucionará el tiempo. Creo que la poesía mexicana goza de buena salud aunque mucha gente diga que está en crisis, como siempre se dice de cualquier poesía en cualquier época. Incluso creo que esa declaración señala que hay cosas moviéndose, experimentos que incluso fracasando significarán la exploración de una ruta. Los poetas mexicanos actualmente no siguen una postura general, salvo la de ser individuales, pero creo que esto tampoco es algo exclusivo de nuestra tradición, sino precisamente el modo en que nuestra poesía se suma a la contemporánea en el mundo entero.

Por otro lado, México es un país en que la producción cultural es casi completamente financiada por el estado,  y que por eso mismo ha caído presa de una institucionalización hipertrofiada que por momentos parece dominar al artista, tan enormemente preocupado por armar un proyecto, por ganar una beca, por ganar un concurso, por publicar en el fondo estatal… Tal es el problema mayor de la poesía actual, y de la llamada poesía joven en México: su dependencia absoluta de la institucionalidad y sus medios, para su producción y legitimación.

foto:arcagulharevistadecultura.blogspot.com
En tu blog Bufón de Dios, se puede descargar el poemario Cuaderno de los sueños, publicado en el 2009, en donde intercalas poemas en verso y en prosa. Es evidente el lenguaje autorreferencial y la presencia activa de otras voces que confrontan al yo poético. Coméntanos sobre esta propuesta y sobre cómo dialoga con tus otros libros.

—El Cuaderno de los sueños es algo así como un diario de escritura en que el poeta descubre que los personajes de su libro, en este caso Mía, Inés y el Ángel, se revelan diciendo que ellos son los autores de la realidad a la que el lector asiste. Como dices, la autorreferencialidad del libro es evidente. La estructura completa de ese poemario viene de una lectura obsesiva que hice de una breve novela titulada El hipogeo secreto, de un autor mexicano de culto llamado Salvador Elizondo, quien era igual un obsesivo de las formas literarias que se enrollan sobre sí mismas.

El Cuaderno de los sueños es mi primer libro importante y abre un ciclo que se cierra con Ventana, poemario que va a publicarse en un par de meses. La diferencia es que en Ventana decidí abandonar la experimentación autorreferencial para dedicarme de lleno al erotismo y a narración de una pérdida. Comparten la idea de poemario narrativo y ciertas maneras de hacer el verso, además de que una obsesión musical que en el Cuaderno apenas asoma, termina por ser evidente en Ventana, aunque esa parte de mi proceso tiene su expresión más visible en Overnight Medley, libro publicado en Brasil en el que el poeta brasileño Floriano Martins y yo nos dedicamos exclusivamente a hacer poesía sobre jazz. Un libro nuevo y todavía inédito, cuyo título por ahora me reservo, igualmente continúa cierta exploración de la música, ya no como tema sino como tono de los poemas, y se deslinda completamente de los tópicos amorosos y eróticos que aparecen en Ventana y el Cuaderno de los sueños. Intento en lo posible variar formalmente de un libro a otro pero creo, sin embargo, que mi primer libro es un compilado bastante fiel de todas mis obsesiones literarias y vitales.

En la segunda sección de Cuaderno de los sueños, dices que “La perfección está pariendo llantos”. ¿Puede considerarse este verso la síntesis de tu ars poética?

—Jamás había pensado en la posibilidad que mencionas, y me parece una lectura no solamente posible, sino muy inteligente. Ese poema, Parado en el umbral, es uno de los primeros poemas que escribí de manera seria, anterior incluso al Cuaderno de los sueños, y es una especie de bitácora del viaje de un tipo que entra en su propia boca, buscando su voz. Es decir: es la confesión de que empiezo a saberme poeta, a asumirme como tal existencialmente. En este sentido el verso que mencionas habla de algo que me acosa muchas veces: buscar el verso preciso, armar el poema como necesita ser armado, la perfección, que es la adecuación entre el verso y su sonido, su forma. Y el proceso de búsqueda puede ser, de hecho, tortuoso.



Poemas de Manuel Iris

Itinerante

I

Sonriendo bajo lluvia
quiero pedir perdón, porque sé bien  —lo dijo ya el maestro—
que vale mucho más sufrir que ser vencido.

Pero es, amigos todos, que hoy lo supe
mirando mis maletas, mis libros y mi pan
con soledad distinta:
                                Tengo casa.
            Como hecha de veneno, como si hubiera sido arrebatada a alguien
me duele esta alegría de que tengo casa.

No pienso merecerlo
y no celebro.

                                Se los digo:

Mi casa llega iluminando un cuarto
que nunca será nuestro.

Mi casa duerme y yo la miro y duermo.

Tengo casa.

II

Mi casa llega iluminando un cuarto
que nunca será nuestro
y se recuesta y abre, delicada
cada una de sus antesalas.

Su cadera, si volteada
son balcones.

Su cuello
es una larga escalinata
del silencio al grito.

III

Amor,

existen días que te ando como a un parque.

Hay días que entro a ti
como a una plaza de toros.


foto:revista.triplov.com
Correspondencias

Tema y variaciones

I

A veces
uno pone a Debussy
para que todo se serene, para que el aire corra
con voluptuosidad, y todo pasa
lento como espuma, todo va pasando
bella y lentamente, como haciéndole el amor
a una mujer extensa, a una mujer en cuyas manos
caben ambas tuyas, de espalda como río, de pelo como arena.
Una mujer que más que carne es un paisaje, y sus dos ojos,
más que ojos, son momentos tristes. Una mujer
callada y bella como estanque.

En otras ocasiones
uno va y le hace el amor a toda esa mujer
y lo hace con palabras, celebra todo el ruido
y toda la violencia
que la ternura incluye
para olvidar
la lentitud
de Debussy.

II

A veces
uno pone a Debussy o a Hector Lavoe
para que todo se serene o se acompase, para que el aire corra
con voluptuosidad, y todo sea tan lento
como lenta espuma, todo pase
del azúcar a la leche
del tambor a la tumba
del piano al bongó
de la palabra al vientre
de una luz a otra
que baila que celebra
candelabros
y candela.

A veces
uno pone a Hector Lavoe o a Debussy
para sufrir a gusto, para morder los muslos
que se han imaginado, y recordar
el vientre, el arco, el ritmo
en que se guardan los silencios
que lo asaltan, lo persiguen
en la madrugada.

III

A veces
uno pone a Debussy
para que todo se serene
y la serenidad
no da ni pausa
ni silencio
ni consuelo.

A veces
uno busca el ruido, el ruido más vulgar
que entrañe Debussy, como buscando
a la mujer más fea, la única distinta
a la mujer que amamos
y verla y olvidarse de que existen
la belleza o el silencio
y Debussy se queda tan sereno, delicadamente
espera a que nosotros regresemos
nuevamente
enamorados.

IV

A veces
uno pone a Debussy
para que todo se serene, y en verdad
lo que uno quiere
es convencerse de la lentitud de afuera, adormecer
las ganas de salir a la mañana
para corresponderle a la mujer dormida, extensa y bella
como un sol de carne, de ritmos
tan de isla y tan de cerca de uno mismo
como la desnudez o el llanto.

A veces
uno pone a Debussy
para que todo se serene
y nada más que la belleza
nos convence
de que lentos son la calma
el deseo, el sonido
y la espera.



foto:laotrarevista.com
Manuel Iris (México, 1983). Poeta y ensayista. Licenciado en Literatura Latinoamericana por la UADY, con maestría en Literatura Hispanoamericana por la Universidad Estatal de Nuevo México (EEUU). Doctor en Lenguas Romances por la Universidad de Cincinnati (EEUU). Premio Nacional de Poesía "Mérida" (2009). Autor de Cuaderno de los sueños (Tierra Adentro, 2009) y Los disfrases del fuego (Ediciones Atrasalante, 2015); coautor, junto con el poeta brasileño Floriano Martins, de Overnight Medley (ARC Edições, 2014). Compilador de En la orilla del silencio, ensayos sobre Alí Chumacero (Tierra Adentro, 2012). Ha publicado poesía, ensayo y traducción en revistas como Tierra Adentro (México), Casa de las Américas (Cuba), Sibila (España) y Mapocho (Chile). Los poemas que se incluyen fueron enviados por el poeta y pertenecen a su libro inédito Ventana.





CONTIGO EN LA DISTANCIA de Eduardo Liendo

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Seix Barral, Biblioteca Breve, 2014
—por Alberto Hernández—

1
“Veo por la ventanilla...”, reiteración que Elmer nos obliga a cumplir en su condición de narrador protagonista, testigo y hasta omnisciente, pero también personaje que se desdobla en cada uno de los que a su lado se sientan a reconocerlo. Eduardo Liendo, desde su visión de niño, nos ha metido en un autobús, en el Circunvalación Nº 13, y nos ha hecho pasar por todas las estaciones y calles que los ojos de la muerte son capaces de ver. Otro lector diría que los ojos de la vida, pero me atengo a lo que ha dicho Liendo cuando habla —fuera de la novela— de la edad, de su edad, y nos hace leer dos epígrafes que nos hunden más en la butaca de un bus en el que viajamos sin término geográfico.

Nos deja el trozo de una carta a Felice, firmada por Franz Kafka en Praga el 15 de enero de 1913, en la que dice: “Al fin y al cabo no puede existir un lugar más bonito para morir, más digno de la desesperación total, que la novela escrita por uno mismo”, y otro, por el poeta cubano Virgilio Piñera: “Cada uno tiene su manera de seguir viviendo después de muerto”, pedazo de ahogo poético tomado de Pequeñas maniobras.

Desde esos dos instantes iniciamos nuestra muerte a través de una ilusión, suerte de engaño porque quien abre la primera página y lee varias de sus líneas, llega a pensar que se trata de una aventura en la que un niño se reconoce en su ciudad, pero no es así: Liendo nos ha tendido una emboscada y nos lleva a un paseo interminable. El autor conduce, gracias a los retrecheros oficios de un chofer y a la extraña amabilidad de un colector con nombre de filósofo, a Elmer y a los lectores, por un camino urbano del que no hay regreso. Y llega a definir la situación en la que, como agónicos lectores, sentimos: “El final es la vida sin uno” (P. 50). Entonces estamos muertos, pero unos muertos que vivimos la vida a través de una película que nos pasa frente a los ojos desde la ventanilla de un autobús que recorre una ciudad vital, llena de barrios, en la que los personajes difuntos se ven vivos en las aceras, en los distintos espacios donde han estado. Elmer es el relator de estas vidas, de cada una de esas vidas, a través de la de él. Es decir, es un narrador/narratario que se narra desde un tiempo ya ido. Y quien lee se siente narrado y obligado a viajar porque ese es su destino: “Pasa y siéntate, que aquí el que entra ya no se baja nunca más hasta llegar al fin del final” (p. 31), dice Sócrates, el colector, quien nos hace entender que ya no estamos en el mundo de los vivos.

2
El eslogan que Sócrates Pérez vocea cuando admite que el personaje se resiente de la “muerte” es “Da por vivido todo lo soñado”, de allí que por la butaca de Elmer hayan pasado personajes que nunca llegó a ver de cerca ni a tocar. La vida es sueño y nos cuelga a Calderón. La muerte, según el cinismo de Sócrates, tiene esa ventaja. Tarzán, Jane, Chita, los luchadores Dark Búfalo, El Carnicero, El Apolo o El Conde Maximiliano, Chico Carrasquel, José Gregorio Hernández, Dick Tracy, Doña Bárbara, Billy The Kid, Simbad, Yves Montand, Gregory Peck, Ava Gardner, Grace Kelly, Bambi, Clark Gable, Vivien Leigh, Cantinflas, Víctor Hugo, Don Quijote, Walt Whitman, Kafka, Pasternak, Pierre Choderlos de Laclos, Dorian Gray, Publio Ovidio Nasón, Dante, Sancho, Cyrano, Neruda, Wilde, Jorge Amado, Bergman y Bogart, Salvador Garmendia, Montejo, el Orfeón Universitario, Gardel, Agustín Lara, Sadel, Benny Moré, Armstrong y otros tantos que se quedaron fuera de la memoria forman parte del viaje. De la memoria. Por supuesto, también los personajes de su vida cercana, como sus maestros, sobre todo la maestra de primer grado, Omaira, de quien siempre estuvo enamorado; de sus compañeros de escuela, sus padres, sus abuelos, tíos, amigos y vecinos. Toda la vida pasó frente a los ojos de la muerte de Elmer.

3
El poeta Whitman le dejó un susurro: “Todos los que alguna vez nacimos somos islas rodeadas de olvido” (p. 81). En el Circunvalación Nº 13 también viaja el olvido, como las calles con sus nombres y apodos, las películas, las acciones que Elmer vio y que desde niño recordó hasta el viaje final. Una referencia que nos acoge como lectores está en la Isla de las Pasiones Literarias, donde el joven Elmer, como si formara parte de la Sociedad de los Poetas Muertos, revisa todos los libros que han salvado de los mercenarios, de quienes quieren destrozar o quemar la imaginación, los sueños, la belleza. Elmer ve un país donde la violencia tiene nombre actual. Mira por la ventanilla a pesar de que “ninguna preocupación post mórtem puede ya modificar lo inexorable” (p. 165). Y viaja, mira, recuerda, muere y vive.

Luego de recorrer las calles, las que lo han marcado al niño y al ya maduro fantasma, se dice: “Tengo la fuerte impresión, ahora sí, de que me despido de algo vital, que después de este viaje todo será silencio” (179). No obstante, la Calle de la Nostalgia lo trae de nuevo a los sonidos de los vivos: oye Contigo en la distancia, aquel bolero —de César Portillo de la Luz— que Alfredo Sadel nunca dejó de cantar. Los pasajeros lo corearon, lo aplaudieron, para luego seguir cantando Alma libre, en la que las voces del mismo Sadel y Benny Moré se unieron para darle un fin al final. Pero aún faltaba vivir más recuerdos mientras la muerte rodaba en el bus: oír What a Wonderful World de boca de Louis Armstrong, el “Satchmo”.

Como un sueño la Misa de la Coronación, de Mozart, y una Greta Garbo nocturnal y vieja. Y si Mozart suena, también el Yellow Submarine de Los Beatles. John Lennon imagina un mundo distinto. José Gregorio Hernández, el siervo de Dios, camino al paraíso... El fin.

Con Elmer y todos esos personajes entramos en un túnel sin salida. Eduardo Liendo inventó esta metáfora y la deslizó por un viaje que no tiene retorno. Pero también Eduardo Liendo es un personaje imaginado por Elmer, que no es su alter ego sino un otro que no ha terminado de contarnos ese viaje hecho sueño.





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